Por amorr al Thelorr

Julián Prebisch - Sin título - acrílico sobre tela - 145 x 270 cm - 2013

James Warner
traducción de Santiago Martorana

La primera cuenta que consiguió nuestra agencia fue la de un vino fortificado con hierbas llamado Thelorr. Roland hizo golpear una botella contra mi escritorio y ordenó que se me ocurriera algo antes de que él volviese de almorzar. Sin saber nada de vermut, empecé a improvisar un jingle en el piano de la oficina, creyendo que el producto era un detergente de limpieza.

Cuando Roland volvió, se sirvió un poco en un vaso de shot. “Un gran aroma,” dijo, “sutilmente andrógino con insinuaciones de hisopo.”

Probé un poco. Para mí, el Thelorr francamente sabía a detergente de limpieza. Era vino remojado en raíz de genciana, mirra, cáscara de naranja amarga, frutos de lúpulo y varios ingredientes secretos luego fortificados con brandy. Contenía más ajenjo glacial –Artemisia glacialis– que otros vermut, lo cual no era un gran gancho comercial.

Como buenos agentes de campo, Roland y yo visitamos los pubs más sórdidos que pudimos encontrar en el Soho, invitándole con Thelorr a cualquier extraño. Las mujeres estaban más dispuestas a tomarlo que los hombres. En la Londres de los 70, el vino todavía era algo muy snob o de estrella de rock. El dueño de un pub me confesó que incluso los aficionados a los cócteles le tenían cierto miedo al vermut, cuya popularidad había estado en franco descenso durante décadas; una tendencia que se suponía Roland y yo tendríamos que revertir de alguna manera en plena época de estancamiento económico y alto desempleo.

Acordamos en que habría que destacar el exotismo del producto e ideamos un anuncio que transcurría en un bar donde una mujer pasa al costado de varios hombres de traje y se sienta al lado de un gorila, quien terminaba de servirse dos vasos. No me acuerdo si fue Roland o yo al que se le ocurrió la frase, Lo reconocerás cuando te sirva un Thelorr. El chiste era que el gorila se destacaba por otras razones, tales como la peluca violeta que llevaba puesta y su traje de astronauta.

Era ilegal mostrar a la gente tomando en publicidades de alcohol, cosa que a Roland le gustaba dado que nos mantenía enfocados en el momento justo antes de su consumo, ese punto de transición hacia una zona de renuncia de toda responsabilidad. Julia era nuestra actriz. Ella y el gorila de Thelorr chocaban sus vasos y luego los intercambiaban muy hábilmente – un truco que ella había aprendido en sus clases de actuación. Un barman me dijo que mientras continuaran pasando la publicidad, siempre habría alguien que intentara imitar ese truco, obteniendo como resultado invariable mucho vidrio roto.

Julia tenía ojos inocentes y hablaba con un leve acento de marinero. Conectó con el público desde el primer minuto, recibiendo cartas de sus fans por todo el país. Era una de esas divertidas celebridades de los medios británicos que se vuelven más feroces con los años, obviamente destinadas a terminar dispensando absolutismos sobre temas como la jardinería o el entrenamiento de perros. Ella y Roland salieron un tiempo. Pero a pesar de que las publicidades eran conocidas, las ventas no se vieron afectadas en gran medida – al público le importaba Julia, y no el Thelorr. Cuando Julia finalmente probó un poco de Thelorr, la hizo vomitar, aunque nos aseguramos de que la noticia no circulara.

Como tantas cosas geniales, el Thelorr solía generar una primera impresión de ser algo de alguna manera perversamente nocivo. La botella que le regalé a mis padres la encontré todavía sin abrir dentro en una alacena llena de polvo décadas después de que se hayan divorciado.

*

Conseguimos otras cuentas, pero Roland estaba empecinado con mantener a Thelorr como nuestra marca insignia. Trabajaba sobre su trama de fondo cada vez que estaba fumado. Roland estaba convencido de que las tramas elaboradas eran fundamentales para una campaña – el gorila de Thelorr era un espía de un planeta oceánico sumergido en Thelorr y había venido a la Tierra buscando personas que estuvieran dispuestas a tomarlo.

Un obispo nos acusó de sacrilegio alegando que el gorila de Thelorr, un extraterrestre que le daba vino a la gente, era una parodia de Jesús. Un profesor de la Universidad Abierta retrucó que Cristo mismo era tan sólo un avatar de Dioniso, el dios griego del vino. Roland dijo que todo esto era buena publicidad.

Luego de que un proveedor muy de moda sirviera tragos de Thelorr en una fiesta clave de la industria, tuvimos la esperanza de establecer a Thelorr como el trago de la gente bien conectada. Pero a medida que nuestras historias, en las cuales Julia identificaba al gorila en una fila de sospechosos y luego en un concurso de belleza, se volvieron más extrañas, nuestras publicidades comenzaron a perder fuerza.

Para los años 80, esos hombres de negocios que Julia desdeñaba tan consistentemente en nuestras publicidades se habían vuelto cool. Al final, nuestra agencia fue comprada por una más grande. La marca misma de Thelorr fue adquirida por una empresa de inversiones privada francesa y perdimos la cuenta. Durante un tiempo, trabajé principalmente en comerciales de espuma de afeitar.

Roland niega que estaba tomando una línea de cocaína cuando me despidió.

Desempleado, empecé a resentir de todas las publicidades. Las técnicas de ventas agresivas y sin adornos estaban de vuelta en boga y los empleadores a quienes les mostraba mi cartera de clientes pensaban que era demasiado extravagante. Trabajé sin éxito en bandas sonoras de películas y tomé definitivamente demasiado Thelorr – ahora mi bebida favorita. Quizás estuve influido subliminalmente por el texto de mi única campaña ganadora de un premio: enmarcados sobre las paredes de mi departamento pedorro, slogans asonantes como renuncie al escozorr y la belleza es primorr, reforzados por la imagen de un gorila haciendo un brindis. Tenía una desesperada necesidad de creer que existía algo más en las cosas, algo más allá de cómo estas se vendieran. Y ahora que yo carecía de cualquier conexión profesional con la marca, era libre para empujar a la gente a que la consumiera sin que sospecharan algún motivo oculto personal.

Pocos me escucharon. Una agencia nueva reinventó el gorila de Thelorr como un superhéroe de dibujitos animados mientras la popularidad del vermut permanecía moribunda. En 1985 se vendieron sólo tres mil cajas de Thelorr en el Reino Unido, y la mitad de esas seguramente me las tomé yo solo. El Thelorr, sin embargo, sí disfrutó de cierto revivir del otro lado del Canal.

Alrededor de 1990, la vi a Julia actuar en una producción provinciana de Las alegres comadres de Windsor. Su ambición siempre había sido ser una actriz shakespeareana y le molestaba que todavía se la recordase principalmente por las publicidades de Thelorr. Cuando subió por primera vez al escenario como la Señorita Page, hubo que echar a un borracho del teatro por gritar, “¿Dónde está el gorila?”.

Cuando luego hablé con Julia en un restaurant, me contó que Roland estaba planeando entrar al monasterio de Thelorr, donde fabricaron la bebida por primera vez.

“Ya veo en qué anda,” dije. “Debe de estar pensando en escribir un libro de esos, aspiracionales al estilo Peter Mayle, Mi año entre los monjes o algún ingenioso gancho similar.” Thelorr quedaba en Savoy, una parte de Francia que alguna vez fue parte de Italia, las dos nacionalidades más valiosas en términos de prensa.

Julia le pidió al mozo otro bourbon con Coca. Cuando yo pedí un Thelorr, el hombre me miró sin comprender hasta que Julia y yo realizamos el ritual del intercambio de vasos. Incluso hice algunos ruidos de gorila, pero el mozo era demasiado joven para captar la referencia. En cambio, me trajo un Cinzano, un vermut con, en mi opinión, un limitado rango de sabores, montado sobre una de esas campañas que terminaron perdiendo de vista la marca. De cualquier manera, los bares difícilmente tienen stock de vermut digno, y por esto sólo puedo culparme a mí mismo.

Era la primera vez en diez años que había visto a Julia entre matrimonios – todo el tiempo que no había estado disponible me imaginé estar enamorado de ella, pero ahora pensaba cuánto de eso había sido simplemente el glamour de nuestra campaña compartida por Thelorr. Nos besamos un rato en el estacionamiento, antes de terminar la noche allí mismo de común acuerdo.

*

Me costó muchas cartas a lo largo de varios años asegurarme el permiso del abad para filmar un documental en Thelorr, a pesar de que para finales de los años 90 yo ya manejaba el sitio más importante para entendidos de vermut artesanal. Sí, efectivamente existe semejante sitio. A último momento, Roland me llamó desde Normandía, donde ahora vivía, e insistió en venir conmigo.

A pesar de una extendida crisis espiritual de mediana edad, Roland no se había convertido en monje. Ahora escribía libros de marketing, con títulos como T®ascendentalismo: la alquimia en la línea de producción. Había perdido todo su pelo, pero usaba anteojos octagonales que hacían que su pelada pareciera casi intencional. Para ese entonces, Julia tenía su propia serie de televisión en la que explicaba cómo preparar una casa para ser vista por potenciales compradores. Y a veces se la podía encontrar retrucando ingeniosamente como panelista en desconocidos programas de preguntas y respuestas. Ni Roland ni yo habíamos estado en contacto con ella hace ya tiempo y ambos evitamos mencionarla.

La Francia de los noventa, mientras manejábamos a través de ella, estaba cubierta de carteles de Thelorr: retratos surreales de formas de vida basadas en vermut surgiendo de algún vinacho primordial. Mi irritada primera impresión fue que eran producto de alguien que carecía de una apreciación intuitiva de los productos de nicho. Pero para cuando llegamos a Savoy, ya podía apreciar lo sugestivos que eran.

Los carteles mismos parecían estar impulsándonos thelorrianamente.

Al monasterio se llega manejando a través de un cañón boscoso. El pueblo tiene un altar para la Virgen y una escuela de relojería, donde compré una postal para enviarle a mi madre. El monasterio, un complejo de edificios de piedra gastada, se encuentra en un precipicio que balconea sobre el pueblo.

Roland y yo nos alojamos en un edificio pequeño en el medio del jardín de hierbas medicinales. Mirábamos a los monjes recolectar las salvajes plantas gencianas, con sus flores amarillas, y deslizarse a través del talud para encontrar los aromáticos ajenjos glaciales. Escuchábamos cómo raspaban sus crampones mientras subían los precipicios en busca de arbustos con frutos. El vino era macerado con ortigas picantes, frutillas salvajes, semillas de hinojo y nueces verdes en barriles de roble; luego se dejaba para que se evaporase y madurase, expuesto a los elementos. Se decía que ningún monje conocía la receta completa.

Como ellos ya no eran dueños de la marca, a los monjes no les estaba permitido llamar “Thelorr” a su vermut artesanal – la bebida que preparaban ya ni siquiera tenía nombre. Roland quería persuadirlos de que lo dejaran promocionarlo en nombre de ellos, pero el abad lo miraba de la misma manera en que Julia miraba a los hombres de traje: éramos un grupo humano al que le faltaba un gorila.

Esa tarde, mientras Roland y yo mirábamos sentados el pueblo, el encargado de la bodega caminó con dificultad hacia nosotros bajo la luz indirecta del invierno, abrazado a una jarra inmensa. Resultó ser de Stoke Newington. “Vine como parte de un fin de semana de catadores,” nos contó. “Unas vacaciones baratas y de repente descubrís que tenés vocación para esto.”

El líquido olía como las medicinas púrpuras que me obligaban a tomar de chico. La receta original era de un manuscrito medieval y su función era la de matar los gusanos intestinales – así que al final era una especie de detergente de limpieza, algo que purificaba tu parte interior. Parados incómodamente cerca del borde del acantilado gracias a un machismo ya avejentado, Roland y yo brindamos por Julia y el mercado inmobiliario. El sabor era penetrantemente floral, como si hubieras tragado parte de un ecosistema. Tenía efectos psicotrópicos también, que me dejaron con los sentidos agudizados y una leve paranoia que me duró varios días. Quizás fue la Artemisia glacialis, quizás fue la altura. Pude reconocer notas de bergamota y tierra mojada por la lluvia, de anís estrellado y un dejo de ámbar blanco, y beberlo parecía arrastrarme a la presencia de todo lo que necesitaba.

* *

Imagen: Julián Prebisch, Sin título (2013), gentileza de miau miau

jameswarner_photoJames Warner dice: tuve la suerte de que me hicieran conocer el trabajo de Borges cuando era adolescente y para mí no hay mayor héroe literario que él. Entre los escritores sudamericanos que me han impactado más tarde en mi vida, Bolaño ha sido una inspiración especial. Nacido en Inglaterra, ahora vivo en San Francisco, California, ciudad repleta de escritores, donde ayudo a organizar numerosas lecturas públicas. Leí una versión de “Por amorr al Thelorr” en Litquake, el festival anual de literatura de San Francisco, en 2010. Soy autor de muchos cuentos y de la novela All Her Father’s Guns–más información en www.jameswarner.net. Mi hija está aprendiendo a tocar el ukelele.
MartoranaSantiago Martorana   estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires. Trabaja con "cosas de Internet", escribe guiones para televisión y reseñas de libros para medios virtuales e impresos y da talleres de lectura de literatura contemporánea. La narrativa norteamericana tuvo un fuerte efecto sobre él desde los siete años, cuando pasaba todas sus noches mirando "Green Acres" y "The Donna Reed Show". A partir de entonces, consume escritores como Ben Lerner, Nicholson Baker, Sheila Heti y Jeffrey Eugenides. Desde las dunas del desierto argentino, le reza todos los días a Fogwill y sueña con su reencarnación. Es un tomador social de Thelorr.


Publicado el 19 de noviembre de 2013 en Ficción, Tongue Ties.



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Andrea Durlacher

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