Bibliothèque nationale de France

Liendo BnF 1

Victoria Liendo

Para Charles Coustille,
culpable de mi amor por Francia,
él que de todo se declara inocente.

 

Las bibliotecas se parecen mucho a las iglesias: en algunas te sentís más cerca de Dios. En París hay tantas bibliotecas que es difícil elegir ante cuál persignarse todos los días. Está la de tu barrio, la de tu universidad, la de tu país, la de países nórdicos -más modernas-, la de las Grandes Écoles, las más famosas, como Saint-Geneviève, las más cancheras, como Beaubourg y la oficial, Catedral indiscutible del Saber Francés, de inmenso espacio, solemne acceso y silenciosa permanencia: la Bibliothèque nationale de France. Contra toda predicción, la altanera y seria BnF es el único lugar posible donde una dispersa como yo logra sentarse a estudiar.

Antes la sede central estaba en Richelieu, cerca de la Ópera y la Bolsa de Comercio y se llamaba “BN” (Bibliothèque Nationale). Ahora le agregaron la “F” (de France) –al parecer, hacía falta- y está en Tolbiac, al este, al borde de la muralla invisible que divide el rigor más snob a París de “la banlieue”. Esta nueva ubicación le dio libertad de forma y expansión. La gente que la diseñó en los 80 habrá dicho “que sea al borde del río”, como una metáfora de eternidad, “que despliegue una explanada de miles de metros”, como un desafío de modernidad urbana, “que tenga la forma de un libro” y hasta eso lograron. Los cuatro edificios de 80 metros de altura son los vértices de una explanada rectangular de 60,000 m2 que se levanta a orillas del Sena. En el centro hay un jardín salvaje al que nadie puede entrar.

Para ingresar a las exclusivas salas de la planta baja que rodea al jardín, el primer paso es la depuración: en el vestiaire te obligan a dejar todas tus pertenencias mundanas y sólo salvar las indispensables en una caja de plástico que es transparente como las salas, el jardín y el café, cuyas paredes son de vidrio. Antes de pasar por el último molinete, tenés que empujar cuatro puertas enormes de metal y bajar dos tramos de una escalera mecánica infinita. A veces me parece que estoy haciendo la catábasis de Orfeo mientras atravieso los herméticos umbrales. Una vez adentro, con tu lugar y material reservados desde tu casa, distraerse implica un esfuerzo físico desalentador que le da tiempo a la culpa del ocio para juntar fuerzas y anular todo intento de huida a la página en blanco. El baño te queda a veinte minutos de alfombra y cuatro puertas de cortina musical de Maxwell Smart. El café otro tanto. Uno termina por aceptar un destino de varias horas bajo el cono del silencio.

Cada sala, una letra; cada letra, una disciplina. En la V dicen que siempre hay chicas lindas como ninfas. En la R los nerds te dejan trabajar: te contagian concentración pero si estás mal te desaniman porque son científicos y saben que nosotros sólo inventamos cosas con palabras. Yo prefiero la U. Hay sol, caras conocidas y están todos los libros de nuestras literaturas al alcance de la mano, aunque algunos todavía falten. Uno ve en la sala U todo tipo de hybris. Tesistas que ostentan una pila de libros que no van a leer. Computadoras abandonadas por horas con el único cable de Internet de la fila. Colegas latinoamericanos que respiran fuerte cuando escriben, como si estuvieran emocionados o confundiendo estímulos. Todos necesitamos un poco de intimidad cuando estamos estudiando. Por esto mucha gente U emigra clandestinamente a la S, al fondo, o cruzan la muralla –el jardín impenetrable- por sus costados y llegan después de un rato largo de alfombra roja hasta el otro lado, a la P, la O, la M, ahí donde se acumulan psicoanalistas frustrados o pretenciosos.

A veces, recorriendo la alfombra roja que comunica las salas, el Café du Temps y los baños, veo conejos del otro lado del vidrio, patas madres con su estela de patitos bebés, bandadas de pájaros que no saben que no están en la selva, pero los bichos más sorprendentes están sentados del lado de acá, en las salas, en las escalinatas de los pasillos o en el café, donde a la cinco de la tarde se asoma la fauna intelectual para espectáculo de los conejos selváticos. Mis preferidos son los franceses literarios cuya máxima gracia, además de sus atuendos cuidados como los de una película de Truffaut, reside en responder a toda pregunta por su negativa enfática. Cuando hablan entre ellos, se quejan -compitiendo solapadamente- sobre la cantidad de páginas que tiene una tesis u otra como si fueran, sin siquiera sospecharlo, yuppies neoyorquinos comparando cuentas bancarias en cantidad de caracteres. A los tesistas fieles de la BnF nos une el estigma de las cajas transparentes que se parece bastante al de caminar con una bandeja de plástico en comedores escolares, la competencia institucional, un condenado ingreso precario y la desesperación académica. Nos separan las delicadas castas tácitas que entretejen el gusto literario, la consciencia estética o su deliberada falta en las formas de vestir, el name-dropping y el name-manner.

No es lo mismo decir “béhène” (BN) que decir “béhèneffe” (BnF). Los behenianos, según me explicó un amigo beheneficiano al que le pregunté por la diferencia, son nostálgicos, viejos profesores que vivieron los años de Richelieu y ostentan la antigüedad como un accesorio de lujo o se la tiran encima para curtir un look retro. Para nuestra generación, me dijo y era cierto, lo más natural era ser beheneficiano dado que la sigla “BN” ha ya desaparecido de todo documento oficial, los empleados usan la f y el sitio de Internet es bnf.fr (fue entonces que señaló que él era adepto a este grupo). Pero existe una tercera categoría: el sub-30 de los behenianos. Auténticos snobs o simples imitadores de sus mayores, afectan una antigüedad imposible bajo el vil objetivo de crearse un crédito académico. “C’est très malin”, me dijo, cuesta muy poco y baña con una aureola de autenticidad a cualquiera que pronuncie esas iniciales en una conversación académica. Incluso entre viejos conocidos de la BnF la diferencia es útil para discriminar entre los iniciados, que tendrán probablemente una noble trayectoria, y los profanos, dijo mirando hacia el piso, que al decir BnF se están pegando un tiro en los pies.

Existe otra especie de beheneficianos, a la que le auspició un buen porvenir (él formaba parte de esta especie). Sin pertenecer a una cultura oral, son hombres de la palabra escrita que insisten en tipear “BnF” y no “BNF”, como lo hace el vulgar o, todavía peor, “BNf”, como haría el tilingo, creyendo imitar la NRf (Nouvelle Revue française). Esta hipercorrección podría asociarse al uso de “École des Hautes Études” (marca de pícaro connaisseur) por l’EHESS (mainstream), al de “Ulm” (la calle) por “ENS” (École Normale Superièure), cosa de dejar bien en claro que ellos, egresados de la sede del barrio latino, no forman parte de esos espantos salidos de Lyon, Fontenay o quién sabe dónde. Más grave aún existen quienes manejan a la perfección el uso diferenciado de “à la Sorbonne” y “en Sorbonne” (una cosa es efectivamente estudiar ahí y otra asistir a una conferencia en el edifico histórico). No quiso darme nombres. “C’est trop grave”, dijo solemne. Resumió que los behenianos son o viejos boludos o jóvenes ultrajantemente ambiciosos; los beheneficianos son o bien ingenuos y mal informados o bien viles y maleables.

Entrar a la BnF es un compromiso incómodo, es aceptar el ritual y la suspensión del tiempo ansioso del día a día, no como estudiar en la cancherísima biblioteca del Pompidou donde lo pop, el color, la comida, la tele, los clochards, los hipsters y el murmullo son un eslogan de libertad y conocimiento. En Beaubourg te sentís en Brooklyn, en la BnF estás definitivamente en Francia. Contra toda diferencia, al final del día, todos estamos en el mismo purgatorio peleando por llegar al Paraíso. Todo tesista pasa por sus crisis de fe. Una vez un italiano angustiado entró al café diciendo “no tengo tesis, mi tesis no existe”. Un colega francés le respondió, como quien expulsa el humo de un cigarrillo, “aucune thèse n’existe”.

 

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Imágenes: Victoria Liendo

LampardVictoria Lampard escribe sobre viajes y colabora como periodista en varias publicaciones estudiantiles. También trabaja como fotógrafa freelance. Estudia español y filosofía en la Universidad de Oxford.
victoria fotoVictoria Liendo es Licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires. En el 2007 fue a París por tres meses a estudiar francés. Todavía sigue ahí. Hizo un Master en Literatura y Teoría Literaria en la Universidad de París 8 donde escribe ahora su tesis doctoral sobre la construcción del Yo en Victoria Ocampo y Witold Gombrowicz. Habla español, inglés, francés e italiano. La cuarta lengua la envalentonó y creyó que el polaco iba a ser como el inglés, pero no está siendo el caso.


Publicado el 20 de julio de 2014 en BAR(2), Shelf Love.



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