Historia de amor

Egipto_Freire_05

Bernardo Carvalho
traducción de Rosario Hubert

1.

Antes de cumplir diez años, la madre ya lo obligaba a acompañarla al puerto para negociar el pescado que los hombres traían a la mañana. No por azar el chico terminó generando semejante aversión a los negocios y al comercio. La escena es siempre la misma. Madre e hijo van por la calle polvorienta que bordea el río, ambos visten galabiyas muy sencillas y alpargatas. Ella va de negro de la cabeza a los pies, y camina como si paseara sin rumbo un domingo de sol. Él es tan chiquito y está tan incómodo que, a pesar de la galabiya sucia, con el dobladillo suelto que arrastra por el camino de tierra, más bien parece vestido para una ocasión especial. La madre apoya el codo sobre la pilastra en lo alto de la balaustrada de uno de los lados de la escalera que va de la calle al río y espera, como quién no quiere nada, a los pescadores que en algún momento van a subir con sus bolsas de plástico. El chico mira a su alrededor, a la calle y a la ciudad. Evita cruzar la mirada con los turistas que bajan de los barcos, y que, por ser extranjeros, son los únicos testigos de su humillación. Los locales siquiera prestan atención al chico que no quiere estar ahí, al lado de su madre, y no tiene opción. Los hombres no se rebajan a hablar con una mujer sola y hay que traer comida a la casa. Mientras espera con la madre en lo alto de la escalera, sueña con el día en que descenderá por el río hasta El Cairo, como su hermano, para nunca más volver.

Tres hombres suben los escalones de piedra, conversando, como si no se hubiesen percatado de la mujer de negro en lo alto del talud, apoyada sobre una de las pilastras de la escalera. Cada uno tiene una bolsita de plástico en la mano. Ella los observa. Al llegar a lo alto de la escalera, uno de los pescadores se dirige hacia ella, deposita la bolsita a sus pies y se aparta sin dirigirle la palabra, sin siquiera dedicarle una mirada. Se junta de nuevo con los otros dos, que lo esperan del otro lado de la escalera, en la balaustrada opuesta, conversando de espaldas a la mujer, fingiendo ignorarla. La mujer abre la bolsa, examina los pescados en el interior y trata de decir algo, desde lejos. El hombre, conversando con los amigos del otro lado, se hace el que no oye. Es señal de que la oferta fue baja. Ella insiste, dice otra cosa, más alto, -que los pescados nos sirven, por ejemplo-, para justificar la oferta, y al final él se toma el trabajo de retrucar con un gesto desagradable. Amenaza con agarrar la bolsa e irse. Es siempre así. Ella no osa acercarse a los hombres, y aunque eso sea normal según las costumbres locales, el chico siente la humillación de estar del lado errado de la escalera, con la madre, y no con los hombres, por fuerza de las circunstancias. Es la mirada de los turistas extranjeros lo que lo humilla. No será así cuando crezca y se vaya a El Cairo.

Cuando la madre y el pescador llegan finalmente a un acuerdo, le toca entrar en escena. Ella le da la plata y lo empuja. Él se dirige contrariado hacia la balaustrada opuesta, donde están los hombres, y le entrega la plata al pescador. Espera el vuelto, que no es gratis. Pero antes, el pescador lo desdeña, pasándole la mano por la cabeza. La madre reacciona desde lejos, diciendo algo que hace que el pescador ponga cara de disgusto y le entregue por fin el vuelto. El chico regresa hacia la madre y a la casa, con la bolsa de pescado7 en la mano, mientras los hombres se alejan, contando la plata y riéndose.

La escena se repite con ligeras modificaciones hasta el día en que, a los quince años, su tío lo lleva a visitar a su hermano mayor, preso en El Cairo. Es la primera vez que va a la gran ciudad, cosa que lo tiene en éxtasis a pesar del motivo. En las visitas anteriores, el tío fue solo. En casa, nadie habla de la detención del hermano. La madre lloró durante dos años y después paró y nunca más tocó el tema. Con la muerte del padre, el tío asumió las decisiones del hombre de la casa. Es dueño de un pequeño local de telas y los ayuda desde que el sobrino mayor fue arrestado en El Cairo y dejó de mandar plata. Ahora que el menor cumplió quince, llegó la hora de visitar al hermano.

La prisión lo impresiona. No se corresponde con la imagen que tenía de la gran ciudad. De alguna manera, la cárcel es mucho peor que una casa nubia, de barro, en los márgenes del desierto. El hermano está enfermo, tiene hematomas y cortes por todo el cuerpo. Los guardas le dicen al tío que las heridas son producto de una pelea entre los presos, hace un mes, en la que el sobrino mayor tuvo suerte, se salvó por poco. Hablan de la muerte, pero el chico no entiende lo que quieren decir, mientras que el hermano continúa preso. No entiende en qué sentido eso tiene que ver con la muerte. El hermano mayor no dice nada, pero, mientras los guardas se distraen, le pide al tío que lleve al hermano menor a la casa de alguien y le da una dirección. Habla bajo, en secreto, de modo que el chico no oye nada.

Cuando salen de la cárcel, el tío lo lleva hasta un enmarañado de calles en el centro de la ciudad y le pide que no se mueva que ahí, que lo espere, que no mueva los pies, en medio del caos de vendedores y del comercio que tanto lo horroriza, y que evite las tentaciones. Dice que no va a tardar. Tiene un encuentro ahí cerca. No dice de qué encuentro se trata ni dónde. Quiere ver antes el lugar y las personas a quienes tiene que entregar el sobrino para cumplir el designio del hermano mayor.

Mientas espera, el chico escucha una música que sale de un edificio y se olvida de las instrucciones del tío. Se acerca, curioso, y percibe un movimiento extraño en el interior de un edificio antiguo con ventanas mozárabes. Entra. En el patio interno, un grupo de hombres de blanco gira sin parar al son de una música hipnotizante. No entiende que es lo que están haciendo, pero tampoco necesita entender. Cinco hombres giran sin parar, en una cadencia frenética, que va aumentando a medida que los cuatro músicos escondidos a la sombra también se inflaman con sus instrumentos, a un ritmo que evoluciona hacia una explosión que nunca llega. El chico se queda con los ojos fijos en el círculo de hombres, al son de la música hipnotizante. Quiere girar también, pero no logra mover los pies. No sabe definir exactamente qué es ese sentimiento, son más que ganas, es una cosa que no podrá dejar de hacer tarde o temprano. Tendrá que girar, como esos hombres, hasta caer. Ellos giran, en círculo y en torno de sus propios ejes, como los planetas, acercándose a un estado que, aunque no conozca, puede imaginar como si ya lo hubiese experimentado, un estado que estuvo siempre dentro suyo a la espera de un modo de expresarse. De repente, la cadencia comienza a enfriarse y los hombres van parando de girar. En ese instante, de la nada, uno de ellos toma de la mano al que tiene al lado y lo besa en la boca, mientras que los otros, aunque un poco más lento que antes, continúan girando sobre sus propios ejes, indiferentes a lo que ocurre a su alrededor. Tienen los ojos cerrados, pero el chico mantiene los suyos bien abiertos. Todo pasa tan rápido que no sabe qué es lo que vio y qué es lo que imaginó cuando los dos hombres se separan y como si no hubiera pasado nada, retoman el movimiento, continúan girando lentamente al lado de los otros, con los ojos cerrados. El chico sigue paralizado cuando la mano del tío lo arranca de ese estado letárgico de un tirón violento en el hombro. Le pregunta qué está haciendo ahí, que por qué no se quedó esperando donde habían arreglado. El chico no sabe qué responder, podría decir simplemente que escuchó la música y quiso ver qué de qué iba la cosa -que sería lo más simple y verdadero-, pero todo lo avergüenza, como si lo hubieran descubierto in fraganti por un crimen que no llegó a cometer. No sabe bien por qué se está muriendo de vergüenza, mientras el tío le grita y lo saca de ahí a la fuerza, y un grupo de turistas extranjeros lo observa con la misma mirada que cuando iba al puerto a negociar el pescado con la madre.

2.

Cuando cumplió quince años, le regalaron una antología de poemas de Kavafis y nunca más dejó de soñar con el mar, con los hombres y con el Oriente. Quería ver los “bellos cuerpos de muertos que nunca envejecerán”. El mismo libro que el padre le arrancó de las manos el día en que le dijo que todavía no se había decidido entre historia o arqueología (pero indudablemente no seguiría la carrera familiar, no sería médico como su padre, como los hermanos, como los tíos y como los primos), el mismo libro que el padre lanzó contra la pared, meses más tarde, cuando atravesaba dificultades financieras, gritando que lo único que faltaba es que el hijo fuera maricón.

Cuando cumplió dieciocho, la madre le regaló un viaje a Alejandría, para conocer los lugares donde había vivido y amado el hombre que, sin ningún evento exterior, sufrió cataclismos interiores, en silencio, solo, y los expresó en un manojo de poemas extraordinarios: “no encontrarás tierras nuevas, tampoco un nuevo mar. La ciudad ha de seguirte”. Aún así, quería conocer la ciudad donde el poeta había vivido y amado, al igual que el vivía y amaba Río de Janeiro, a millones de kilómetros, bajo otras estrellas, frente a otro mar. Caminaba por la noche de Río, imaginando a Kavafis, en Alejandría, en busca de jóvenes, pero siempre que los encontraba, y apenas se ponía a hablarles del poeta y a recitarles los primeros versos, enseguida lo dejaban solo con sus poemas. Sólo le quedaba yirar, girar solo, por la calle y al son de la música hipnotizante de los pequeños infiernos. La ciudad podía seguirlo donde quiera que fuese, pero él tenía la esperanza de que por lo menos en tierras nuevas y en un nuevo mar, lograría encontrar a alguien que se sintiera seducido por los poemas.

3.

Desde el día que el tío lo llevó a El Cairo, nunca más volvió a su casa, nunca más volvió a ver a su madre ni a los peces. Cumpliendo el designio del hermano mayor, el tío lo dejó en la casa de aquellos que, a falta de un padre, deberían ocuparse de su educación. Y durante todos esos años en que estudió la palabra del profeta, buscó, en secreto y en vano, por las calles, pasajes y callejones, a los hombres de blanco, girando al son de la música hipnotizante, que había oído al llegar a la ciudad. Hubiera bastado preguntar a alguien por la calle. Pero nunca se atrevió. Tenía miedo que de alguna manera Dios lo oyese y que su interés por los hombres que giraban acabase llegando a los oídos de su hermano mayor, en la cárcel. Solo una vez, traicionado por la soledad, le confesó a un colega de estudios las ganas que tenía de volver a verlos, y el asunto, tal como había imaginado, fue a dar a la cárcel. La semana siguiente, durante las horas de visita, el hermano mayor le clavó una mirada de fuego, le habló de las tentaciones y de los extranjeros impíos, y lo exhortó a seguir rezando.

Así fue. Rezó sin parar, durante años, hasta entrar en ese hotel, a las 17hs de una tarde de domingo, y pasar por el detector de metales con una valija vacía. Siguiendo las instrucciones, cruzó el lobby sencillo, con alfombras sucias en el suelo y humedades en las paredes, y se dirigió a la recepción, donde pidió un cuarto con vista a la plaza. Era el código. El recepcionista le ofreció un cuarto en el primer piso, un truco en caso de que alguien lo oyera, para después poder testificar, cándidamente, a favor de la inocencia del recepcionista. Respondió que tenía problemas para dormir con el ruido. El recepcionista entonces le ofreció un cuarto al fondo, que también rechazó. Quería un cuarto en el frente, en algún piso más alto. Al consultar la planilla, el recepcionista descubrió un cuarto disponible en el cuarto piso – ¡mire que suerte!- y le pidió un documento al huésped, quien le entregó, como era de esperar, un pasaporte falso.

A las 17:20hs, abrió la puerta del cuarto oscuro, con unos guantes de látex finitos, para no dejar rastros, y rezó otra vez. Las cortinas estaban cerradas. Las abrió y el sol de fin de tarde lo iluminó. Era un hombre de dieciocho años, con la vida por delante. Volvió hacia la valija vacía que había dejado sobre la cama, tal como podría haber hecho un huésped de verdad, examinó el cuarto con los ojos, fue hacia el ropero y lo abrió. La bolsa de plástico estaba ahí adentro, en el fondo de una estantería, como habían arreglado. Era una bolsa translúcida y verdosa, como la que los pescadores dejaban a los pies de su madre, siempre con los peores pescados, bajo la mirada de los turistas extranjeros que llegaban en los barcos.

A las 18:30hs, un chico extranjero con una mochila al hombro llegó a la plaza y buscó un lugar entre las mesas de afuera del café repleto de turistas, en la vereda abajo del hotel barato. Tenía dieciocho años y la vida por delante. Al día siguiente, realizaría su sueño: conocer Alejandría, la ciudad del poeta. Se sentó, pidió una Coca-Cola y sacó un libro usado de la mochila. Lo abrió en la página marcada y después de mirar la plaza y el cielo del crepúsculo leyó para adentro el primer verso de un poema que sabía de memoria: “¿Qué esperamos en el ágora reunidos?”, como si lo leyese por primera vez.

A las 18:40hs, el chico de la valija vacía volvió al cuarto en el quinto piso después de una breve ausencia. Había ido a certificar que la puerta de servicio que daba a la terraza estuviera efectivamente abierta y que, como le habían dicho, tenía acceso a los edificios vecinos, su camino de huida. Cerró las cortinas y buscó la bolsa de plástico en el fondo del ropero. Abrió el paquete malhecho, adentro de la bolsa de plástico. Observó, en la penumbra del cuarto, el objeto sobre la colcha desacomodada, naranja, que cubría la cama. Rezó. Durante algunos segundos, no se movió, no hizo nada, al igual que, años antes, se había quedado inmóvil delante de los hombres de blanco que giraban sin parar.

            Ahí abajo, el chico extranjero se puso a leer el primer verso de otro poema que también sabía de memoria: “Desde las diez y media, esperó en el café”. Cinco pisos más arriba, el chico terminó de rezar y se lanzó sobre el artefacto. Y se quedó así por algunos segundos, antes de tocarlo. No podía fallar. No tendría una segunda oportunidad. Cualquier error podía ser fatal. Estaba haciendo lo que correspondía, repetía en silencio, como para convencerse. Rezó de nuevo, pero en vez de vírgenes en el paraíso, esta vez vio a los hombres de blanco, girando, siempre girando. Manipuló el objeto como le habían enseñado. A las 19hs, lo tomó entre las manos, con cuidado, se acercó a la ventana y, por entre las cortinas, lo dejó caer sobre las mesas del café, cinco pisos más abajo, donde se reunían los turistas extranjeros al final de la tarde y donde un chico, terminando su Coca-Cola, con un libro abierto, terminaba otro poema que también sabía de memoria.

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Egipto_Freire_04

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Imágenes: Sebastián Freire

CarvalhoBernardo Carvalho es un escritor y cronista brasilero. Editó la colección de ensayos Folhetim y trabajó en París y Nueva York como corresponsal para Folha de Sao Paulo. Antes de dedicarse por completo a la literatura tradujo a Oliver Sacks y a Bruce Chatwin al portugués. Su novela Mongolia recibió el primeio 2003 de la Asociación Paulista de Críticos de Arte. Compartió el premio Portugal Telecom junto a Dalton Trevisan por su novela Nueve noches. Es el autor de nueve novelas y dos libros de cuentos.
HubertRosario Hubert está haciendo su doctorado en Lenguas Románicas en la Universidad de Harvard, donde enseña portugués y estudios literarios. En su tesis “Disorientations” estudia las representaciones de China y Japón en la cultura latinoamericana y explora intersecciones entre relatos de viajes, teorías de exotismo y literatura mundial. Tradujo a Daniel Galera y Clarice Lispector, planea traducir a Paulo Scott y André Sant'Anna, le gustaría traducir a Bernardo Carvalho y Zadie Smith y desea empezar a planear alguna traducción de Lu Xun.


Publicado el 10 de julio de 2014 en Ficción.



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