Zanzíbar: un fragmento
Thibault de Montaigu
traducción de Micaela Agostini
Algunos, sin dudas, estimarán que a esta obra le falta rigor y que no se puede redactar una investigación criminal de manera decente quedándose en casa mientras se toma Coca Light y se observa la lluvia caer sobre el paisaje. Resulta que siempre he operado así, prefiriendo borrarme en beneficio de aquellos para quienes escribo un libro. Me basta y sobra con el teléfono, y sólo me aventuro fuera de casa para entrevistar a los protagonistas principales de mis historias. Ahora bien, en este caso particular, ni siquiera existen. Klein y Vanconcelos están muertos desde hace ya bastante tiempo y no tengo otra opción que basarme en la espesa documentación que me ha sido dada sobre este tema. Se me objetará que dicha documentación no ha sido reunida por mis propios medios y que por ende no puedo considerarla absolutamente fiable. Responderé simplemente que mi trabajo no es el de un periodista y que mi única preocupación es responder al pedido de mi editor. El texto en sí mismo no me pertenece.
Ciertos hechos, en cambio, son indiscutibles: Klein y Vasconcelos comenzaron su carrera de falsos reporteros luego de su agitada partida del Gran Hotel Europa. Una mutación profesional bastante sorprendente, que se comprobó por demás provechosa a juzgarla por el ascenso repentino de sus niveles de vida. Rápidamente, los dos hombres concatenaron viajes por el mundo entero mientras que el saldo de sus cuentas bancarias permanecía inexplicablemente constante: + 89,07 euros para Klein y – 11.850,66 euros para Vasconcelos, antes de que sus cuentas fueran cerradas definitivamente por las autoridades competentes.
Sus nombres bastaban para hacerse invitar a cualquier parte. Un mail o una llamada telefónica y el asunto estaba acabado. Por entonces, nadie pensaba en hacerse preguntas. Claro está que Klein y Vasconcelos eran vistos dentro del ámbito profesional como buenos chicos. Un poco excéntricos quizás, salvajes sin dudas, pero buenos chicos de quienes nunca hubiera podido imaginarse que un día se convertirían en truhanes frustrados o gángsters de poca monta, y mucho menos, que sus fotos aparecerían en el noticiero del mediodía de I-Télé entre un informe sobre Palestina y una actualización de los resultados del Tour de France.
Al principio, los dos cómplices se contentaron con parasitar viajes de prensa grupales: la oficina de turismo de Santa Lucía, la fashion week de Túnez, la regata de San Bartolomé, la cooperativa del jamón de Parma, el premio literario de la Mamounia, el hotel Baros en las Maldivas, el Fiat 500 de Gucci en Florencia… Las invitaciones no eran lo que faltaba. Todos los días recibían nuevas propuestas. El único imperativo: dar el nombre de la revista que supuestamente representaban. El único problema de Klein y Vasconcelos era elegir. Podían decir que trabajaban con este o aquel diario en el que colaboraban de costumbre, innovar evocando una posible publicación en el extranjero, e incluso llegar inventar un nombre de revista que nadie conocería y de cuya existencia nadie nunca se atrevería a dudar por miedo a pasar por idiota. Peor aún: ciertas agregadas de prensa se alegrarían de saber que la cubertura mediática de su evento sería más amplia, mientras que otras, pagadas por hoja publicada, verían la posibilidad de aumentar su sueldo, logrando por fin meter reportajes kilométricos en publicaciones más pequeñas; algo que las más grandes, por escasez de espacio, no podían garantizar.
Es así que en los meses que se siguieron, Klein y Vasconcelos contribuyeron activamente en revistas tan variadas como: Paris-Match, Elle, L’Optimum, Le Figaro Madame, pero también para publicaciones totalmente desconocidas como Horizontes lejanos, El Turista profesional e incluso aún Revista Mar, Sexo y Sol, sin que pueda encontrarse rastro alguno de dichas colaboraciones. Algunos ensayistas, como el servio Zivonjink, han hablado sobre los autores sin obra, o mejor dicho sobre la obra en espera del autor, sosteniendo que el corpus artístico de Klein y Vasconcelos, compuesto en su mayoría por reportajes prometidos, artículos imaginados o fotografías a tomar, es uno de los más importantes del siglo XXI. Alain Bernard por su parte se manifestó violentamente contra esta opinión en un reportaje en la radio: ¡Es una idea totalmente ridícula! Zivonjinc no hace más que apropiarse de esa vieja estafa inventada por el arte conceptual según la cual la intención haría a la obra. Pero en el fondo eso no quiere decir absolutamente nada. Es sólo una excusa para los perezosos y los incapaces que confunden sus sueños con la realidad. ¡La verdad es que los jóvenes de hoy no quieren hacer nada! ¡Son unos flojos! ¡Unos buenos para nada!
Desgraciadamente, Klein y Vasconcelos, no pudieron nunca dar sus opiniones al respecto, ya que al momento de la entrevista uno de ellos se encontraba sobre la mesita del living de su madre en una hermosa urna fúnebre de porcelana incrustada, y el otro yacía a un metro cincuenta bajo tierra en una tumba del cementerio cristiano de Zanzíbar teniendo como única compañía a un grupo de monos de cresta roja, que habían venido de la selva vecina a comerse las flores que crecían contra las cruces y a fornicar sobre las sepulturas. ¿Tenían consciencia, Klein y Vasconcelos, de la importancia estética de sus actos? ¿Tuvieron alguna vez el propósito de iniciar un movimiento artístico o de realizar una performance a largo plazo? Estas son algunas de las tantas preguntas que nunca podremos responder.
Klein y Vasconcelos dejaron pronto de sumarse a los viajes de prensa grupales, comenzando a seleccionar sus destinaciones y a organizar sus propios itinerarios discutiendo de antemano con las oficinas de prensa de los diferentes lugares. Incluso si este trabajo les exigía mayores esfuerzos, ya que debían convencer a sus interlocutores — compañías aéreas, hoteles, operadores turísticos, oficinas de turismo —,su notoriedad les permitió llevar a cabo su misión con éxito, y rápidamente comenzaron a recorrer el planeta sin tener ya que aguantarse a las famosas agregadas de prensa que los trataban como a niños, ni a los otros periodistas, parásitos auténticos en la mayoría de los casos, capaces de disertar durante horas sobre sus problemas de sindicato o sobre sus últimas gastroenteritis en medio de un arrecife perdido en pleno mar de Célebes.
Sabemos hoy que esta decisión proviene de Vasconcelos, cuyo carácter antisocial no se adaptaba mucho a los viajes en grupo. Si Klein, de naturaleza más bien curiosa y cordial, se relacionaba con los otros participantes — como fue el caso con la tal Anne S. en Venecia —, Vasconcelos los ignoraba lisa y llanamente. Evitaba sentarse junto a ellos en el autobús, y permanecía ostensiblemente callado en la mesa, refugiándose detrás de sus Ray Ban Aviator, los cuales, según él, lo hacían parecerse a Pablo Escobar o a cualquier otro gángster latino patibulario a quien la plebe no osa dirigirse. Desgraciadamente, siempre había alguno que le preguntaba su opinión o le hacía un comentario con ese horripilante tono de camaradería que exigen los grupos de colegas. Vasconcelos respondía con bromas que nadie comprendía, elucubraba alegatos espantosos a favor de la herencia de Franco o se mostraba a favor de reducir la edad legal de la mayoría sexual a los doce años, lo que escandalizaba a su audienca y lo inmunizaba contra tentativas futuras de acercamiento. Durante las excursiones, lo mismo. Vasconcelos se mantenía alejado del resto, prefiriendo el silencio de un libro o un paisaje al concierto de tautologías histórico-turísticas al que se brindaban felizmente sus compañeros. Al final del viaje, cuando todos esperaban sus valijas en el aeropuerto, Vasconcelos era el único a quien nadie pedía su número de teléfono.
¿Es ésta la razón por la cual a la gente le cuesta tanto hablar de él cuando se los entrevista? Solitario, altanero, perturbador son los términos que más comúnmente aparecen en los testimonios de los que dispongo. Original, tenebroso, seductor aparecen también citados, generalmente por mujeres jóvenes. Algunos hombres han llegado a calificarlo de chiflado, loco o auténtico cabrón, pero son casos aislados. Casos que iban a desaparecer a partir del momento en que Klein y Vasconcelos se pusieran a funcionar exclusivamente como dúo, elaborando sus propios viajes a medida.
Esta alergia a los otros es uno de los rasgos más distintivos del carácter de Vasconcelos. No se limitaba, como un simple misántropo, a manifestar su animosidad, sino que prefería, y de lejos, suprimirse mentalmente, es decir convencerse de que no estaba allí con ellos, si no más bien en otro lugar, en camino, por ejemplo, a su próximo destino, o perdido en los meandros de su futura obra maestra, ¿quién sabe? Lo esencial era anular su presencia. Abolir su ser del mundo. No solamente daba la impresión de estar ausente, sino que después de un cierto tiempo parecía desaparecer físicamente, creando una especie de agujero negro en el paisaje mental de sus vecinos más cercanos. De esta manera, la gente terminaba por olvidarlo a pesar de la atracción paradojal que continuaba ejerciendo esta potencia invisible a la cual se atribuía, como en las leyendas, un halo de misterio y de terror.
Los pocos que han logrado penetrar en su intimidad, como Klein o Alban Verhaeghe, sucumbieron a su encanto, llegando a experimentar una fascinación amorosa hacia Vasconcelos. ¿Pero qué era lo que lo hacía único? ¿Era verdaderamente un genio incomprendido, como algunos han dicho después de su muerte? ¿O su arrogancia silenciosa no era más que una mera forma de escamotear la vacuidad de su existencia? ¿Un artificio para esconder el temor que tenía de vivir su propia vida y correr el riesgo a ser uno entre los otros, invadido por vanidades y deseos infundados?
Alban Verhaeghe, en su documental Looking for Vasconcelos, aborda esta fase oscura del personaje. Una de las escenas, que volví a ver ayer a la noche, lo resume perfectamente. Verhaeghe cuenta que Vasconcelos tenía el hábito, cuando era estudiante en el Centro de formación periodística, de quedarse solo en la clase durante los recreos, mientras sus condiscípulos se desparramaban ruidosamente por los pasillos o alrededor de la máquina de café. En esta corta secuencia, se ve a la cámara avanzar por un corredor desierto. Hay un ruido de fondo, risas y voces de estudiantes que parecen venir del más allá. Éstas disminuyen a medida que la cámara se acerca al aula, y luego se callan por completo en el momento en que el director empuja la puerta y descubre el interior del recinto: pizarrón blanco repleto de anotaciones, pilas de hojas cubriendo la mesa de conferencia, sillas amontonadas como muñecas rusas en el fondo y una silueta de espalda que, adivinamos, es la de Vasconcelos. En medio de este silencio, la voz de Verhaeghe se oye nuevamente y retoma el hilo de la narración: me viene a la memoria esa tarde de noviembre cuando de casualidad me di vuelta en la clase y sorprendí a Vasconcelos, solo como de costumbre, perdido en sus pensamientos. ¿En qué soñaba mientras estaba encerrado ahí? ¿pensaba en los libros que habría querido escribir? ¿se acordaba de escenas de su pasado?¿de lugares? ¿de paisajes? ¿de otros lugares o salas, donde niño, le gustaba soñar despierto lejos del tumulto del mundo? Pero Vasconcelos, ese día no estaba sumergido en sus fantasías como yo lo imaginaba. No. Su atención estaba absorbida por una hoja cuadriculada, cuyo contenido copiaba furiosamente. Reconocí rápidamente la escritura de D., uno de los mejores alumnos de nuestra promoción, a quien el profesor de escritura, Hédi Kaddour, elogiaba el estilo y la inventiva. ¿Qué estaba haciendo Vasconcelos? ¿Deseaba robar el texto de D.? ¿Se estaba inspirando para su propio libro? ¿Y cómo explicar el hecho que se encontraba encorvado sobre esa hoja cuando detestaba abiertamente a D. y lo atacaba sistemáticamente en la clase de Hédi Kaddour? Nunca lo supe. Choqué una silla y Vasconcelos se dio la vuelta, violeta de emoción, como si lo hubiese sorprendido masturbándose o cometiendo una cosa infame. Pero rápidamente recobró la sangre fría y me preguntó, como a un doméstico, qué hacía ahí. Ahora que vuelvo a penetrar aquí, años después de aquel episodio, sé que su secreto se ha esfumado para siempre. Sé que nunca jamás volveré a ver a Vasconcelos. Aunque haya intentado imaginarlo encorvado sobre esa hoja, la sangre coloreando su rostro, mientras en los pasillos resuena el rumor de nuestras conversaciones, aunque haya intentado imaginármelo temblando sobre su silla como un niño ingenuo y atemorizado que tiene miedo de ser descubierto, no lo logro. La ilusión ha desaparecido. Como si Vasconcelos hubiese muerto por segunda vez.
Esta escena me parece encerrar unas de las claves del personaje de Vasconcelos. Como si existiera en él un ser público — burlón, despreciativo, seguro de él mismo — y otro íntimo, devorado por la angustia de ser reconocido y pasar a la posterioridad. Poco satisfecho de su persona, se siente obligado a reescribir el mundo dándose el rol que siempre quiso tener. El de un hombre al que no se puede alcanzar porque es superior a los demás. Pero esa supuesta fachada de superioridad no debía resistir mucho más tiempo a los asaltos de la realidad, y Vasconcelos prefirió inventar una fábula en lugar de renunciar a los placeres infantiles del goce narcisista. Y es así que creó un mundo con acuerdo a sus deseos, en lugar de doblegarlos a la realidad del mundo.
¿Y entonces, Klein? ¿Sufría él también del mismo mal, o había seguido a Vasconcelos por debilidad? Si había sido influenciado por su secuaz –como la madre del primero, en una entrevista al Daily News de Zanzibar, acusaba al segundo, entre otras cosas, de haber hechizado a su hijo, aprovechándose de su bondad y de su fragilidad para arrastrarlo en esta historia-, por qué Klein parecía pasarla tan bien. Lejos estaba de ser una marioneta cuyos hilos Vasconcelos manipulaba para divertirse. Tenía, recordémoslo, cerca de cuarenta años al momento de los hechos y no podía ignorar en lo que se estaba metiendo. El interés que ponía en seducir a las agregadas de prensa y el entusiasmo que manifestaba una vez llegado al lugar, haciéndose amigo del personal del hotel, o mostrándose apasionado por la historia del país, probarían que Klein encontraba cierto placer. En cuanto a Vasconcelos, incluso si se imponía por su carisma, no poseía tampoco la notoriedad de un gurú o de un capo mafia, a pesar de los esfuerzos en la vestimenta que hacía para parecerse a uno. Lo más probable es que los dos se hayan entregando al juego sin darse cuenta, y cuando sus caras aparecieron por primera vez en el noticiero del mediodía de I-Télé, ya era demasiado tarde para volver atrás.
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Imagen: Walter Andrade, de la serie “La ruina de los otros” (página de revista borrada a mano)
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