La guerra de los cosméticos
Dany Salvatierra
Blanca comenzó a desabotonarse el vestido solo cuando estuvo segura de no ser espiada por la retahíla de señoras que se arremolinaban, horrorizadas, frente al vestíbulo de los probadores de la tienda. Las curiosas formaban una cola interminable, como una locomotora de faldas de poliéster y zapatos de tacón plano, indispensables para sobrellevar el agobio de la espera. Todas cargaban el guiñapo de prendas que esperaban destripar con sus cuerpos voluminosos, a diferencia de Blanca, quien jamás había querido ponerse aquel vestido negro de plañidera. Se lo había acomodado en el cuerpo con los ojos cerrados, imaginando por una milésima de segundo que estaba completamente sola. En parte porque la aterraba mirarse al espejo, y también porque sabía que ella, a su izquierda, no tardaría en protestar. Afuera, su madre aguardaba atenta, de pie, con las manos enlazadas al bolso, sin atreverse a apurarla.
En el interior del probador, para su desgracia, la voz de siempre le susurró en la oreja. Fue un balbuceo imaginario, difuso, con una entonación que disimulaba muy bien su osadía. Tal como lo había previsto, la voz comenzó a protestar por el neón verde de la blusa que Blanca aún sujetaba entre sus nudillos, la prenda que esta vez había escogido por propia voluntad, y que dilapidaba la tenebrosidad de los vestidos de aquelarre con los que ella la forzaba a vestirse. Antes de salir para el centro comercial, sin embargo, la madre había accedido por única vez a los reclamos de la angustia adolescente, y también porque ese día Blanca cumplía catorce años. Para sorpresa de todo el mundo, ella, la voz que cargaba sobre sus espaldas, no opuso objeción alguna, e incluso había guardado silencio durante el trayecto, mientras la madre conducía la camioneta lo suficientemente espaciosa como para transportar a Blanca sin mayores obstáculos. Al llegar, habían aparcado el automóvil en el estacionamiento para discapacitados. No porque les hiciera falta, sino porque los nervios de la madre se aliviaban cuando nadie las veía.
*
Apenas terminó Blanca de extraerse el vestido negro, lo dejó caer en la alfombra del vestidor, desbordada de perchas, inmóviles como insectos de plástico transparente. Aprovechó el mismo impulso para desembarrarse los labios de la pintura gris que los cubría desde los once años. La madre había decidido que el maquillaje precoz era inofensivo, sobre todo si se pasaban el día encerradas en la casa, bajo amenaza de no acercarse siquiera a las cortinas. Ya habían ocasionado más de un accidente en el barrio. Algunos chiquillos de los alrededores se caían de sus bicicletas y monopatines cada vez que tenían la desdicha de ver a Blanca en la ventana y se descalabraban, fracturándose costillas, clavículas y peronés tras perder el control de sus aparatos. Otros, de la impresión, soltaban sus teléfonos móviles haciéndolos trizas contra el asfalto, y se retiraban corriendo entre los sollozos motivados por las excusas que sus madres nunca comprenderían. Precisamente, un comité de madres de familia se había presentado en la casa hacía un par de meses, para hacerles llegar una comunicación avalada por un centenar de firmas y supervisada por el párroco. La madre se quedó atónita, leyendo y releyendo la misiva que conminaba a Blanca a resguardarse de la vista de los transeúntes, bajo amenaza de una audiencia municipal y de elevar las protestas hasta el mismísimo Obispo.
Fue así que, sorteando a la desdicha de no poder ver el cielo, en esa ocasión Blanca había aceptado el estuche de sombras nacaradas que la madre le extendió con una compasión más que auténtica. Pero su voluntad había sido derribada cuando ella se apresuró en manifestarle que los colores le daban náuseas. Nuestro futuro es negro, dijo ella, y negras habremos de quedarnos. Pero la imposición del negro no se limitó a zanjar sus conflictos por los cosméticos. Se propagó como una epidemia con dirección al guardarropa, y las prendas del armario de Blanca fueron tiñéndose del mismo color. La madre actuó de intermediaria y dispuso de mala gana: un día ella, y un día tú. De modo que a ella le tocaron los lunes, miércoles y viernes, principalmente, que era el día más importante desde que las nuevas generaciones desestimasen al sábado como un nuevo domingo. Blanca se contentó con los martes, jueves, sábados, y los domingos por la mañana. Por tener la semana un número de días impares, terminaron dividiéndose las horas del domingo, y a ella, por supuesto, le tocó por la tarde. Lo del maquillaje, sin embargo, era otro cantar.
*
Aún reflejada en el espejo del probador, ella volvió a dominar la batalla con mínimo esfuerzo. El brazo izquierdo era la extremidad más rápida de su anatomía desde que vino al mundo y, como de costumbre, obligó a Blanca a embadurnarse la cara con una torta blancuzca, rematándola con delineador negro, dejándola peor que una sacerdotisa de secta satánica.
Al ver los reflejos tornasolados del neón del vestido nuevo, la mano de Blanca se deslizó, trémula, hacia el bolsito, y extrajo un trozo de papel higiénico con el que procedió a refregarse el rostro.
–¿Qué haces? ¡Te he dicho que no te quites el maquillaje! –dijo ella con espanto.
–Es mi cumpleaños –respondió Blanca.
Enseguida, abrió el finísimo estuche de sombras turquesas con espejito incorporado que había robado del mostrador, porque hasta las vendedoras de perfumes le habían dado la espalda pretendiendo ignorarla, aunque muertas de miedo, eso sí. Luego se aplicó las sombras sobre el párpado izquierdo, con pericia, como había visto hacerlo a una ex actriz de telenovelas en un infomercial de madrugada.
–¡Pero si también es mi cumpleaños! –protestó ella.
–Este año me toca a mí.
Blanca cogió el vestido de neón con la mano derecha y se lo ajustó como pudo, haciendo caso omiso a las protestas de la voz compañera. La tela resplandeció majestuosamente delante de las bombillas que rodeaban el espejo del probador. Volvió a cerrar los ojos. Si se concentraba lo suficiente, era como si ella no estuviese a su izquierda. Así, sin quererlo, había acabado por poner en práctica los ejercicios de concentración recomendados por el psicoanalista que visitaba la casa desde que tenía uso de razón.
Blanca observó su rostro a medio maquillar. Le faltaba pintarse el otro ojo y mucho más, porque en su caso debía trabajar el doble para reclamar la potestad del maquillaje. Respiró hondamente al pensar que había conquistado por fin la victoria del color sobre la monocromía bajo la cual ella la relegaba a ocultarse, trasluciéndose con el asfalto de las calles, con las paredes de las casas, con los muebles de la sala de estar.
De pronto lo sintió. Una lengua viscosa, invencible, recorrió el costado izquierdo de su cuello, de arriba a abajo, con violencia, humedeciéndole la piel de saliva. Se le puso la carne de gallina. Ella comenzaba a morderle la clavícula, y fue extendiéndose por su nuca hasta que finalmente penetró el orificio de su oreja, como el miembro viril de un amante impaciente. Blanca volvió a advertir el aguijonazo de la carne, recién descubierto hacía pocos días. Había ocurrido en la ducha, por obra y gracia del frasco alargado del champú con el que ella la atacó entre las piernas, sin pedirle permiso.
Tuvo que abandonarse a la ofensiva, porque fue entonces cuando empezó a disfrutar de las arremetidas de la lengua en su oreja. A pesar de que sintió el sabor ácido de la cera del oído en el paladar, su sexo se hinchó. Una mano que surgió súbitamente a su izquierda arrancó de raíz los botones de la blusa de neón recién estrenada. Los dedos se introdujeron entre los pliegues endurecidos de su entrepierna, acariciándole el seno derecho, gelatinoso, que se irguió a plenitud como una criatura marina al acecho de una presa.
Blanca echó la cabeza hacia atrás y se mordió el dorso de la mano. Ni siquiera los reproches que llegaban desde fuera del probador, la algarabía de las señoras con las pantorrillas hinchadas de tanta espera, consiguieron interrumpir sus ahogos de ansiedad. De repente no fue solo una lengua, sino también unos dientes los que aprisionaron su pezón derecho, el último bastión de la cruzada. El sudor le empapó la espalda entera, extinguiendo para siempre los colores de la blusa verde que jamás llegaría a lucir fuera del centro comercial. Ella, victoriosa, abandonó el ataque y le farfulló al oído, dando el conflicto por terminado:
–Puedes vestirte como te de la gana, por ser la del cumpleaños. Pero del maquillaje me encargo yo.
La repentina libertad de elegir los colores de su guardarropa, al menos por ese día, fue un soplo de buena fortuna al fondo de su ánimo. Lo que más la aterraba de la guerra de los cosméticos era tener que pintarse la mitad de la cara, como un antihéroe de historieta, por el resto de su vida. Se estremecía imaginando la expresión que pondría la madre cuando, algunos años después, las enviara a que la costurera les confeccionase prendas de colores opuestos, partidas por el medio, ya de por sí una impresión tremenda para la pobre mujer, acostumbrada a coserles el vestuario enrevesado que su extraño cuerpo requería.
No obstante algo podría hacerse. La regla le había venido recién el año pasado, dejando rastros de un caramelo espeso en el pantalón del pijama, porque a ella no le gustaba usar ropa interior. Además, le había dado por sospechar que ella tampoco compartía su gusto por el mismo tipo de muchachos. A ella solían llamarle la atención los chicos pálidos, ultradelgados, de aire trágico y vampiresco. En cambio, jamás había manifestado interés alguno por los galanes de las telenovelas, ni por los intelectuales de pelo largo e ideas reaccionarias que se sentaban en las bancas a leer libros de cubierta roja, ni por la pandilla de esmirriados con gorras al revés y ropa extralarge que se deslizaban hasta la plaza en patineta. Suponía que una bomba nuclear estallaría cuando alguno de ellos u otro mozo despreocupado se acercase a invitarla a salir, porque al fin y al cabo en algo había que soñar, y hasta en sus sueños ella se opondría hasta el último minuto. Contuvo las lágrimas y se repitió a sí misma que dejaría ese tipo de preocupaciones para después.
Lo triste de todo era que habían trascurrido ya dos horas desde que llegó, rebosante de expectativas, al centro comercial, pues era casi mediodía y el cumpleaños acabaría pronto. Se observó una vez más al espejo. Se consoló al especular que la gente se fijaría primero en el color del vestido nuevo, en lugar del maquillaje negro que tendría que volver a aplicarse antes de regresar a casa. No había terminado Blanca de pensar cómo haría para armonizar el verde neón con los cosméticos de ella, cuando la madre, harta de esperar, abrió de un tirón la cortina del vestidor y exclamó:
–¿Qué andan haciendo ustedes ahí?
Como toda respuesta, Blanca se compuso del incendio que aún atravesaba su bajo vientre. La mano izquierda repasaba ahora el territorio que la lengua todavía fracasaba en alcanzar, aunque sabía de antemano que la cosa cambiaría si se apuntaba a clases de gimnasia para conseguir tocar su entrepierna con la cabeza, como una contorsionista. Ella, por su parte, no dijo nada, y se limitó a retirar la mano de un tirón. El rostro de Blanca no tardó en enrojecerse, y entonces tomó la iniciativa de abandonar el probador, lanzándose al ruedo de caminar en círculos por el pasillo atestado de clientas, sin detenerse a mirar a su hermana, cuyos labios aún permanecían húmedos y con sabor a pezón. Se llevó la mano derecha a la cintura y condujo las piernas de ambas como si estuviesen desfilando a lo largo de una pasarela enloquecida. Su hermana giró el rostro hacia la derecha, en vez de mirar hacia el frente, y posó los ojos en Blanca, con ganas de excusarse, porque el vestido, en efecto, les quedaba muy bien. Sin embargo, no tuvo necesidad de separar los labios, porque justo antes de mudar los dientes, ambas adquirieron la facultad de adivinar el pensamiento de la otra.
A la hora de avistar lo que se cruzaba por la mente de su hermana, quien se lamía los labios rememorando una y otra vez el sabor de su piel, contuvo las ansias de querer volver a casa. Siguió caminando fuera de los probadores, hasta llegar a la sección de cosmética y productos para el cabello, esbozando una mueca exagerada que más parecía un remedo de la altanería de las modelos, cuyos rostros tapizaban de arriba a abajo las paredes de la tienda.
La performance resultó risible incluso para la madre, al ver las cabezas de sus hijas bamboleándose sobre su único tronco, indiferentes al desconcierto del resto de señoras que las observaban incrédulas, con la boca abierta. El vestido nuevo se sujetaba a duras penas por debajo del busto por un solo botón, y a decir verdad, pensó la madre, se ceñía con sensualidad a las caderas del cuerpo que compartían. Blanca tragó saliva, y le fue imposible continuar ocultando el pudor cuando su hermana, mentalmente, se atrevió a develar por fin las caricias que pretendía poner en práctica esa misma tarde, de vuelta en casa, dispuestas a encerrarse en el dormitorio por el resto del día, dejando a la madre esperándolas en el comedor decorado con serpentinas baratas y con la mesa sembrada de gelatinas de cereza y sanguchitos de jamón.
La madre solo atinó a reír nerviosamente cuando los empleados de seguridad empezaron a rodearla, en el preciso instante en que Blanca y su hermana, con las cabezas en alto y la blusa aún puesta, continuaron su camino errático, meciéndose rumbo la puerta de salida. Irrumpieron entre las sombras del estacionamiento, sin detenerse, con dirección a la camioneta, con una sonrisa en los labios, arrobadas por el universo que estaban por descifrar juntas. Y hasta se habrían tomado de la mano, de no ser porque entre ellas se entrelazaban las costillas y la columna vertebral.
–Creo que vamos a tener que comprar esa blusa, después de todo– anunció la madre, sin percatarse del aluvión de susurros que surgían por detrás, y que no tardarían en absorberla por completo.
* *
Image: “Lady Walking Baby” de Love Lundell. Selección de Marisa Espínola de Espacio en Blanco. (Más)
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