El lecho
Carol Bensimon
traducción de Martín Caamaño
Lo que pasa es que nacieron en una ciudad muy pequeña entre dos ciudades más o menos grandes, algo malo para adaptarse, porque así tenían toda la ruta para mirar, y miraban. Y lo que pasa es que al costado de la ruta había un almacén en una casa del mil novecientos treinta y pico, sus escaleras una tribuna para las chicas. Se quedaban, y toda la tarde. Algunos autos seguían de largo, un auto se detenía. Titi dejaba que sus finas piernas se estirasen en el paisaje, las picaduras de mosquito una cascarita de sangre de tanto rascarse. La remera llegaba hasta los muslos, si es que ya tenía muslos. El viajero pedía permiso, entraba, Titi se reía a escondidas. Lina, tres años más grande, era un poco más triste. No mostraba las piernas ni nada, porque ya empezaba a tener algo. Rayaba su nombre con una piedra, solo la pulsera de bolitas amarillas rompía con el negro de la ropa. El viajero se iba otra vez con su Coca-Cola. Si venían familias, mucho mejor, todo el negocio crujía como una señora vieja. Doña Celestina hacía las sumas en lápiz con letra parsimoniosa de colegio. El viajero se impacientaba porque tenía que viajar. Y dentro del negocio los viejos jugaban dominó sin hablarse unos con otros.
A comienzos de marzo Titi dijo: Hace calor, podríamos ir a nadar, y le sonrió a Lina. Eso porque siguiendo el sendero abierto a fuerza de insistir por el medio del matorral, estaba ese río que aparecía, corriendo también como la ruta, yendo, hasta que surgiesen en la costa, ya muy lejos, los aserraderos, la usina abandonada y la tristeza de los peces a la milanesa con limón en plato de plástico para aquellos que no pueden pagarse las vacaciones en un paisaje mejor. Pero las hermanas no habían notado nada de esto. Lina creía que el río ya había perdido un poco la gracia. Los pies iban pegándose en el fondo, los dedos rozando lo áspero y bajando por la arena, y mejor no saber por dónde y a través de quién había pasado aquella agua. No respondió. Titi hizo un globo con el chicle, puso la lengua en el medio. Qué río ni qué nada, siguió pensando Lina. Ahora era peor todavía porque los chicos tenían la costumbre de fumar a escondidas cerca de la higuera y se reían por cualquier cosa, los pies clavados adentro del agua, hablando alto, riéndose de qué.
*
Titi se metió corriendo al río, golpeando el agua con las palmas abiertas. Volaron un montón de gotas, haciendo un barullo que tapó el de los autos en la ruta. Parece ser que ella se divertía siempre, incluso con la monotonía sin fin, y por eso Lina sentía algunas puntadas de bronca, que reprimía rápido para no sentir que estaba siendo mala. Y después le hacía unos mimos y listo, respiraba aliviada. Pero quién sabe lo que podía llegar a pasar de acá a dos o tres años con esa facilidad de Titi para que le agradara cualquier cosa.
Lina fue entrando al agua bien despacio, sintiendo el frío, ajustándose la biquini, mirando la orilla, el mato. El tronco de la higuera no tenía ni chicos ni bicicletas apoyadas y, a la sombra de la higuera, nadie tirado encima. Solo pájaros y peces alrededor, el tedio de que no pase nada. Ciudad bruta. Una plaza, una iglesia, ningún semáforo, conversaciones repetidas. Quien logra irse, se convierte en héroe y en tema de conversación. Los domingos, las familias salen a la calle y caminan de una punta a la otra bien despacio, para que la ciudad no se termine demasiado pronto. Pasean por la iglesia. Pasean por la plaza. El héroe viene de lejos, la familia sale a exhibir al héroe. Y los demás, en las esquinas, unas pocas esquinas, paran la oreja para después contar lo que oyeron.
Lina fue hasta la mitad del río. Cuando se sumergió, oyó que Titi empezaba a decir algo, pero entonces el agua quedó encima del resto. Abrió los ojos allá abajo. Las piernas de su hermana pataleaban sincronizadas, como un juguete a cuerda puesto en una vasija. Lina aprovechó el silencio el tiempo que pudo. Hasta estaba bueno. Tuvo tiempo para imaginar o recordar a João. João era uno de los chicos, o el único. El resto eran los chicos que andaban con João y listo. Se reían todos de la misma manera (de los chistes de João). Se sentaban todos de la misma manera (alrededor de João). Todos jugaban al videojuego de João. Muchas noches se veía por la ventana el living azulado, se sentía el olor a pochoclo, se escuchaban los dedos apretando los botones, y los gritos de los zombis destrozados, pa, pa, pa, pero João era bueno en serio y el juego se terminó tan rápido que tuvo que pedir otro, porque en la casa de João no hay una fecha para recibir regalos, ni siquiera se necesita dar muestras de buena conducta. Por aquel entonces fue ese el João que Lina quiso imaginar trepado en la higuera, con un cigarrillo atrás de la oreja, sonriendo y ofreciéndole. ¿Querés, Lina? Eso no pasó nunca.
Salió de abajo del agua. Justo la más chica se acercaba dando saltos y los ojos bien abiertos centelleantes de un miedo contento, ansiosa por dar la noticia. ¿Vos escuchaste eso? Sí, mucho barullo, pero ¿qué es? Vamos, hablá. Titi respiraba agitada. Y aunque en un principio no había nadie más ahí cerca, Titi se cubrió la boca con las manos antes de hablar.
*
Fueron corriendo a buscar la ropa y se pusieron algunas prendas al revés. ¿Pero vos lo viste o creés que? ¿De qué tamaño y cuántas? Lina se llevó las ojotas en la mano porque no tuvo paciencia para calzarse. Iban rápido, las blusas ya mojadas, Titi adelante empujando los arbustos con las piernas que goteaban, Lina arrastrando los jeans por el pasto. João debía estar matando zombis mientras, cerca del río, la ciudad se agitaba por un secreto aún sin revelar. El pie de Lina se resbaló en el barro y siguieron corriendo. Llegaron cerca y se quedaron en cuclillas atrás de un arbusto. Eran tres retroexcavadoras tirando todo abajo. Arrancaban los árboles del suelo que caían unos sobre otros. Daban marcha atrás e iban de nuevo. Entonces se oía el ruido de los troncos quebrándose y el crujido exagerado de las hojas, como en una de esas grandes tormentas que hacen que los niños se acurruquen bajo las sábanas. Y de los árboles partidos, el aroma dulce a savia llenaba todo el aire de marzo.
Ya se había abierto un espacio vacío en el medio del verde amontonado. Era desde donde un hombre daba órdenes y dirigía las retroexcavadoras, y su panza gorda y blanda aparecía cada vez que levantaba el brazo. En seis días de siete eso era lo que tenían que hacer, derrumbar. Se pasó el dorso de la mano por la cabeza y miró alrededor. Las chicas se agacharon todavía más, una empujaba a la otra por un pedazo mayor de arbusto. El hombre se aclaró la garganta, el sonido de un animal salvaje que va a atacar. Escupió la tierra. La tierra antes no parecía tan roja como ahora. El hombre gritaba, señalaba, escupía. Una retroexcavadora estaba luchando con un gran árbol que no podía mover. La máquina se puso más ruidosa y fue con todo. Dejó el tronco astillado, y fue na vez más. Rico olor. A savia. A tierra removida. Una vez más. Oyeron que se soltaba, que perdía, como un rasgueo, un sonido seco, el que hace el fuego atizado. El árbol da de cabeza en el amarillo de la máquina, cargado sin modales, como una princesa llevada de los pelos.
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Imagen: Lucía Vassallo
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