Viajeros en Buenos Aires
Lucas Mertehikian
Como la de toda América, la historia de Argentina es inescindible de la idea de viaje. Más aún: su historia literaria solo puede entenderse en relación con los hombres y mujeres que llegaron hasta aquí desde tierras lejanas y escribieron sobre esa experiencia. Desde su independencia, los viajeros (sobre todo ingleses) llegaron de inmediato a la Argentina para aventurarse en el país y explorar qué posibilidades de negocios existían. Las extensas llanuras llamaron la atención de estos viajeros casi anónimos, cuya sensibilidad, a mitad de camino entre el naturalismo y el romanticismo de la época, dejó numerosos libros como registro de ese asombro. Según la hipótesis de Adolfo Prieto, fueron esos textos los que leyeron los primeros escritores de la joven república (Sarmiento, Alberdi, Mármol) para dar con el paisaje que constituiría el elemento fundacional de la literatura argentina. Luego, ya entrado el siglo XX, los viajeros –esta vez ilustres, como José Ortega y Gasset– llegaron para festejar el Centenario de la nación en 1910 y ya no se detuvieron. Esos “viajeros culturales”, como los llamaron Gonzalo Aguilar y Mariano Siskind, son un dato ineludible de la primera mitad del siglo XX. Los círculos intelectuales y artísticos argentinos los esperaban con devoción, se disputaban su obra y su cuerpo, demandaban de ellos una respuesta a la misma pregunta que se hacían los primeros escritores argentinos: ¿quiénes somos?
En el medio, durante la segunda década del siglo XX, llega a Buenos Aires otro tipo de viajeros de Europa y Estados Unidos. No son aventureros ni ilustres, aunque gocen de cierta fama en sus países. Los argentinos no los esperan con particular ansia ni los reciben con mucho entusiasmo. Tal vez por ello, salvo excepciones, sus textos tampoco han sido traducidos al español. En esta serie de Buenos Aires Review se pretende rescatar cuatro nombres de entre ellos y sus textos sobre Argentina, en este orden: John Foster Fraser, Gordon Ross, Katherine Dreier, John Alexander Hammerton. A ellos se suma el de Jules Huret, a quien el escritor guatemalteco Enrique Gómez Carrillo tradujo del francés al español, en un esfuerzo también a menudo olvidado. Entre 1914 y 1920 se publicaron las crónicas cuyos fragmentos aquí iremos presentando. No tanto para preguntarse otra vez quiénes somos, sino para darle a esa pregunta el dinamismo histórico que la relectura de estos textos, cien años después de su publicación original, reclama: ¿en qué nos hemos convertido?
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