Evita Fashionista
Mariano López Seoane
Hace ya una década la filósofa neoyorquina Jennifer Lopez proponía en “Jenny from the block” una oda al ascenso de clase en clave bling bling. El estribillo la encontraba sincopando lo que se convertiría en un mantra para las mamis del latinaje global:
Don’t be fooled by the rocks that I got/ I’m still, I’m still Jenny from the block.
En menos de 20 palabras Jenny le regalaba al hip hop de FM no su verdad social (ya en los 80s había quedado claro que una de las líneas maestras de esta música negra era la historia del acceso a bienes de consumo antes vedados) sino una posible consigna política. El single, que aparece en el momento Everest del ascenso de Jennifer Lopez hacia el firmamento pop, busca hacer de ese poderío un poderío reconocido, aceptado, admitido. La Lopez nos dice: No sólo quiero vender millones de discos y tener capacidad de decisión en el mundo complejo de las multinacionales del entretenimiento. Quiero además tener autoridad entre las masas, pero no la autoridad maquiavélica de una reina de hielo sino la autoridad aceptada de una benefactora. No reinar por el terror, sino por el amor. En estos dos versos la estrella se entrega a una pragmática populista que conocemos bien: admite que sin sus seguidores no es nada, y de un modo digitado por la ética de la street cred se propone convocar adhesiones y suscitar un consentimiento activo de parte de su público. En clave política: sigue al pie de la letra la primera página del manual de la hegemonía.
Eva Perón podría haber puesto esos versos a la cabeza de un manifiesto de las igualadas. De hecho, hay líneas prácticamente idénticas en La razón de mi vida, el libro que intenta reescribir la biografía de la Jefa Espiritual de la Nación de acuerdo con las necesidades políticas de la hora (que incluyen un muy seguro segundo mandato de Perón y una probable ausencia física de su compañera). El libro forma parte de un conjunto de estrategias destinadas a asegurar el consentimiento activo de las masas peronistas, a alentar su participación y movilización en defensa de sus conquistas sociales y políticas. Pero la defensa de estas transformaciones es, en la épica peronista, la defensa del líder que las sostiene políticamente. Es así que las estrategias hegemónicas del evitismo, acusado por las pacatas clases medias de personalista y fanático, tienen como horizonte el apuntalamiento de la madre de los descamisados, su proyección al infinito como figura a la vez familiar y agigantada. De allí la fatigada figuración de Evita como hada.
En realidad la magia no está ausente de esta serie de operaciones. De hecho, los procesos de construcción hegemónica trabajan en la tradición de la alquimia: activados por un mensaje político, los signos de clase cambian de manos, de valor, de sentido; se revelan inestables, dependientes del acento que ganan en su nuevo contexto. Así, los diamantes, marcas del lujo insensible, pasan a ser en la lírica de la Lopez la prueba de que es una recién llegada. Dando vuelta como una media el relato que entrona y condena al new rich, Jenny declara “chicas, ¿no se dan cuenta de que uso estas rocas porque sigo siendo tan grasa como ustedes?”
Evita trabajaba el mismo relato. Su romance con el lujo, más allá y más acá de extravagancias personales, debe leerse como gesto político. Se sabe: nadie entendió el concepto de hegemonía como el peronismo. La figura de Evita está justamente asociada a conquistas palpables de la clase trabajadora argentina, y a reparaciones materiales y simbólicas que definen históricamente el término justicia social. Pero estas reparaciones no alcanzan a explicar el ascendente de su figura, su transformación en heroína pop, la intensidad que alcanzan las demostraciones de apoyo. De nuevo: opera aquí una alquimia hegemónica que evidencia una sintonía fina con los movimientos económicos, sociales y tecnológicos de la hora. Por un lado, Evita activa para nuestra región lo que se ha llamado recientemente “política del sentimiento”, una estrategia que domina la factura de La razón de mi vida, que supone un trabajo con los afectos del colectivo político encolumnado detrás del líder y que el epíteto “madre de los descamisados” vuelve especialmente visible. Por otro lado, y más en línea con los brillos de Jenny, Evita se luce como uno de los primeros ejemplos en Sudamérica de lo que Susan Sontag, repitiendo a Walter Benjamin, ha llamado “la política como espectáculo”.
En su indispensable artículo sobre lo que llama la “estética fascista”, Sontag propone un diagnóstico de las transformaciones que trae a la política el advenimiento de la sociedad de masas (en clave productiva: el capitalismo en su modo de regulación fordista). Son transformaciones que ya había precisado Benjamin en algunos de sus ensayos más recordados, pero que Sontag amplifica con el objeto de proponer una estética de los estilos políticos contemporáneos. La sociedad de masas le exige a la política que transforme su lenguaje, que lo adapte a canales de comunicación masivos, en los que desaparece el cara a cara y el contacto está mediado por las nuevas tecnologías. En primer lugar, por supuesto, la tecnología de los medios de comunicación, que son los que permiten que el mensaje que se produce desde los lugares institucionales y que en la tradición populista se amplía a la plaza, llegue a todos los rincones de la sociedad. El político, en suma, tiene que seguir los pasos del actor o el periodista, tiene que aprender a hablar el lenguaje de los medios de comunicación, a brillar en ellos, a destacarse en ese magma y a producir su verdad, su relato diríamos hoy, en sintonía con las condiciones tecnológicas de su presente.
Los ejemplos más acabados de adaptación política los da por supuesto el bloque fascista. El lugar está peleado entre Hitler y Mussolini, ambos expertos en modular sus mensajes para dotarlos de mayor atractivo y capacidad de interpelación. Sontag describe con gran detalle las coreografías características del “fascinante fascismo” alemán, en las que, como intuía Benjamin, el pueblo se ofrece a sí mismo como espectáculo. Estas coreografías y ordenamientos ponían en su centro al líder, que como por ósmosis recibía, y conducía, las corrientes de poder que circulaban entre la multitud. El líder a su vez no dejaba nada librado al azar: se sabe que los gestos y el peinado de Hitler, su tono de voz y su ropa, fueron pensados y programados como cuestiones de estado.
El fashion sense de Evita, entonces, no es otra cosa que la inflexión local de esta condición histórica: es la viveza criolla interpretando el nuevo orden mundial. Esto no quiere decir, vale aclararlo, que Evita fuera fascista (una categoría que se arroja sobre las personas como si se tratara de una prenda prêt-à-porter que le puede calzar a cualquiera). En todo caso, fascismo y peronismo son formas casi contemporáneas pero alternativas de responder a la crisis de representación que trae consigo la sociedad de masas.
Por supuesto, nadie mejor para ocupar este espacio en formación que una estrella en ascenso. El ensanche de los vasos comunicantes entre el mundo de la política y el mundo del espectáculo encuentra en Evita un estandarte. Especie en tránsito, mutante emblema, Evita antes de ser figurita política había sido actriz. Este dato biográfico se ha repetido hasta el cansancio, pero no siempre se subraya su dimensión política. Vivimos en un mundo en el que los medios de comunicación son una segunda naturaleza. No sólo los políticos, sino todos los ciudadanos parecen listos para ocupar en una cuestión de segundos su lugar frente a las cámaras y los micrófonos. La situación, vale aclararlo, era otra a mediados del siglo XX, cuando la retórica mediática todavía tenía que ser aprendida, entrenada. Es precisamente ese salto el que viene a dar Evita: actriz de radio y TV, modelo, ha aprendido por necesidad profesional a autoconfeccionarse como ícono, a engalanarse como imagen deseada, a presentarse como pantalla sobre la que se pueden proyectar deseos y necesidades colectivos. La política como espectáculo implica entonces en primer lugar la transformación del líder en personaje de un relato estructurado de acuerdo con los códigos de los nuevos medios, un personaje que habla el lenguaje de las radionovelas o las canciones de tango (Perón era un eximio revoleador de letras), se mueve como una estrella de cine, sabe posar como mannequin y se viste buscando acercarse a las imágenes del poder que estos nuevos medios hacen circular.
Que el poder encuentra en su propia representación un combustible es algo que está claro por lo menos desde las pirámides de Egipto. El punto es señalar el modo en que esa representación se altera con el dominio de las nuevas tecnologías y las posibilidades políticas que estas generan. Pues bien, si los padres de la patria habían sido retratados como versiones seculares de los monarcas europeos que decían combatir, Eva Perón encontrará en Hollywood, y en la traducción rioplatense de Hollywood, su manual de estilo. Así como es imaginable que alguien en el entorno de CFK se dedique a chequear lo que sucede en las zonas menos arriesgadas de style.com, es evidente que Evita y sus asesores de imagen (Luis D’Agostino y Asunta Fernández a la cabeza, pero también, sobre todo en los años de actriz, Paco Jamandreu) fueron estudiantes aplicados del cine de su época. Las biografías suelen señalar un momento clave en este proceso de traducción: la joven Eva Duarte toma la decisión de platinarse el pelo tras ver la versión de Marie Antoinette que MGM lanza en 1938 y quedar prendada de la cabellera de su protagonista, Norma Shearer. Es interesante desglosar la cadena de mediaciones que opera aquí: una líder en el proceso de construir su autoridad política en democracia se inspira en la representación que los medios de masas proponen de uno de los personajes clave del absolutismo. Pero debemos subrayar: una reina tal como la imagina y la tunea Hollywood en esos años, una reina atravesada y cincelada por el aparato técnico. Eva Perón entiende que esa es la figura de autoridad disponible para todos y todas en ese cambio de época; una imagen del poder reconocible y aceptada. Y se aboca a convertirse en la versión local de tamaño sueño colectivo.
Esa es la aspiración que Andrew Lloyd Weber capta magníficamente en su ópera rock Evita, cuando le hace cantar a Eva Peron: “So Christian Dior me from my head to my toes/ I need to be dazzling, I want to be Rainbow High… So Lauren Bacall me, anything goes/ To make me fantastic, I have to be Rainbow High” y así siguiendo. La figura política se modela sobre esas imágenes disponibles y nítidas. Apilando sobre sí diseños de Henriette, Paula Naletoff, Balenciaga o Dior; luciendo las joyas exclusivas que Van Cleef & Arpels le hace por encargo del empresario Alberto Dodero, Evita apuntala su capacidad de interpelación, creando una imagen de sí que la pone a la par de los íconos más relumbrantes de la meca del cine.
Es célebre la frase de Christian Dior que aprueba todos estos esfuerzos. Consultado por sus preferencias personales en el elenco de figuras de las casas reales europeas, el genial modisto dictamina: “Sólo me tocó vestir a una reina: Eva Perón”. Dior y Evita protagonizaron un romance particular, movilizado por las aspiraciones de ambos. Dior empezaba a proponer las audacias que constituirían el new look, un retorno a la figura femenina aprincesada de fines del siglo XIX (grandes faldas, cinturas estrechas, busto prominente, hombros suaves) que exigía un gran consumo de tela y resultaba chocante en el contexto desesperado de la posguerra europea. Su primera colección, que propone la línea Corolle en homenaje a la silueta de las flores, se presenta en febrero de 1947. Eva Perón lo conoce en el verano septentrional de ese mismo año, en ocasión de la gira que la lleva a España, Italia, Francia y Suiza. Desde entonces y hasta su muerte, la casa Dior tendrá un maniquí con las medidas exactas de Evita, sobre el que se confeccionarán diseños exclusivos que se enviaban a Buenos Aires en un compartimento especial de los aviones de Aerolíneas Argentinas (las prendas viajaban en maniquíes y de pie para evitar pliegues y arrugas). Al igual que su admirado Charles Worth, que había vestido a la emperatriz Eugenia durante el Segundo Imperio y de quien juega a ser un avatar, Dior encuentra una figura política que ofrece una combinación de poder y descaro, un mix que la izquierda crítica ha identificado justamente con el aura problemática del Bonapartismo. Eva, por su parte, debía no sólo representar en esas fulgurantes prendas (muchas de ellas estrenadas en Europa) la posición relativamente sólida de la Argentina en el escenario dramático de la posguerra; también tenía que contar a través de capas de armiño y vestidos de seda la historia de su ascenso de clase, disputando en el camino una batalla simbólica con las damas de la más rancia aristocracia argentina.
“Yo quiero estar linda para mis grasitas”. La frase, una de las respuestas que Evita habría dado a las acusaciones que recibía por sus excesos, indica que sus seguidores están incluidos en la lógica del esplendor. Y que Eva se engalana en primer lugar para ellos, en tanto abanderada de los humildes. En efecto, lo que representaba no era sólo el derrotero personal que la había llevado a la cumbre, sino el nuevo bienestar ganado por toda una clase. No era ella la que se veía como una reina; era la entera clase trabajadora argentina, que ahora conocía los beneficios de la protección estatal, el consumo masivo y las vacaciones en Mar del Plata. “Yo deseo que se acostumbren a vivir como ricos… que se sientan dignos de vivir en la mayor riqueza … al fin de cuentas todos tienen derecho a ser ricos en esta tierra argentina … y en cualquier parte del mundo. El mundo tiene riqueza disponible como para que todos los hombres sean ricos”. Así formula La razón de mi vida el proyecto imposible del peronismo, empeñado en combar los límites de la sociedad capitalista hasta su punto de implosión. En este contexto, los arreglos de Evita no pueden ser pensados como signo de hipocresía, o como la forma más visible de un programa plagado de contradicciones. En todo caso, el entero derrotero fashion de la Jefa Espiritual de la Nación viene a señalar lo que el capitalismo no cesa de prometer y el peronismo, a fuerza de voluntad, querría hacerle cumplir.
Imagen: Gisele Freund
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