NW, de Zadie Smith
Maxine Swann
traducción de Santiago Martorana
Dos escenas estremecedoras enmarcan NW, la provocadora y desconcertante nueva novela de Zadie Smith, recientemente nominada como finalista para el Premio Orange de Ficción. En la primera, Leah, una londinense de treinta y cinco años de ascendencia irlandesa, le abre su puerta a una pequeña mujer desesperada, sucia y llena de temblores. Algo le resulta conocido de la cara de la mujer, pero Leah no sabe bien qué es. ¿Será simplemente uno de esos rostros que a uno le parecen conocidos? La mujer, Shar, le dice a Leah que su madre está en el hospital. Necesita dinero para tomarse un taxi hasta allá. Ya estuvo pidiendo por todos lados en la calle pero nadie la ayudó. Leah, asistente social de profesión, se encuentra a la altura de la situación e intenta determinar qué hospital es, llamándole un taxi y haciéndole un té a pesar del calor de verano. Shar es la que se da cuenta: fueron al mismo colegio secundario. Mientras comparten algunos recuerdos del pasado, Leah nota que hay algo que está mal con la cara de Shar; ésta le revela que un marido abusivo se la “rompió”. Leah se descubre a sí misma contándole a Shar que está embarazada. Lo descubrió esa mañana. Shar es la primera persona a quien se lo ha contado. Shar, quien tiene un problema con las drogas y acabará robándole el dinero a Leah y huyendo, “sonríe satánicamente. Alrededor de cada diente la encía es negra. Camina de vuelta hacia Leah y apoya sus manos plenamente contra el estómago de Leah,” determinando que es una nena y “del tipo que se escapa de casa”. “Su cara se cubrió nuevamente de aburrimiento… Todas las cosas son iguales. Leah o té o violación o habitación o ataque al corazón o colegio o quién tuvo un bebé.”
En la penúltima escena del libro, la mejor amiga de la infancia de Leah, la inteligente, ambiciosa y determinada Natalie, hija de inmigrantes caribeños, quien siempre lo ha hecho todo bien y es ahora una abogada litigante casada con un banquero con quien tiene dos hijos, se va de la casa familiar en pantuflas y una remera gastada luego de que su marido le haya encontrado en su computadora una serie de mails comprometedores. Sigue caminando hasta que oscurece, encontrándose en el camino con un antiguo compañero de clases, Nathan, ahora un cafisho drogón, con quien pasa el resto de la noche drogándose más de lo que jamás se drogó en su vida, charlando, pero sobre todo caminando y caminando: “Caminar era a lo que se dedicaba ahora, caminar era lo que la constituía.”
No resulta sorprendente que NW haya inquietado a más de un crítico. Hay algo audaz en el terreno sobre el cual Smith está pisando aquí; como si ella también, así como Natalie, estuviera abordando esa caminata, dejando atrás un pasado cómodo y brillante en busca de otra cosa.
El escenario es Willesden, un barrio en el noroeste de Londres (por ende las siglas “NW”), y, así como Smith se acerca a sus personajes más que en cualquiera otra obra suya, esperándolos, escuchándolos y aguardándolos hasta que cobren vida, la autora le confiere una paciente atención a la ciudad, aproximándose desde múltiples ángulos, variando las estrategias narrativas, monólogo interior, prosa poética, direcciones de cómo llegar de A a B que parecen haber sido bajadas de internet, la repentina erupción de voces incorpóreas, para manifestar el pulso citadino sobre la página misma. A medida que este retrato de la ciudad emerge, las fronteras entre los que viven en casas y tienen trabajos y relaciones estables y aquellos que viven en la calle, los drogadictos, los cafishos, las putas, se revelan como mucho más permeables de lo que uno podría haber pensado. No sólo eso, sino que el mundo de los desposeídos incluso ejerce su atracción.
Al final de Dos damas muy serias de Jane Bowles, una de las protagonistas femeninas le dice a la otra: “Me he desmoronado completamente, algo que he querido hacer desde hace años.” Leah, quien ha tenido amantes mujeres en el pasado, se descubre obsesionada con la mujer que le tocó la puerta. Se la encuentra en la calle, en una colina. Cuando va a buscar unas fotos que sacó en una fiesta con una cámara descartable, le entregan el sobre equivocado y las fotos pertenecen a Shar. Como buena asistente social que es, lleva a lo de Shar unos panfletos de rehabilitación, empujándolos a través de su buzón, un momento que luego retorna a ella en una fantasía mientras está sentada en su jardín: “y así la puerta abriéndose en el momento en que se para allí, su mano llena de panfletos, y Shar diciéndole: dejalos ahí, tomá mi mano. ¿Nos vamos corriendo? ¿Estás lista? ¡Abandonemos todo esto! ¡Seamos fugitivas! Durmiendo en los arbustos. Siguiendo las vías del tren hasta que lleguen al mar. Despertándose con ese largo pelo negro en sus ojos, en su boca.” El deseo secreto de Leah por Shar es también un deseo por otro tipo de existencia, uno más parecido al de Shar, el cual –lejos de su vida cotidiana “con su encargado y su alquiler y su marido y su trabajo”– implica un abandono. Pero resulta apropiado que Leah, a quien el tiempo parece acumulársele en charcos en vez de disparársele en líneas rectas hacia delante, no sea quien se lance a las calles. En cambio es Natalie, la amante de las máscaras (“Careta de hija. Careta de hermana. Careta de madre. Careta de esposa. Careta de tribunal. Careta de rica. Careta de pobre. Careta británica. Careta jamaiquina.”), quien finalmente se escapa.
Mientras tanto, ¿qué hacen los hombres? Nathan Bogle vive en la calle. El marido de Natalie, Frank, concebido gracias a un encuentro casual en un parque entre un guarda de tren de Trinidad y una coqueta mujer de Milán, es un banquero. Y el marido de Leah, Michel, es un peluquero de origen africano que también invierte en la bolsa de manera independiente. Una tercera parte del libro está dedicada enteramente a Felix: antiguo ciudadano del mismo plan de viviendas en el que crecieron Leah y Natalie, traficante y usuario de drogas, quién recorre ahora el camino inverso, dejando las drogas y desintoxicándose. Lo seguimos a lo largo de su día, cuando compra un auto antiguo; cuando ve a su padre, Lloyd, un típico hombre de los años setenta cuya novia acaba de abandonarlo; cuando sorprende con una visita a una vieja amante, Annie, una aristocrática adicta de cuarenta años; y, finalmente, después de un tenso encuentro en un colectivo en el que le pide a un pasajero que saque sus pies del asiento para hacerle lugar a una embarazada, somos testigos de cómo este pasajero contrariado y su amigo lo asaltan y lo matan. El personaje de Felix conmueve, especialmente durante la escena con su padre encantador pero insoportable; aún así, se lo mantiene a cierta distancia, o por lo menos a una distancia tal que nos permite observarlo cómodamente de la misma manera en que vemos a muchos, si no a todos, los personajes de las novelas previas de Smith. Son interesantes, entretenidos; pero no nos sentimos involucrados, ni tocados de cerca, acompañándolos a través de los senderos menos transitados de sus mentes, de la manera en que sí sucede con las protagonistas femeninas.
Uno suele estar más cómodo con la idea de que sean los hombres quienes viven en la calle, y no las mujeres. Nathan y Felix no nos perturban de la manera en que lo hace Shar. Y sin duda, uno está más cómodo con que sean los hombres quienes tienen sexo ocasional vía internet. Esto es lo que precipita la caída de Natalie: su marido descubre la cuenta de mail privada que usa para armar tríos con personas de distintos géneros que busquen a una mujer negra de entre dieciocho y treinta y cinco años. Y aquí es donde Smith vacila. Estos encuentros carecen del realismo -que incluye la intención lúdica y el humor- que Smith, siendo ella una realista tan vívida, podría haberles concedido.
Realista y eximia compositora de escenas. La escena en la que Leah y Michel van a cenar a lo de Natalie y Frank es encantadora en su intensidad. La incomodidad de este encuentro entre amigos de la infancia que no sólo han tomado distintos caminos en la vida, sino que además los acompañan sus respectivas parejas de mundos diametralmente opuestos. Se produce la lucha por encontrar un lenguaje común, la vergüenza del choque de clases. Smith captura la complejidad de cada una de las distintas tramas, su atención concentrada en todo lo que sucede. Usando otras herramientas, Smith nos entrega el análisis de un matrimonio en menos de dos páginas – los pensamientos de Leah, que son principalmente impresiones sensoriales y toman la forma de un árbol de manzana sobre la página mientras se encuentra sentada con su marido en su jardín londinense compartido, acompañados por el monólogo de Michel: “Todos estamos intentando dar ese próximo, ese próximo, próximo, paso. Trepando esa escalera. Proyecto de Viviendas Brent. No quiero tener eso escrito sobre el frente del lugar donde vivo. Cuando paso, lo evito. Siento que uf – es humillante para mí… ¡Este pasto no es mi pasto! ¡Este árbol no es mi árbol! Nosotros lo esparcimos a tu padre alrededor de este árbol que ni siquiera es nuestro. Pobre Sr. Hanwell. Me rompe el corazón. ¡Era tu padre! Es por esto que estoy todas las noches en la computadora.”
De otras maneras, sin embargo, la obra se resiste a entregarnos las clásicas satisfacciones novelísticas. El personaje de Leah no evoluciona como uno esperaría, si es que siquiera evoluciona. En la escena final, cuando Natalie podría por fin cumplir con su amiga, un cambio que parece tanto más probable dada la experiencia límite que acaba de vivir, no lo hace: “Si la candidez fuera una cosa en el mundo que uno pudiese sostener y retener, si fuese un objeto, quizás Natalie Blake hubiera visto que el regalo más adecuado en ese momento era un recuento honesto de sus propias dificultades y ambivalencias, enunciadas claramente, sin disfraces, decoraciones o embellecimientos. Pero el instinto de Natalie Blake de auto-defensa, de auto-preservación, fue simplemente demasiado fuerte.” Como siempre, se la juega a lo seguro.
Pero no así Smith. Resultaría interesante observar cómo la enérgica exuberancia que animaba las tempranas novelas de Smith, pero que aquí falta, podría desarrollarse en estas profundidades recién descubiertas. Pero eso también acabaría conformando una obra muy diferente. En una discusión de la serie televisiva “Girls”, Emily Nussbaum evoca “el mandato de que las mujeres, tanto ficcionales como reales, no incomoden a nadie.” ¿Qué es lo que tanto intimida de una mujer que se está desmoronando? Antes que nada, una mujer que vive en la calle es mucho más vulnerable al daño físico que su contraparte masculina. Pero, sobre todo, lo que todos nos preguntamos cuando vemos a una mujer que se ha abandonado a sí misma es ¿dónde están sus hijos?, ¿quién los está cuidando?
Además de Shar, quien dice tener tres hijos a los que nunca vemos, otros dos personajes de la obra nos ofrecen espectros del auto-abandono: Annie, la drogadicta de clase alta que hace chistes sobre su falta de hijos; y la madre de Felix, quien ha abandonado a sus hijos y que aparece ocasionalmente para robarles algo. Los protagonistas principales, Natalie y Leah, también se muestran ambivalentes en lo que respecta a la maternidad. “Natalie Blake y Leah Hanwell estaban convencidas de que la gente deseaba que se reprodujeran. Sus parientes, los desconocidos en la calle, la gente de la televisión…” Leah, según resulta, realmente no quiere tener hijos pero, mientras que Annie puede admitirlo, ella no se atreve. Al contrario, mientras se entrega mecánicamente al proceso de quedar embarazada, se realiza secretamente un aborto sin contarle a su marido. Esto es el engaño en su máxima expresión, no sólo hacia su marido sino hacia la sociedad. Aquí, Smith se adentra en el corazón mismo de nuestra pesadilla.
“Pero tengo mi felicidad, a la que cuido como una loba”, continúa el personaje de Bowles. A esta altura, ambos personajes de Bowles, mujeres de clase alta sofocadas por su entorno, han descendido al más bajo libertinaje. Despreocupadas por las apariencias, se salen del sistema. Pero Leah y Natalie son de distinta índole, quieren “esta vida y otra.” Sus deseos se contradicen. Si bien todos conocemos mujeres en el mundo que luchan con estos mismos temas y conflictos, su tipo rara vez llega a la página escrita. Lo verdaderamente inquietante es que Leah y Natalie son mujeres “normales” con buenos trabajos y maridos que las aman y las tratan bien; mujeres con las que nos podemos identificar y con las que nos estamos identificando hasta que, ups, empiezan a expresar o a representar deseos que nos perturban, tanto más cuando estos deseos nos tocan un punto sensible.
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Imagen: Marisela LaGrave
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