Sin olas

Tufts_PO

Lincoln Michel
traducción de Pablo Ambrogi

El viento salado azotaba la cara de Silas Madero, pero su hija no aparecía. Siempre le hacía esas cosas.

Silas entró de nuevo a la estación. Se secó el cuello y la cara con servilletas del puesto de café. Le dolía la pierna. Se sentó en una silla y miró el menú. Los médicos le habían dicho que no podía tomar café espresso ni nada ácido. Se preguntó si en este país de mierda habría algo decente que pudiera comer.

Un tipo con traje a medida abría y cerraba un portafolios de cuero. Silas dedujo que era de la mafia, y que en el portafolios había drogas o plata o dedos meñique.

Trató de recordar por qué el casamiento era en Italia. Alguien de alguna rama de la familia de este dentista de mierda debe haber nacido acá.

Silas arrastró la valija a la calle. Subió a un taxi y trató de pronunciar el nombre de la villa. El taxista se volvió hacia él. Silas lo dijo de nuevo, más fuerte, y señaló una hoja que había impreso antes de salir.

“¿Cuánto?”

“Treinta Euro.”

Estaban bordeando una colina que miraba a una playa de piedras.

“¿Qué?” dijo Silas. “No voy a pagar treinta dólares para ir hasta el pueblo.”

“Euros. No dólar.”

“Me estás jodiendo. Es ahí arriba de la loma.”

“¿Quiere caminar?”

El taxista sonrió y frenó el auto. Silas bajó y sacó la valija del baúl.

“Okay,” dijo el taxista, apoyado sobre la ventanilla. “Para tú veinte.”

Silas gruñó y se corrió al costado del camino. El taxista esperó un minuto y al final se encogió de hombros. Hizo una vuelta en U y volvió hacia abajo, a la estación. Silas sacó su hoja impresa y miró el mapa. Empezó a caminar, cuesta arriba, con su bastón adelante y su valija detrás. Tenía ruedas, pero no funcionaban bien en el pasto.

Silas pensó qué enojada iba a estar su hija porque no la había esperado, y qué enojado estaba él porque ella no lo estaba esperando, y porque estaba subiendo la loma a pie con una pierna renga. Se preguntó quién sería el más enojado en los próximos días.

Una rueda de la valija pegó contra una piedra y se salió. La valija se ladeó, se zafó de la mano de Silas y cayó al piso. El camino seguía subiendo por un buen trecho. Habían pasado sólo cinco minutos y ya sentía el peso del sudor sobre la camisa. .

“Mierda,” dijo Silas. Le pegó un bastonazo a la valija y caminó hasta una escalera vieja que bajaba a la playa. Se agarró de la baranda de hierro con una mano y manejó el bastón con la otra. Le llevó veinte minutos llegar a la playa de piedras.

Cuando llegó hasta abajo todo el mundo estaba desnudo. Sólo unos chicos que corrían detrás de  una pelota verde tenían trajes de baño. Se sentó en una gran roca cerca de la escalera. Una mujer a unos diez metros estaba untando las nalgas de un hombre con aceite bronceador. Silas alcanzaba a ver  los pelos gruesos que salían de la raya.

Silas sintió enojo y excitación. Miró la multitud de pechos,  aplanados y aceitosos. Todos los pezones eran  oscuros. Sintió la garganta seca y metió la mano en el bolsillo y sacó una pequeña cámara.

Un hombre alto de pelo enrulado escondido bajo una gorra de béisbol corrió hacia él.

“No, no,” dijo el hombre. “Nessun foto.”

Estaba vestido y llevaba una bandeja con vasos vacíos. Tenía un anotador en la otra mano.

“Cuánto sale una coca diet?” Silas se lamió los labios.

“No, no, no. Nessun foto.” El tipo movía el dedo estirado. Silas guardó la cámara en el bolsillo.

“¿Cuánto per una coca diet?”

El tipo ahora movía la cabeza. “Vuoi dire?”

“Uh, dejá,” dijo Silas. Se recostó y cerró los ojos. El aire caliente, salado, se movía sobre él. Cuando abrió los ojos había una nena mirándolo. Tendría doce años.. Tenía puesta una bikini azul en dos tonos y grandes anteojos de sol.

“¿Argentino?” dijo.

“¿Perdón?”

“Me di cuenta.” Se sentó a un par de metros de él, mirando las olas. “Me gusta practicar español.”

La playa era de piedras y a Silas le dolían las piernas y el culo. La chica era igual a su hija cuando era adolescente, al menos como él la recordaba. Con la misma chispa.

“Parece enfermo. ¿Va bien” La chica presionó la frente de Silas con el  reverso de sus dedos finos.

“¿Cómo?” le dijo. “No tenés padres?”

“Son dormidos.” Señaló dos personas acostadas boca arriba. Desde el ángulo de visión de Silas parecían dos matas de pelo oscuro unidas a cuerpos indeterminados. Silas podía distinguir sólo los dedos de los pies y otras dos matas de pelo, de una de las cuales asomaba como un rulo un pequeño pene.

“Espera,” dijo la chica. Se paró y fue hasta donde estaban durmiendo sus padres. Volvió con una copa de vino oscuro. El vino estaba caliente, pero era espeso y le mejoró la garganta. Le dedicó a la chica una mirada examinadora

“No deberías hablar con extraños.”

“Está bien. Aprendi cosas nuevas.”

“No tienen pedófilos en Italia?”

La chica lo miró extrañada y le preguntó su nombre. Trató de pronunciarlo y le dijo que sonaba raro y él gruñó.

“Mio nombre es Portia,” dijo ella.

“Bueno,” dijo él.

“¿Por qué  la ropa?” La chica señalaba los cuerpos desnudos como una vendedora.

Silas terminó el vino. Hacía tanto calor que sentía que la ropa se le había derretido sobre el cuerpo. Algunos de los tipos desnudos los miraban y murmuraban. Se preguntó si en este país de campesinos estar vestido te hacía parecer un pervertido. Silas puso el reloj y la billetera en sus zapatos y los cubrió con las medias y después cubrió a éstas con los pantalones. La chica estaba acostada boca arriba y parecía tener los ojos cerrados. Él se sacó la ropa interior sin pararse y la enrolló en el bolsillo de sus pantalones.

Su piel parecía transparente. Sabía que se quemaría rápido. La gente todavía lo miraba, pero ya no murmuraba. Se acostó boca abajo con la camisa bajo la ingle y la panza.

“¿Cúanto tiempo in Italia?” La chica se sentó y lo miró.

“Con suerte no mucho.”

Las rocas calientes y la arena y el polvo se le clavaban en la piel. Podía sentir el viento fresco moviéndose sobre sus nalgas.

“¿Dónde vienes?”

“Buenos Aires.”

“Ah,” ¡Gauchos!”

“No,” dijo. “No gauchos.”

Giró sobre su espalda y se puso la camisa sobre la ingle. Arriba, sobre el acantilado, podía ver gente moviéndose. Gritaban. Entrecerró los ojos para ver, y después se dió vuelta.

“¿Cómo está el agua?”

Miró los cuerpos tostados de los desconocidos, entrando y saliendo de las olas.

“Muy buena. Siempre buena in Italia.”

Ahora dos personas bajaban por la escalera. Una llevaba su valija rota. La gente en la playa se daba vuelta para mirar. Una mujer se paró delante de él, y Silas pudo ver sus labios secretos debajo del pelo.

“Me voy a meter,” dijo Silas.

“¿Qué grita esa mujer?”

“Parece loca.”  Silas sintió fluir por sus huesos un agobio insoportable. No quería lidiar con esto, ni ahora ni nunca.

“Pará,” dijo la chica. “Sin-olas. ¡Así te llamas!

Su hija seguía bajando y gritando. Silas se paró con ayuda del bastón.

“Escapémonos,” dijo. “Escuchá cómo grita. ¡Debe ser una loca!”

Miró hacia las olas. El agua era azul brillante y parecía buena hasta para tomar. Silas quería adentrarse hasta que el agua le pase por arriba de la cabeza. Podía quedarse ahí en las profundidades tibias, con los peces y las algas, suspendido por el mar brillante, ahogados todos los sonidos de la tierra.

Agarró con fuerza la mano de la chica y empezó a caminar hacia el agua.

* *

Imagen: Pola Oloixarac

MichelLincoln Michel ha publicado ensayo y ficción en Tin House, NOON, Electric Literature, The Paris Review Daily, The Believer y otras publicaciones. Es fundador y co-editor de la revista de arte y literatura Gigantic. Vive en Nueva York. Pueden encontrarlo online en lincolnmichel.com. Lincoln dice: Jorge Luis Borges –junto con Franz Kafka– obliteró, en el mejor sentido posible, mi concepción de lo que un cuento puede ser o puede lograr. Creo que el primer cuento de él que leí fue “Hombre de la esquina rosada”, que tal vez sea uno de sus cuentos más “tradicionales”, pero, aun así, no deja de ser extraño y fascinante. Sus ensayos también son verdaderamente fantásticos. Todavía vuelvo a él, a menudo, para tomar prestado y robar. Más recientemente he estado leyendo y disfrutando una buena dosis de Roberto Bolaño, César Aira y Clarice Lispector.
AMBROGIPablo Ambrogi estudió filosofía en la Universidad de Cambridge y derecho en la UBA. Ha escrito artículos y reseñas para La Nación, y su traducción al español de “Services Pending”, de Susan McCarty, apareció en 2012 en The Iowa Review. Alberga amplias simpatías por autores norteamericanos y argentinos como T.S. Eliot, Jorge Asís y Saul Bellow.


Publicado el 28 de abril de 2013 en Ficción.



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