Cómo entrar en las fiestas: Para medir la marea de Alexander Maksik

Julia Ng

Jennifer Croft
traducción de Miklos Gosztonyi

Comprendí que había destruido el equilibrio del día, el silencio excepcional de una playa en la que había sido feliz. Entonces, tiré aún cuatro veces sobre un cuerpo inerte en el que las balas se hundían sin que se notara.

Albert Camus, El extranjero

 

La poesía sabe que lo político se funda en olvidar lo que no puede ser olvidado.

Paul Ricœur La memoria, la historia, el olvido

 

La segunda novela de Alexander Maksik describe a una joven mujer liberiana llamada Jacqueline que pasa sus días paseando por Santorini, una isla del mar Egeo de piedritas volcánicas y arena roja, blanca y negra. La capacidad de Jacqueline de asombrarnos, confortarnos y horrorizarnos con una eficacia perfecta hace de Para medir la marea una obra maestra.

Está la precisión de la voz de la protagonista. Están los elementos de la isla, los hechos tangibles: su luz blanca, al principio, y el frío que poco a poco nos invade. Está la fuerza contundente del ritmo de la novela, como una sinfonía que da vueltas en círculo, merodea, y se derrumba mientras crece sin respiro hasta un clímax horrorífico e incomprensible.

La novela no consiste en una búsqueda. Tampoco en una travesía, aunque la protagonista viaje. No es la investigación de un crimen, aunque las atrocidades abundan en sus páginas. No es un novela de aprendizaje de una mujer joven. No hay venganza ni arrepentimiento. No es ninguna de estas cosas porque la lógica en la que está basada la estructura de la novela es radicalmente diferente de las formas narrativas tradicionales. Maksik logra en Para medir la marea algo que prácticamente nadie ha logrado: despojar el mundo hasta dejar a la vida en su desnudez, en toda su gloria y en toda su agonía y terror, y a la muerte.

Jacqueline está hambrienta al comienzo del libro. La vemos observar con avidez lupina mitigada por buenos modales cómo los turistas consumen y desechan la comida, y el hambre nos invade junto a ella. Lo que mantiene viva a Jacqueline es la tensión constante entre las necesidades animales y la dignidad humana. Su madre es su principal interlocutor desde la primer página, y la exhorta a siempre recordar quién es: a esperar hasta que la familia de turistas se haya ido por completo antes de comenzar a alimentarse de las sobras que dejaron detrás; a comerlas despacito, como una dama, más allá de cómo se sienta.

De buscar de un modo disciplinado comida en la basura, Jacqueline pasa a inventar un trabajo que le permite comprar lo que necesita sin sentirse avergonzada.  Haciéndose pasar por una estudiante universitaria norteamericana, surca las playas buscando turistas dispuestos a pagarle un euro a cambio de que les masajee los pies durante cinco minutos. Con una rapidez sorprendente, Jacqueline logra una estabilidad económica que, más que un alivio, se vuelve una carga.

En el siguiente párrafo, la prosa de Maksik flota, liviana, y de golpe cae como un puño sobre una mesa, el equivalente literario de la famosa máxima de Muhammad Ali de flotar como la mariposa y picar como la abeja, con una eficacia comparable a la de su predecesor en el boxeo:

Tiene comida, agua, cobijo. Ha colocado piedras planas a lo largo de una pared de la cueva a modo de estantes. De pedestales. La barra labial mentolada ChapStick que encontró en la arena está de pie como un proyectil junto al cepillo de dientes. Hay un pulcro montón de servilletas de papel sujeto con un guijarro pulido. Las sandalias, una junto a otra, en su propia piedra. Hay un vaso de papel donde guarda el dinero que lleva a casa. Hoy contiene una sola moneda. Debería salir, pero no tiene hambre. El hambre ya no es el problema. El problema es el tiempo. Es esa ausencia de necesidades inédita. El instinto tiende a protegerte. A construir y organizar, a darles forma a tus días, a aplicar una pauta y repetirla. Y ella ha hecho todo eso sin pensarlo. Se ha construido un hogar sin pretenderlo. Y ahora quiere saber qué viene a continuación.

No es capaz de matarse.

Pero la “ausencia de necesidades” dura poco. Un día tres hombres africanos se le acercan. Jacqueline teme que vayan a hacerle daño. Le recuerdan a una banda de soldados rebeldes en Liberia que amenazaron con matarla. Recuerda el olor de su perfume, como si fuesen “chicos preparándose para ir al baile.” El ritmo del libro se acelera de un modo prácticamente imperceptible. La madre de Jacqueline ayuda a su hija a encontrar las ruinas del antiguo anfiteatro y del ágora de la isla.

Según la lectura de Paul Ricœur, Hannah Arendt sugiere que la única razón por la cual no podemos perdonarnos a nosotros mismos es nuestra incapacidad de vernos tal cual somos. En palabras de Arendt, “dependemos de los demás, puesto que a los ojos del otro aparecemos con una nitidez que nosotros mismos somos incapaces de percibir.”

En la ciudad antigua, Jacqueline conoce a una guía de turismo. Luego de un aislamiento prolongado, Jacqueline se enfrenta a la posibilidad de entablar una amistad. Pero Jacqueline olvidó las expresiones faciales que se usan normalmente en una conversación y sus cadencias típicas, como prestar atención y no asustarse. Las interacciones sociales más simples pueden resultarle un desafío. Cuando la guía le ofrece una botella de agua y hace crujir el plástico para llamar la atención de Jacqueline, el ruido la aterroriza.

Perseguida por el recuerdo de la cacofonía de los eventos que precipitaron su salida de Liberia, Jacqueline logra a duras penas soportar los sonidos de la vida cotidiana. El guía nos explica que nos encontramos en lo que algún día fue el epicentro de la floreciente cultura minoica que, se nos informa, ha desaparecido de la faz de la tierra y cuyos miembros murieron como consecuencia de una erupción volcánica gigantesca. “¿Te imaginas?” dice la guía. “Estaba pensando en el sonido,” le contesta Jacqueline.  ¿Pero que sonido podríamos asociar a la muerte y destrucción de semejante magnitud?

Al quedarse sin provisiones, Jacqueline se deja convencer de bajar la montaña junto al grupo de turistas. Al aproximarse al destino, comienza a inquietarse:  “Era la perspectiva del ruido lo que le resultaba más sobrecogedor. La avalancha de autos y viento y voces. Estaba tan agradecida por la protección que le brindaba el ómnibus. Su aislamiento y su silencio.”  Luego de haber flotado por un lapso breve en ese aislamiento silencioso, Jacqueline es eyectada de nuevo al mundo.

*

Avanzar hacia un objetivo implica un ejercicio mental de retroceder en el tiempo. Identificamos un objetivo y nos proponemos una secuencia de pasos que de un modo minucioso nos llevan de regreso a la condición inicial. El fijarse un objetivo es aplicar una mirada retrospectiva sobre el futuro. Su tiempo verbal el futuro perfecto: te habrás recibido, habrás conseguido un empleo, habrás tenido hijos. Habrás pagado tu hipoteca. Y sólo entonces el objetivo será alcanzado, y en ese punto, por supuesto, dejará simplemente de existir como tal.

Jacqueline carece de la capacidad de desplazarse mentalmente en el tiempo, y por lo tanto va por la vida sin objetivos.  La novela no tiene objetivos. Jacqueline nos lleva de paseo alrededor de un núcleo potencialmente explosivo.

Tener metas es una forma de estructurar nuestras vidas en términos de blanco y negro: o logramos nuestros objetivos o fracasamos. Nuestra vida es exitosa o no lo es.

¿Puede haber sentido, sin embargo, si no hay meta?

*

Charles Taylor, que gobernó Liberia entre 1997 y 2003, es considerado responsable de algunas de las peores atrocidades de la historia reciente de la humanidad. En abril del año pasado, Taylor fue condenado por el tribunal de La Haya por participar e incitar a actos de terrorismo, asesinato, violación, esclavitud sexual, de “actos de crueldad contra la dignidad humana,” esclavitud, saqueos, y “de reclutar o emplear niños de menos de 15 años de edad en las fuerzas armadas o grupos armados y de utilizarlos activamente en conflictos,” entre otros cargos.

El padre de Jacqueline era la mano derecha de Charles Taylor. Jacqueline se crió en el exquisito privilegio de una casa en las alturas de Monrovia, protegida de la creciente podredumbre de la ciudad.

Luego se escapó y llegó a Santorini.

¿Qué nos dice todo esto sobre Jacqueline? “Y cuando muera” le dice a su hermana, antes, “me guardarás en tu memoria, y esa es la única manera en que Dios existe.”  En dos ocasiones, los rebeldes no la matan porque quieren que transmita su mensaje al mundo. Cuando la encontramos en el Egeo, Jacqueline no transmitió dicho mensaje. Jacqueline no es un testigo. Es como un viviente soporte vital al espíritu de su familia. Interactúa constantemente con ellos, incapaz de hacer un lugar para los demás seres vivos que la rodean. Se aísla del mundo por miedo, pero también como la única forma de entregarse por completo a la memoria de su hermana y de sus padres.

¿Quién era el padre de Jacqueline? ¿Qué sabía sobre las torturas, los asesinatos, las violaciones? ¿Cómo podría no haberlo sabido?

Lo sabía, sin dudas. Y su madre debía también saberlo. Y Jacqueline, que había regresado luego de sus estudios en Inglaterra para trabajar en el Ministerio de Turismo, y que llamaba a líderes extranjeros y les suplicaba que viniesen  (“Nunca ha visto playas así. Un paraíso secreto, sir.”),  debía saberlo también. Se imagina a su novio Bernard, un trabajador internacional humanitario, incapaz de separarla a “ella de los otros” una vez que la dimensión real de las atrocidades fue finalmente develada.

No podemos separarla de los otros. Lo cual implica que no podemos separarlos tampoco de nosotros mismos.

Nos cuenta lo que Bernard le cuenta: que vio a niños “arrancar los intestinos de un hombre y utilizarlos como una cuerda. Como una cuerda en un puesto de control. Colgando a lo ancho de una ruta, Jacqueline.”  Jacqueline recuerda conversaciones con su padre cuando era niña:

Cuéntame sobre la escuela. Cuéntame sobre esos chicos que tu madre dice que te andan persiguiendo.  ¿Debería hacer que los maten de un tiro?  Haré que los maten mañana.  Dime cuál es el que más te gusta y me aseguraré que lo maten primero.  O tal vez le cortaremos la cabeza.  Le cortaremos las manos.  Le daremos unas mangas largas.

Nadie era más divertido que él.  Nadie más brillante.  Nadie más buen mozo.  Ella se reía hasta no poder respirar.

Las mismas cosas que todos los padres le dicen a sus hijas, con la excepción de que en esa risa está presente el suave rugido de un ataque: quizás su padre realmente se ocupó de que esos chicos fueran luego asesinados de un tiro, decapitados, o mutilados. Quien sabe.

Las escenas de felicidad doméstica se vuelven sombrías: están los cuatro sentados alrededor de una radio, pero el programa que están escuchando consiste únicamente en anunciar del avance de las fuerzas opositoras y de la violación de chicas “de tan sólo once años.” Cuando la radio deja de funcionar, sus padres la conectan a las fosas nasales de su hermana ¿Es esto divertido?

“No somos un lugar permanente,”  dice el fantasma de la madre de Jacqueline. Como todos nosotros, todo el tiempo, Jacqueline es cómplice en la crueldad.

Sentimos una compasión inquebrantable hacia Jacqueline cuando logra escaparse de Liberia y mientras deambula por estas playas lejanas, sin un centavo, indefensa, devastada.  “Me guardarás en tu memoria,” le había dicho a su hermana, “y esa es la única manera en que Dios existe.”  ¿Pero qué le pasaría a una persona si no hubiese quien la recuerde? ¿Dónde estaría su Dios?

Jacqueline busca:

Luego contempló cómo desaparecía el sol. Procuró no parpadear. Trató de imaginarse la Tierra en movimiento. Trató de imaginarse montada en su gran lomo. Puso las palmas planas en el suelo. Mantuvo los ojos fijos en el sol poniente y se juró que podía sentir cómo el mundo se la llevaba, cómo la lanzaba a toda velocidad, mientras el cielo estallaba en el horizonte y se dividía en naranja y azul, en rosado y amarillo. Luego, poco a poco, todo oscureció y Jacqueline empezó a llorar.

Pensaba en cómo solía entrar en las fiestas.

La prosa flota y pica.  Jacqueline quiere dejarse llevar por el mundo pero al mismo tiempo se rebela. ¡Cómo solía entrar en las fiestas!

¿Porqué Jacqueline no recurre a los medios de prensa? ¿Porqué no intenta pedir asilo político? ¿Porqué no va a lo de sus amigos de la universidad en Inglaterra? Podría incluso intentar encontrar a Bernard en Francia –después de todo piensa constantemente en él, y sin dudas lo ama aún.

Pero por momentos la personalidad plácida de Jacqueline rebosa de violencia, explota. Sueña con Bernard: “con hacer el amor, con él apretando su cuerpo contra el suyo, y soñaba con romperle el cráneo con una roca pesada.”  A medida que nos encontramos inmersos en una música que comienza a aproximarse a la histeria, Jacqueline intenta establecer una amistad, una camarera que se apiada de ella y un día le sirve un desayuno gratis. Ambas se encuentran luego a tomar algo.

Este encuentro es sin dudas el momento decisivo de la novela.  Tanto la conexión como la confesión, porque cuando le cuenta a la camarera lo que le sucedió a su familia en Liberia suena menos a testimonio que a confesión.

Maksik describe a la perfección la precariedad en la que se encuentra Jacqueline. Al hablar con la camarera, Jacqueline parecería estar caminando sobre una cuerda floja por encima de un abismo. Da pasos en falso. Se da cuenta que sus palabras suenan extrañas. Cuando le pregunta como murió su hermana, sabe que si se deja llevar, va a asustar a su nueva amiga, y si eso sucede, va a perderlo todo. Pero, por mucho que lo intente, Jacqueline no puede funcionar en el futuro perfecto:

Jacqueline mira a la chica. Katarina le devuelve la mirada. Parece tan joven, tan asustada. Jacqueline está borracha. Podría aplastarla. Y lo desea. Quiere machacarla con los hechos. Quiere gritarle. Las cosas que he de contarte, niña. Las cosas que he de contarte. Desea decírselas violentamente. Pero espera a que se le pase la rabia. Espera, porque no quiere herir a esa chica, su camarera, su enfermera.

—No —dice Jacqueline—. No estaba enferma.

Y luego nos destroza.  Flota como una mariposa, pica como una abeja: las últimas páginas de Para medir la marea son tan intensas como son repugnantes.

*

Conocí a Muhammad Ali en el aeropuerto internacional de Tulsa cuando tenía unos diez años.  Nos firmó autógrafos a mi hermana y a mí. Regresábamos de Rochester, Minnesota, donde mi hermana acababa de tener su primer cirugía cerebral. Estaba cansada y desinteresada. Lo recuerdo amable, y que luego aprendí que el temblor en su voz y en sus manos eran causados por el síndrome de Parkinson.

“Pagamos por nuestros pecados, por los pecados de los otros,” dice la madre de Jacqueline en la primera página de la novela. “De todos modos, no podemos entender.”

Instalada ahora en mi edificio de comienzos de siglo en Buenos Aires, con sus escalones de piedra que se hunden levemente hacia el centro. Cada vez que salgo o que regreso a mi departamento pienso en cuanta gente habrá subido o bajado los escalones antes que mí, dejado sus rastros en la piedra.

Al inicio de Para medir la marea, Jacqueline come los restos de comida abandonados por una familia. Sentada “en sus depresiones,” Jacqueline está liberada de la expectativa de establecer su propia marca.  En su falta de sentido, Jacqueline no quiere significar nada.  Ella significa, indirectamente, de un modo sugestivo como el brillo de un bichito de luz.

Nuestra heroína termina su comida desesperada y elegante:

No había nada que ver en el sol o en el mar. Tal vez había algo en los barcos, pensó. Tal vez allí hubiera algo. Le gustaban los barcos, aunque no sabía nada acerca de ellos y solo había viajado en unos pocos en toda su vida, la mayor parte de las veces recientemente. Los encontraba exóticos y misteriosos en su simplicidad. Era el hecho de que un barco permaneciera en la superficie del agua. Nada más. Sencillamente eso. No el viaje, ni la aventura, ni la libertad. No le interesaban los marineros ni los pescadores. Solo los barcos en sí mismos, el hecho de que flotaran. Observó cómo pasaba un pequeño yate por la amplia bahía. Luego se volvió.

 

288 páginas. Roca editorial. Traducción de Santiago del Rey. 2013.

 Imagen: “Monterey” (2013) de Julia Ng

hsfJennifer Croft obtuvo becas Fulbright, PEN y National Endowment for the Arts y el Michael Henry Heim Prize. Su crítica y sus traducciones aparecieron en revistas y diarios como The New York Times, n+1, Electric Literature, BOMB, Guernica, The New Republic, entre muchos más. Es PhD en Literatura Comparada de la Universidad de Northwestern (2013), y tiene un MFA en Traducción literaria de la Universidad de Iowa. Es Editora Fundadora de BAR. Capítulos ilustrados de su novela Serpientes y escaleras están, en varios idiomas, en http://homesickbook.space.


Publicado el 27 de julio de 2013 en Reseñas.



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