Las madres de Gustave Flaubert, Marcel Proust y Jorge Luis Borges se encuentran en el cielo
Mary Gordon
traducción de Mariana Dimópulos
Un ángel con túnica dorada escolta a la última de las tres mujeres, de cierta edad, a una sala bien amoblada. Está iluminada con delicadeza, hay cuencos de flores sin aroma, de color crema, sobre mesas de un lustre admirable. Acomodadas de modo tal que toda conversación resulte de lo más provechosa, hay tres sillas tapizadas, forradas en una seda color limón. Dos de esas sillas ya están ocupadas; en una hay una mujer robusta, con un moño del color del hierro en la punta de la cabeza, las manos recogidas discretamente sobre el regazo. Su expresión es de complacencia; sería un error decir que sonríe. La mujer en la silla de enfrente tiene el cabello atado en un nudo sobre la nuca; unas hebras de gris se destacan de su rodete, pero son muchas menos que las de sus compañeras. La tercera, escoltada por el ángel, es alta, delgada, trae una falda recta cinco centímetros por debajo de las rodillas y unos zapatos de buen corte, y las otras mujeres saben instantáneamente que deben ser ingleses.
— Quisiera presentarles a la Sra. Borges — dice el ángel — . Sra. Borges, tengo el honor de presentarle a Mme. Flaubert y a Mme. Proust.
— Enchantée — dice la Sra. Borges — . Hablaremos francés, por supuesto.
— Según entiendo, nuestros hijos se conocían — dice Mme. Proust, que se precia de sus excelentes modales.
— Sí — dice Mme. Flaubert — , es extraño, ¿no es cierto?, que aquí todos los libros parezcan haber sido escritos al mismo tiempo. Aunque para mi Gustave no hubiera sido posible leer los libros de su hijo, y Mme. Proust, el suyo jamás hubiera podido leer al señor Borges, eso no importa, ahora se están leyendo unos a otros.
— Buenos hijos — dice la Sra. Borges — y cuánto nos querían.
— Sus vidas no fueron fáciles — dice Mme. Proust — . La vida de un gran escritor nunca puede ser fácil.
— Y mi hijo era ciego.
— El mío asmático.
— Gustave sufría cruelmente de indigestiones. Fue un muy buen tío.
— Marcel también fue un tío afectuoso. Le preocupaba que algo de lo que escribiera pudiese molestar a su sobrina querida.
— Jorge adoraba a su hermana.
— Pero ni uno de ellos padre.
— Las mujeres no eran buenas para Gustave.
— Tampoco para Marcel.
— Creo que Jorge fue el único que se casó. Pero la primera, ¡pesadilla! Al menos tuvo la sensatez de venir a casa conmigo. Según dicen fue feliz con la segunda. Yo nunca la conocí.
— Marcel fue muy imprudente al elegir mujeres. Creo que a una edad muy temprana rompieron para siempre su corazón.
Mme. Flaubert y la Sra. Borges cruzan miradas, pero nada dicen.
— Debe haber sido el amor por la belleza lo que los extravió — dice Mme. Flaubert.
— Quizá hubieran necesitado una chica sensata, pero eso exactamente fue lo que no lograron buscar — dice la Sra. Borges.
— Claro que si somos honestas — dice Mme Proust (en este punto, Mme. Flaubert y la Sra. Borges se miran con inquietud, no saben qué puede venir) — , vivieron para su trabajo. Es el camino del genio, sacrificar la vida por el arte.
— Cuánto sufrieron — dice la Sra. Borges.
— Cuánto sufrieron — dice Mme. Flaubert.
— Cruel, un cruel sufrimiento, creo que su mayor felicidad estuvo en sus libros. Los que ellos escribieron y los libros de los otros — dijo Mme. Proust.
— Gustave fue un chico feliz.
— Marcel fue un chico muy feliz.
— Jorge fue un chico feliz y alegre. Nuestros ratos más felices eran cuando yo le leía.
— Me acuerdo de leer a Marcel las novelas de George Sand.
— Ella fue una buena mujer, una buena influencia para mi hijo. Él siempre estaba mucho mejor cuando volvía de visitarla.
— Creo que ya no es tan admirada — dice la Sra. Borges.
— Piensan en ella como la amante de un músico que tosía sangre — dice Mme. Flaubert.
— Eso debe ser por las películas — dice la Sra. Borges.
— Yo nunca vi una película — dice Mme. Flaubert.
— Yo tampoco — dice Mme. Proust.
— Jorge por supuesto no podía verlas.
— Pienso que Marcel ya se había encerrado en su habitación antes de la época del cine.
— Cuán buenos hijos fueron. Cuánto nos quisieron.
— Y cuánto los quisimos.
— Nadie los entendió como nosotras.
— Nadie pudo cuidarlos como nosotras.
— Lo mejor para ellos era estar con nosotras.
— Con nosotras, sabían que nunca tendrían de qué preocuparse.
— Podían ser ellos mismos.
— Creo que con nosotras tuvieron su mayor felicidad.
Se escucha el sonido de unos infantes llorando, lamentándose como si fuese a quebrárseles el corazón.
Se abre una puerta.
Hay tres ángeles, cada uno sosteniendo en brazos un bebé perfecto.
Las tres mujeres se desabotonan las blusas.
Sonido de succión.
Y los ángeles sonríen ante esta alegría perfecta, rara incluso para el Paraíso.
* *
Imagen: Vera Rosemberg
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