La clase de alemán
Eva Marer
traducción de Alejandra Rivero
La profesora de alemán vivía en una calle de árboles prominentes. Las ramas sollozantes llegaban a acariciar el borde de la vereda, formando túneles verdes salpicados de sol por los que se podía caminar. Los pájaros revoloteaban por los guardabarros de los autos, que casi nunca pasaban sino que se quedaban estacionados por horas como centinelas, custodiando a sus dueños en arresto domiciliario. Un perro ladraba, un niño gritaba; sus voces -las de los pájaros y los niños- trinaban entre el estallido de algún perdigón aislado de un auto en una cuadra lejana.
El llanto de Mimi resonaba en el silencio. Lloraba y se aferraba a la manija de la puerta del Volkswagen azul. La coronilla de su cabeza era apenas más alta que las tazas del micro. Se movía y se retorcía, mientras pateaba la llanta en señal de protesta. No quería ir a la clase de alemán. Quería seguir haciendo exactamente lo que estaba haciendo antes: nada.
“¡Por favor, mami!”, resonaban por la calle los alaridos.
Los ojos de la madre alemana de Mimi, Gertrud, se agrandaban detrás de los anteojos. “Te compro una hamburguesa”, le dijo, acomodándose los anteojos en la nariz. Intentó despegar a Mimi de la manija.
Charlotte estaba parada al lado sin hacer nada, pasando desapercibida gracias a su buen comportamiento.
“¿No querés ver a papá de nuevo?”, Gertrud intentó una táctica diferente. Todo el mundo conocía la relación especial que Mimi tenía con su padre húngaro, István.
Para ese entonces, la profesora de alemán había aparecido en el porche; su expresión: neutra. Nunca se aventuraba más allá del porche, sino que esperaba con paciencia, con la cara enmarcada en un corte melenita, al estilo Carlitos Balá. Tenía puestos unos pantalones y una blusa batik suelta y apenas algo de rubor en lo que de otra manera sería una cara pálida ycuadrada.
La vergüenza de Charlotte y Gertrud frente a la profesora de alemán era de un carácter diferente: la madre se avergonzaba de los chillidos de la nena, la hermana del asedio de la madre, quien finalmente arrancó a Mimi de la manija de la puerta, que brillaba como el pie de un santo bien acariciado.
Con un grito final, Mimi se rindió, cediendo dedo a dedo el agarre.
Mimi exigió su mono de trapo, digno y distante, también alumno de alemán. La mano que tenía libre enseguida fue a parar al pelo, que retorció y arrancó como castigo. Su pelo recién había crecido de nuevo después del incidente con la maquinita de cortar pelo para perros.
Mimi permitió que la transportaran a la puerta de entrada hacia la delicada y perpleja acogida de la profesora de alemán, quien contrarrestó el lloriqueo con una oración complicada en el caso dativo. Mimi no podía imaginarse a Helen, su profesora de alemán, caminando por la calle o, por ejemplo, yendo al almacén, sino solo abriendo la puerta de entrada y liberando el olor a pintura descascarada y libros viejos para que se mezcle en el porche con el hedor del hormigón y el cerezo. En cuanto entró a la casa, Mimi se olvidó del berrinche, consolada por el mono y los rítmicos tirones a su pelo.
Dentro de la casa, las persianas estaban cerradas para evitar que entrara el calor del verano. En invierno se abrían completamente para dar lugar a los comederos para pájaros. Las cortinas de cuentas -lágrimas de Dios, pensaba Mimi- marcaban la entrada al estudio donde se daba la clase de alemán. Mimi sentía algo como un hormigueo espiritual cuando las cuentas caían como una cascada sobre ella, o cuando se le posaban en los labios o el pelo. Helen le había dado a cada una de las nenas un cuadernito reluciente donde copiaban los verbos y los sustantivos que encontraban en los cuentos de hadas. El de Mimi era verde aguamarina, reflectante como un espejo con el que podía irradiar luz en la cara de la profesora y mirar el haz de luz bailotear en su mejilla. No era chillón, sino algo refinado. En el cuadernito, las nenas garabateaban los sustantivos junto con sus artículos correspondientes: das Haus, der Bahnhof, die Strasse. Mimi estaba fascinada con el tamaño diminuto del cuadernito; con que fuera suyo; con el efecto de la tapa, brilloso y mate a la vez, impenetrable e incandescente.
Mimi movía hipnóticamente la tapa bajo la luz, la voz tranquila de la profesora de alemán llenaba el cuarto abarrotado de libros con las palabras de los hermanos Grimm. Su cuaderno era un reino acuático reluciente. Mimi fue transportada a un mar profundo de animales que pasaban flotando en cámara lenta, como la raya, con su ondulante cuerpo y perfecto impulso delantero. El cuarto de la clase al atardecer era una burbuja de quietud, un refugio como el de una página escondida entre las tapas de un libro. Helen daba vuelta las páginas del libro de cuentos lentamente y leía en voz alta con su voz suave y tranquila.
Acá estaba lo curioso. Mimi podía crear un redondel a través del cual podía tironear de un solo cabello: enhebrar la aguja. Podía frotar varios cabellos hasta aplastarlos: encerar el hilo. Podía hacer que los cabellos se fundieran en uno: atar el nudo. Y podía crear un chasquido con un solo cabello: romper el hilo de pensamiento. Sus dedos eran ágiles como los de un experto pescador de caña. El truco estaba en tirar lo suficientemente fuerte como para lograr un chasquido satisfactorio, pero no tan alto como para hacer que los demás se preocupen por las puntas abiertas. Una cosa buena que tenía la profesora de alemán era que ignoraba el acoso ensimismado de Mimi para con su pelo; ignoraba la superflua repetición rítmica. Le ayudaba a Mimi a aprender mejor, mucho mejor que su hermana, a quien había que recordarle cambiar el artículo del objeto directo masculino en el caso acusativo. A veces Charlotte le pedía a su madre que la eximiera de la clase de alemán; Mimi decía que ella se quería quedar en casa también. Charlotte decía, con todas las letras, que era meramente el telón de fondo de la genialidad de su hermana, un panel que reflejaba su brillo. Al mismo tiempo, era protectora de su hermana menor. Tal vez sentía que ser tildada de ser la más inteligente no servía de mucho y definitivamente no le daba ventaja alguna para conseguir una hamburguesa. Charlotte comía cada hamburguesa que se le ofrecía y era más rellenita que Mimi, quien no era confiable a la hora de aceptar un simple soborno.
Mimi frotaba un mechón de pelo entre sus dedos. Siempre, entre los nudos, aparecía el miedo y el pelo de sobra. Nunca era su intención que se hicieran los nudos que a veces había que terminar cortando con tijera. Solo quería mantener las cosas como estaban, apaciguar esa premonición, ese miedo a crecer y convertirse en una persona hecha y derecha en el mundo. Solo quería hacer su propio sonido de “tz-tz-tz” y sentir la delicia de los dedos y el cuero cabelludo, que disfrutaba tanto más porque era constante y tranquilizador y, sobre todo, porque estaba bajo su control.
Pero había algo de privado, íntimo (y por lo tanto un poco obsceno) en esos movimientos; como la hija sordomuda del colega de su padre con quien la hacían jugar algunos fines de semana cuando la nena regresaba de su escuela especial. La nena se balanceaba como forma de estimularse sexualmente, explicó el colega como disculpándose, para compensar la falta de sensación. Mimi se sorprendió de que se lo dijera así porque ella nunca se habría imaginado algo tan indecente por su cuenta.
Lo del pelo de Mimi también era una especie de deformación. El mes pasado Mimi se había quedado dormida en la parte de atrás del micro azul y sin darse cuenta se terminó entrelazando un batallón completo de soldaditos en el pelo. Así entrelazados en su cuero cabelludo, disparando para todos lados, parecían comandos de la selva o desertores delirantes; Gertrud se horrorizó. “¿No te gustaría tener el pelo largo, lindo y hermoso?”, le preguntó. En casa, Gertrud desvistió a Mimi, la puso sobre una pila de diarios y la peló con una maquinita de cortar pelo para perros. Fue un malentendido. Mimi se había imaginado un nuevo pelo, instantáneamente largo, pero cuando Gertrud la paró sobre la bacha del baño -para que se vea en el espejo, porque Mimi era menudita para su edad- no había ninguna melena lustrosa, sino un cuero cabelludo al ras que se mecía sobre un cuerpo tiritando desnudo. Mimi lloró a gritos por días, tratando de agarrar el pelo fantasma. Gertrud también se veía devastada. Ella había sido la que generó el malentendido de Mimi: no había querido decir que el pelo le crecería instantáneamente.
Mimi obtuvo una exención especial en la escuela para poder usar un gorro e insistió en elegirlo ella misma: el gorro de lana verde que Olive le había tejido el invierno pasado. Gertrud no dijo nada -quizás se sentía culpable de haber forzado su voluntad en quien resultó ser una nena inesperadamente confiada, a pesar de su inteligencia- pero era julio y Mimi se sofocaba con el calor del verano. Claro que era solo cuestión de tiempo antes de que el nene cruel -el mismo que había construido un castillo de madera alrededor del cobayo de la clase solo para derribar los bloques cuando nadie estaba mirando y matarlo en el acto- le arrancara el gorro de la cabeza y lo tirara por el aula; y todo el mundo se riera, señalándola, en ronda con ella en el medio.
El pelo sí le volvió a crecer, Gertrud tenía razón. Pero no se veía distinto, y enseguida estaba enmarañado y partido de nuevo a causa de los retorcimientos incontrolables. Después de eso, por lo menos, todos la dejaron en paz. Semana por medio, más o menos, Gertrud barría una pila de nudos de detrás del sofá, donde Mimi, absorta en la lectura, los dejaba caer. Gertrud incluso guardó uno en su cajón de los recuerdos.
Helen sostenía un diccionario ilustrado de alemán. Señalaba una manzana: der Apfel; un barco: das Boot. Mimi se imaginaba a los seres neutros como enanos con torso fornido y extremidades largas. El mono de trapo, por ejemplo, que ahora reposaba en la silla giratoria de Dwight, se parecía sospechosamente a un ser neutro. “El mono ese no habla”, le decía su padre cuando se cansaba de que el mono lo contradijera por enésima vez. Y aun así, a cuento de nada, a veces le comentaba algo al mono, para vengar la idea de Mimi de que la bestia era al menos un ser neutro. Como sabía todo el mundo, los neutros mantenían un silencio cordial. Salvo, ocasionalmente, las nenas (das Mädchen), que también eran seres neutros.
Mimi siempre se sorprendía del sonido metálico del timbre al final de la clase de alemán. El tiempo se había evaporado y formaba cuentas de lluvia que se estiraban por las ventanas. Mimi sabía que la lluvia volvería al océano, que eventualmente formaría nubes y luego más lluvia.
Los personajes submarinos de los cuentos de hadas permanecerían intactos porque habitaban las profundidades del océano y porque no eran reales. El ciclo de la lluvia era eterno y circular, al igual que el tiempo, pero el tiempo escalaba como un tornado, siempre hacia arriba, hacia arriba, creciendo. Las lágrimas surcaban las mejillas de Mimi como los arroyitos de agua en la ventana. No lloraba por la lluvia, sino por el tornado del tiempo que la arrebataría de este lugar. Charlotte le echó un vistazo a Mimi, quien se aferraba, desesperadamente, a la mesa, esperando lo inevitable: Helen se levantaría, tranquila como el ojo del tornado, y le abriría la puerta a Gertrud, quien rompería la cortina de cuentas de gotas y, dedo a dedo, sacaría a la nena a la fuerza.
* *
Imagen: “Shy Zebra” (Cebra tímida, 2011) de Ruby Palmer
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