He perdido todo lo que amé (fragmento)
de J’ai perdu tout ce que j’aimais (fragmento) por Sacha Sperling
traducción de Micaela Agostini
Había decidido que mi nombre sería Sacha Sperling y que mi vida sería sensacional y espectacular.
Había entendido que la única manera de existir era convertirme en otra persona.
Había escrito un libro.
El libro había sido un éxito.
Había sido traducido a idiomas que no hablaba.
Durante dos años, las ediciones extranjeras se acumularon en mi biblioteca. En algunas estaba mi cara, en otras jóvenes asiáticos en posiciones lascivas. La mayoría de las tapas se parecían a los afiches antitabaco que cuelgan de las paredes de las enfermerías en las escuelas.
El libro era simple. Un montaje de viñetas contando el año escolar de un adolescente a la deriva, enamorado de su mejor amigo. Un chico de catorce años que narraba de manera casi mecánica el estilo de vida vacío y extraviado de su grupo de amigos. El libro tenía ciertos pasajes que más tarde fueron calificados como “desconcertantes”, “trash” o “ultra violentos”. (El capítulo que hablaba de una chica de trece años haciendo un trío había impresionado particularmente a los lectores. Estaba también la orgía en la suite de un palacio, el fin de semana en Eurodisney bajo los efectos del Xanax, una conversación sobre un hombre inmolado, etc.). Era la radiografía de una juventud lobotomizada, pasiva y radiante. El retrato de mocosos hastiados durante los años Sarko que erraban de fast food en fast food, de placer fácil en placer rápido en una especie de semi-coma. En quince minutos (aunque debería decir “durante quince minutos”) me había convertido en una estrellita literaria. Fueron quince minutos en los que mi vida se pareció a mis sueños. Me querían conocer, hacer entrevistas. Había fotos mías en jean en la revista Elle, con una remera rota en Le Grand Journal, con mis Nike en L’Express. Los títulos de los artículos eran “Buenos días, melancolía” o “El monstruo Sacha”. Había imágenes muy cool de mí y de mis amigos, en mi fiesta cool, en la piscina cool del hotel Costes, siendo grabados para el programa cool de Paris Dernière. Me hacían preguntas por teléfono, en los cafés. Y yo decía cosas como: “es una suerte extraordinaria”, o: “Es un lujo inmenso poder escribir.” No paraba de repetir idioteces por el estilo. Hoy se me ocurren miles de otras frases tan poco sinceras pero mucho más originales que ésas. En ese momento, no buscaba ser original. En ese momento, sólo quería “seguir teniendo la oportunidad de conocer gente formidable”. Había escrito esas cosas tan chocantes, tan vulgares, y mis respuestas eran tan pulcras y lisas que borraban los rastros. La verdad es que tanto las preguntas como las respuestas me importaban un carajo. Estaba simplemente fascinado por el vapor dorado y malsano que parecía flotar en la estela de mi seducción.
Así que me convertí en el escritor preferido de tu hermanita.
“¡Se da cuenta, Sacha, piden mil por día!
¿Y es mucho?”
Había decidido que mi nombre sería Sacha Sperling, que mi vida sería sensacional y espectacular. Esa decisión la había tomado entre dos tragos de jugo de naranja. Una mañana, decidí cambiar de nombre y después me fui a lavar los dientes.
Tenía dieciocho años, parecía de trece.
Había decidido que hacía falta convertirse en alguien, rápido. Hacía falta existir. Porque de un lado estaba la infancia retorcida, la sombra, la frustración, y del otro, una infinidad de caminos luminosos. Reflectores, estrellas, poco importaba… había algo que se parecía a la luz.
De un lado, la interminable espera, del otro, todas esas personas listas para amarme.
Pero después de un rato, mi vida dejó de ser sensacional y espectacular. Después de un rato, las luces se apagaron y no hubo nadie más para amarme. En un abrir y cerrar de ojos, no quedaban más que los periodistas y los presentadores de televisión, intrigados, tan enojados o agresivos como lo había sido yo en mi libro, y su interés se parecía cada vez más al desprecio.
Porque más allá del relato de las fiestas, del abecedario de substancias ilícitas, lo que más había desorientado a los lectores era la profunda apatía con la cual el narrador del libro parecía observar cómo el mundo se consumía a su alrededor. ¿Cómo podía ser testigo de todo eso sin reaccionar? ¿Cómo podía ser tan joven? Eso era lo que empezaban a reprocharme. Como si fuese todo culpa mía. Como si lo hiciese a propósito. A los dieciocho años no elegimos ponernos al descubierto. Era demasiado joven para darme cuenta de la falta de pudor que se necesita para escribir. No tenía filtro. Y por eso había en el libro algo tan horriblemente sincero que excitaba a las chicas y daba miedo a los padres. El lunes era un escritor prometedor, el miércoles la marioneta imbécil de un golpe mediático, el viernes no tenía importancia porque los libros seguían vendiéndose y eso era lo único que no cambiaba con el correr de las semanas.
Durante más de un año, una foto mía había colgado en el Virgin Megastore. Desde Champs-Élysées se podía ver mi cara colgando adentro del negocio. Mis ojos parecían mirarte directo al estómago. El afiche permaneció ahí durante un tiempo que me había parecido anormalmente largo. Creo que los empleados de Virgin se habían olvidado de sacarlo. Cada vez que me paseaba entre el Monoprix y el Quiksilver me cruzaba con Sacha Sperling y su mirada decía: “¡Ya está, llegamos! ¡Existimos! Era lo que queríamos. Mirá cómo brilla el camino ahora. ¡Cumpliste tu sueño, mierda! ¡Miranos! ¡No vengas a arruinar todo con tus cambios de ánimo!
¡Querías tu jeta en grande, ahí está! ¡Date por satisfecho, flaco!”
Y miraba a este tipo más bien lindo, un poco antipático, con su sonrisita irónica. Y cada vez que pasaba delante de él, me sonreía. Y cuanto más lo miraba, más su sonrisa me asustaba. Porque no era la mía. Ya no era yo en la foto. Era él. Él, que estaba contento, y no quería que nada cambiara. Él y su facha de animal satisfecho. Él, el chiquito invisible, maquillado de adulto con ese mal aspecto que tienen los chicos el día después de Navidad. Había querido un pedazo de eternidad, mi cara en grande, y sin embargo era a él a quien yo veía sobre el afiche. Yo ya no estaba más ahí. Desde la cabina del piloto un joven ambicioso me gritaba que abriera los ojos. Me decía: “Sobre todo no pares. Sobre todo acordate que estás contento, que esto lo que querés.” Pero esa voz se volvía cada vez más débil, fantasiosa, lejana como la infancia. Esa voz; empecé despreciándola, y terminé por ignorarla completamente. Andaba a 200 km/h en un auto flamante, reluciente, ruidoso, pura carrocería, nada en el motor, y quería abrir la puerta y tirarme de ahí. Me hablaban de Sagan. Sagan petrificada en la laca y el polvo dorado. Sagan tan sola. Ese fantasma que todos habrán cruzado sin nunca llegar a verlo. Y yo, el pequeño Sacha Sperling de la nada misma, sucedáneo involuntario, fragmento de cuarzo mediático. “Usted es muy Beigbeder, muy Ellis, muy Minou Drouet, muy Minnie Mouse. ¿Ha leído Muerte en Venecia? ¿Larry Clark? ¿El impermeable es un guiño a Houellebecq? ¿Su corte de pelo se parece al de Zeller? ¿Es usted gay? ¿Es usted un estilo? ¿Cuál es su accesorio fetiche? ¿Su libro preferido? ¿QUIÉN ES USTED?”
Sonaba raro. Tenía el perfil adecuado, el buen libro. La apuesta ganadora. Póker de ases. Y no podía más.
Había entendido que la única manera de existir para mí era convertirme en otra persona.
Había escrito un libro.
El libro había sido un éxito.
Había sido traducido a idiomas que yo no hablaba.
Un día, sacaron el afiche del Virgin Megastore. Un día, pasé delante de las inmensas puertas de este antiguo banco y mi foto no estaba más.
No estaba más la mirada de Sacha Sperling.
Él había… desaparecido.
Arte: Luciana Rondolini “Justin” (2012), cortesía de miau miau
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