Leones
Y en la mitad del día, vino la noche… Barranca abajo, hecho sombra, El Protagonista va dando pasos largos por la línea de las baldosas, equidistante entre el cordón y el muro, si es necesario saltando, hombreando el peso de los edificios, izquierda, derecha, izquierda. El pasado lo aborda y él se deja: cuántos momentos de tarde y libertad supurando a la intemperie, consumiendo por la cuadra, entre zombies y porteros. Más acá los negocios, esos universos tiernos de codicia barata, de buenos intereses, de infinito amor por el oficio, discos, bazares, quinielas, lencerías, todos juntos abrazándolo para recordar el tiempo sin programa… lenta, lenta, mente: la novia sindicalista con teléfono satelital, el chico de los pies ácidos, el encastre ardiente de los vasos largos impregnados de Criadores, la invasión de Pulgas Africanas, las chupadas de espejos, los tajos en las mejillas y el ligue. Y zas. Zas. Pisadas que dejaban huellas sobre el parquet como salpicaduras muriáticas, que echaban humo, nunca visto antes, jamás. Pies de Godzilla curtidos por el barrio. El mismo día que un hielo certero le abrió el cráneo a un pelado laburante y probablemente tramposo que esperaba el colectivo para bajar a Flores. El mismo día que La Niña Santa de la cara quemada le mostró las tetitas vestida de bailarina clásica antes de arrojar al vacío los diarios de la guerra creyéndolos demasiado viejos. Se salvaron algunos, paradójicamente, una selección de las tapas más cruentas.
Un semáforo nuevo, a tres puntas, de esos que confunden al más diestro, lo tiene ahora detenido desconcertado en la esquina en cuestión. El verde no llega nunca y El Protagonista levanta instintiva la vista: ve planear un avión gigante sobre la avenida, un avión, un pájaro, un cóndor de papel, un caza de mentira y otros más pisándole la estela hasta lograr una formación en V que traspasa las rejas altas del templo y aterrizan casi delicados, danzarines, antes del pórtico y de las ojivas. El Protagonista no precisa levantar la mirada, sabe que el que los arroja es Él Mismo, cuatro pisos más arriba, veintidós años atrás, en un contínuum sin descanso, en busca de la perfección. Es su propia mano, mendiga, la que se asoma entre la baranda y el abismo, a la pesca de un aplauso, pero cómo hizo, se pregunta: Cómo hizo para permanecer todo este tiempo, agazapado, quién se ocupó de alimentarlo, cuántos nuevos dueños, inquilinos pasaron por ahí desde entonces, por la concentración, desde que el baúl, los rusos yuanes, la cama marinera, las vitrinas eléctricas y el pequeño raskóoooolllnikov ilustrado… Él ahora, Él antes, había hecho mal las cuentas, se había dejado llevar por el número redondo, eran muchos más años, y no sabe cómo vuelve para su regocijo, en plena forma y virtuosismo, con sus mejores armas convertido en una muñeca experta, superpoderosa, zas, zas, zas, treinta aviones por segundo, lanzamientos diferidos, midiendo altura, fuerza y dirección, nudos y presión atmosférica, teniendo en cuenta el alineamiento de los astros, la fuerza de los vientos: ¿Había elegido especializarse o no le había quedado otra? El Protagonista en altura ya no se lo cuestionaba, había extraviado el habla allá arriba, nadie nunca le reprochó su comportamiento, como tampoco nadie nunca preguntó por los diarios que desaparecían, los inquilinos se dejaban llevar por la idea de un reciclaje natural, otros tenían problemas en el seno de la familia, de amores, con drogas, financieros, laborales, demasiadas preocupaciones para pensar en las noticias de ayer. Mientras tanto… Él seguía imperturbable, agazapado detrás del macetón, ejercitando empuñaduras, a la rasca de la misma tierra reseca, pero tampoco es que viva mal, en la clandestinidad, no hay cianuro encapsulado entre las muelas, tampoco es para tanto. Se trata de Una Consagración como tantas, de una interrupción, El Protagonista no tiene por qué culparse, llevar el oficio a la paroxismo precisa de práctica, aislamiento, algo de misterio, para gozar bien y calibrar la balanza orgánica a la luz de día, para que la noche haga brillar los alerones, las turbinas y la tripulación a bordo. Y ahora que vuelve la cabeza a la explanada de La Iglesia, el atrio se convirtió en una pista de aterrizaje cubierta por máquinas de papel que no se tocan ni se superponen, tan semejantes en el caos aparente.
*
El Protagonista se había arriesgado desplazándose al centro de la avenida para admirar su obra desde el llano. Y hoy, como nunca, su Yo Pequeño de allá arriba se esmeraba, para congraciarse. Fue entonces que vio como en el aire infinitos aviones de distintos tamaños, colores y espesor formaron como por arte: Tres Leones (dos despiertos, uno dormitando)
Pero no Tres Leones al azar, elegidos en la jungla porque sí: Tres Leones con sentido, modelando sus melenas para darse a conocer, Tres Leones que lo nombraban guturalmente, entre rugidos Lo nombraban, Tres Leones que lo saludan con sonrisas, aunque soñoliento lo haga a regañadientes; la boca se le cae tarde, no hay tiempo para el asombro, estos Tres Leones están más allá de la destreza, esas melenas existen, esos colmillos lustrados lo interpelan, conocen bien El Catálogo de Sus Virtudes, Defectos, Vicios, Callos, Horrores Semanales, Lo saben de memoria, Lo vieron llorar, masturbarse, mirar las estrellas estúpido como pocos, emocionarse con canciones cerca de fin de año, abrazarse con desconocidos en la playa, gozar en el reviente, decir barbaridades; lo saben tuerto, poeta, cariñoso y muerto, Tres Leones perseverantes, que lleva adentro como los dedos de los tres momentos que vivió hasta ahora, toda su hermenéutica: La Nada, La Casi Nada y otra vez La Gran Nada: lo vieron broncearse las heridas en la plaza seca, llorar por los pasillos de un hospital de paro, plantarse insolente frente a Un Compositor y no salir airoso, saben que un perro de chicas bien le meó el hombro mientras tomaba sol y él no supo pronunciarse, jugó el juego de la naturaleza, estuvieron cerca suyo la tarde que estrelló un gato contra la pared porque no toleraba más esos maullidos dictados por su conciencia, con pala y escobilla recogieron sus restos la noche que dijo: ¡Ésta es mi debilidad…! pero no lo juzgan ni lo desprecian, saben perdonar. ¿Cuántas veces lo vieron feliz? Verdaderamente feliz, pleno, satisfecho de todo. ¿Siete? ¿Once? ¿Treinta y seis? Las estadísticas varían al ritmo de los criterios. El cuadro se pone en movimiento. Estos Tres Leones que son su creación le muestran ahora sus fauces abiertas de par en par, los ojos dulces, pícaros, terriblemente cómplices como diciendo: Los trenes no pasan dos veces cargados con el mismo néctar… Los cambios se aceleran en vías de la desintegración, melenas por fauces, fauces por garras, garras por ojos, los oráculos se esfuman sin antes advertir un peligro que El Protagonista no entiende, ni ve. En cuestión de un chasquido, el espectáculo se torna demasiado espectacular: inabarcable vacío, destreza pura, virtuosismo: la tristeza del año; el escándalo para no cristalizarse denunciando eso que tantas veces había despreciado a la salida de un teatro, en las puertas de algún recital bajo el puente, oyendo standars alterados, ese discursillo que había acunado y que lo sabe viejo pero que le calza sin esfuerzo, esa comida para sonsos que preparaban a diario los embanderados de las funciones y de las estrategias… el resultado: un impacto sonoro como cachetada de yeti; pero que pasado el fervor, la inflación, pasada la mueca de la ironía sostenida, no quedaba otra; por eso mismo, Rey de los Diletantes, El Protagonista cruza la avenida arrastrando los pies y deja que algunas de sus propias invenciones se sucedan en el éter a sus espaldas como si nada: Una india dando a luz al filo de una quebrada; Un cura pederasta matándose en Internet; La masa crítica partiendo de madrugada.
El Protagonista pensó: Así es el pasado, se esmera en aparecer como sombras de un resplandor, genialidades de papel que se lleva el aire. Pegó una última ojeada, un aquelarre se había apoderado de todo. Y ya empieza a olvidar, como se olvidan los malabares al instante de acabados, y va al frente en su noche día, y llegaría lejos, sino fuera que el rencor produce incalculables cuando el Yo asoma. El ataque se inicia tan sutilmente… ¿cómo podía imaginar que un peón sería la punta de la embestida? Una puntada detrás de la nuca que pincha, sí, pero que podría ser nada. Un aguijón extraviado en el aura. Pero enseguida otra. Y otro. Ay, y una más. Ay ay ay. Le están picoteando el cogote alevosamente. Apenas se da vuelta y mil aviones se le vienen encima, un bombardeo feroz que lo tiene como único objetivo, perfectamente dirigidos a su integridad, porque no hay un alma en la pista. Ya lo sabe, sin necesidad de investigar: La mano que abre fuego es siempre la misma, su mano, más agrandada y peluda, agazapada y rabiosa, probando su arte vengador, tantos años abandonado en esa actividad inmunda, palomo de la fatalidad, y ahora esta indiferencia lavapiés, pero no hay tiempo para diálogo ni consideraciones, estos pájaros asesinos dejan de ser de papel, se organizan, les crecen garfios, alas, picos rapaces… Al Protagonista no le queda otra que largarse a correr por un embudo agitando con frenesí el brazo derecho como para partir el aire, los dedos de la otra mano tapan los orificios en la nuca ensangrentada. Y sangra, sí que sangra. No alucina, es lo que estrictamente sucede.
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