Un cuento ucraniano en Buenos Aires
Stanley Bill
traducción de Ariel Dilon
A fines de 1920, en una calle de Buenos Aires, alguien mató de un tiro a un trabajador ferroviario ucraniano llamado Mykhaylo Marusiak. La fecha es incierta. Las circunstancias, difusas. El hombre que jaló el gatillo era otro ferroviario, un compatriota, oriundo del mismo rincón del sur de aquello que por entonces era Polonia. El incidente probablemente tuvo lugar en un barrio de inmigrantes de la ciudad, que en esos días bullía de europeos recién llegados, con la esperanza de montarse a la que resultaría ser la última ola de prosperidad de la Argentina, previa a la Gran Depresión y las subsecuentes décadas dedeterioro. Mucho antes de que Ucrania llegase a existir como estado independiente, Marusiak era uno de los miles de individuos de etnia ucraniana de las regiones más pobres de la Polonia de entreguerras que se embarcaron para la Argentina en busca de una oportunidad económica. En Buenos Aires, una bala puso fin a sus planes y esperanzas.
Casi un siglo más tarde –tras los arrasadores huracanes de la guerra total, los desplazamientos forzados de población y el totalitarismo soviético– escuché esta historia en una sala de ensayos atestada de gente en el oeste de Ucrania, mientras bebía una cerveza con Andriy Yurkevych, el bisnieto de Mykhaylo Marusiak. Andriy trabaja como actor y director en una compañía de teatro independiente en la pequeña ciudad de Drohobych, cerca de la actual frontera con Polonia. La ciudad ha visto su propia mini-revuelta en los meses recientes, cuando forzó al corrupto alcalde postcomunista a renunciar a su cargo, durante el despertar de la revolución en Kiev. Igual que en la capital, el cambio positivo en las provincias vino preñado de amenazas de violencia. La gente joven como Andriy se siente angustiada ante la posibilidad inminente de un conflicto armado contra Rusia o una guerra fratricida en la parte oriental del país. Mientras tanto, las condiciones económicas de la vida diaria empeoran sin cesar. Emigrar a Sudamérica ya no es una opción hoy en día.
Mykhaylo Marusiak cruzó el Atlántico a fines de la década de 1920, cuando en Polonia existía un altísimo desempleo, especialmente en las regiones del este. La economía argentina todavía era comparativamente robusta. Había trabajo para hombres con espaldas fuertes y experiencia ferroviaria. Marusiak no tenía ninguna intención de emigrar definitivamente. No era pobre en su propia parcela de tierra nativa. Los lugareños lo llamaban “el americano”, pues ya una vez había trabajado durante un corto período en Argentina. Con pesos en el bolsillo, había regresado para comprar un lote forestal, cerca de su pueblo en las montañas Bieszczady, lo que debe de haberlo convertido en algo así como un pequeño potentado en aquellas latitudes. Luego se embarcó una vez más hacia Sudamérica a fin de ahorrar más dinero para una futura y desconocida empresa, que pereció junto con él en esa calle de Buenos Aires. En Polonia, dejó a una viuda y dos hijos. La familia perdió el bosque después de la guerra, cuando fueron expulsados de Polonia hacia la Unión Soviética, junto con cientos de miles de ucranianos a lo largo de la nueva frontera oriental. Hoy, puede que ese bosque ya ni siquiera exista.
La insensata muerte de Mykhaylo Marusiak no fue un crimen, sino más bien un trágico accidente. Todos los domingos, miembros de la comunidad ucraniana en la capital argentina se congregaban en la calle para comprar, vender y canjear bienes entre ellos. En una de esas ocasiones de mercado informal, Marusiak intercambió su reloj pulsera por un revólver. Mientras le tendía su preciosa máquina de precisión al otro hombre y recibía de él su nueva adquisición, el arma se disparó. Marusiak murió en el acto. Los testigos del hecho establecieron, más allá de toda duda razonable, la naturaleza no intencional del incidente. La policía no se molestó en investigar. Tal vez, sencillamente, jamás recibieron la denuncia de la muerte de un inmigrante ucraniano venido de Polonia. Alguien hizo arreglos para que el cuerpo fuese cremado.
La respuesta del otro hombre a aquel acontecimiento absurdo y terrible fue tan sorprendente como comprensible. Decidió hacer el viaje y dar la cara ante la familia de Mykhaylo Marusiak, para explicar personalmente lo que había sucedido. Abordó un barco en Buenos Aires. Navegó las aguas del barroso Río de la Plata, dejando que, a sus espaldas, los edificios de muchos pisos y las reliquias incineradas de su compatriota muerto se hundieran detrás de la curvatura de la tierra. Presumiblemente no tuvo ni la oportunidad ni el derecho de llevarse las cenizas consigo. Carecía de cualquier asociación formal con la familia. Sólo aquel disparo accidental los había unido.
El barco lo llevó a mar abierto, lejos de las grandes masas de tierra y las populosas ciudades de ambas orillas. El viaje demandó tres semanas. Quizá recorrió la cubierta día y noche. Tal vez apenas si dejó su litera. Tal vez bebió y jugó a las caras con otros viajeros. Cuando llegó a Polonia, probablemente a través del recién construido puerto de Gdynia, se puso en viaje por tierra para cruzar el país a todo lo largo, desde el Báltico hasta las montañas Bieszczady, donde arregló un encuentro con Kateryna, la joven esposa de Mykhaylo Marusiak. Primero se disculpó por haber matado a su marido. Luego le pidió su mano en matrimonio.
Ella lo rechazó.
AndriyYurkevych me cuenta que su bisabuela era una mujer hermosa a quien no le faltaban pretendientes. Nunca volvió a casarse. La familia sobrevivía gracias a una pensión en la Argentina, que Mykhaylo Marusiak había gestionado por intermedio de su trabajo en el ferrocarril. En 1946, Kateryna y sus dos hijos tuvieron que dejar su pueblo y la parcela de bosque que su marido había comprado con sus ahorros argentinos. Nerviosas fuerzas de seguridad polacas los obligaron a apiñarse en un transporte y los empujaron al otro lado de la nueva frontera, hacia una nueva vida en la República Socialista Soviética de Ucrania. Se establecieron en la ciudad de Drohobych, a tan sólo cincuenta millas de su pueblo natal, pero separados por una línea trazada sobre un mapa, línea que a los deportados a la Ucrania Soviética no se les permitía cruzar. Así que Andriy Yurkevych creció en Drohobych con los cuentos familiares acerca de las cenizas de su bisabuelo, que descansaban en un cementerio de Buenos Aires.
Las conexiones actuales entre Argentina y Ucrania son, en el mejor de los casos, tenues. Ambos países ocupan un puesto alto en la lista de estados que probablemente entrarán en default por causa de sus deudas soberanas. Por lo demás, pertenecen a mundos separados, sumergidos en sus respectivas y muy diferentes ciénagas de turbulencia económica, política y social, en extremos opuestos del globo. Argentina enfrenta huelgas y una inflación interminable. Ucrania está en peligro de desgarrarse bajo la doble presión de la interferencia externa y las divisiones internas. Aun así, mientras se suceden las crisis y calamidades de la humanidad política, yo me encuentro pensando en las finas hebras de las vidas individuales, que pasan entre países y continentes dispares, formando los nudos a veces inesperados que hilvanan este mundo más allá de océanos de espacio y de tiempo.
Pienso en Mykhaylo Marusiak y en los hilos fantasmales del destino que corren a través de las marejadas del Atlántico, desde una pequeña ciudad en el oeste de Ucrania hasta la capital de la Argentina. Pienso en antiguas nociones de honor y responsabilidad, que coexisten de manera poco confortable con las modernas redes del capital global. Pienso en el lazo fatal que une a un joven director de teatro en la Drohobych postsoviética con los ferrocarriles de la Sudamérica postcolonial. Pienso en un bosque de pesos en Polonia. Pienso en las fronteras cambiantes, cuando las fronteras han cambiado una vez más. Pienso en inmigrantes a lo largo y a lo ancho del mundo, llevados muy lejos de sus familias y sus bosques por las mareas de la adversidad y la oportunidad económica. Y sobre todo, pienso en un ucraniano sin nombre que viaja solo, regresando en barco a la Argentina, en algún lugar en medio del océano, con una fallida propuesta de matrimonio y la muerte de un compatriota pesando sobre su consciencia.
* *
Imagen: Stanley Bill
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