Marilyn Monroe, mi madre
Neda Miranda Blažević-Kreitzman
traducción de Agustín Cosovschi
Mucha gente lucha con el malestar y el miedo, en vano, cuando viaja en avión. Dino Lučić y Veljko Linić no eran de esa clase de gente. Los dos jóvenes hombres de negocios de Split se reclinaban tranquilamente en sus asientos en el vuelo que iba de Frankfurt a Los Ángeles, y sólo luchaban con el sueño que les bajaba los párpados, impidiendo así a su espíritu viajero mirar por la ventanilla hacia el brillante cielo azul que atravesaba la nave.
Dino Lučić era alto, delgado y de pelo oscuro, mientras que Veljko Linić era de estatura media, musculoso y de ojos azules. Ambos trabajaban en Jedrogradnja, una compañía dedicada a la fabricación y la venta de lanchas y yates. Sus mejores compradores eran los norteamericanos. Hacía casi cuatro años que los representantes de Jedrogradnja trabajaban con la firma The B & B Brothers Inc. De Los Ángeles.
Lučić y Linić eran amigos desde el colegio secundario. Cuando la guerra en Croacia comenzó en 1991, su generación estaba graduándose. Dino, que tenía unos tíos en Canadá, se fue a Ottawa, donde estudió en la universidad del mismo nombre. Luego de cuatro años, se graduó en comercio internacional y finanzas. Los estudios lo ayudaron a aprender bien el inglés y el francés. Poco después de graduarse, Dino consiguió un trabajo de oficina en Sal-Mon, un gran complejo industrial de pescado. Trabajaba hasta el cansancio, pero con energía. Dos años más tarde, su esfuerzo, celeridad y, como suele ocurrir en estos casos, su altura y su buena apariencia, le valieron un ascenso a asistente del gerente principal del Departamento de Finanzas de Sal-Mon. La comercialización en el mercado global implicaba viajar frecuentemente a distintos rincones del mundo: China, Japón, Oriente medio, América del Norte y del Sur. Esta posición nueva y bien paga de Dino era muy exigente, pero él era fuerte y ambicioso. En los viajes frecuentemente se encontraba con mujeres lindas e inteligentes, cuya mirada convocaba como si fuera una joya rara y brillante. Sin embargo, sus ocupaciones aún no le permitían estar listo para una relación. Le alcanzaba física y emocionalmente con los breves encuentros amorosos que tenía con mujeres que conocía en reuniones de trabajo, en ferias internacionales de alimentos y en bares a lo largo y ancho de América, Asia, Oriente medio y Europa. Creía que su vida era ideal hasta que una noche, poco después de su trigésimo segundo cumpleaños, la engañosa fuerza de la nostalgia lo levantó, proyectándolo en sus pensamientos hacia las imágenes mentales de sus padres, su ciudad natal, sus amigos de la infancia y su amor del colegio, Karmela, una seductora morena que tenía enamorados a todos los chicos de la escuela.
Después de dos meses de extensas negociaciones con la nostalgia y con sus superiores en Sal-Mon, presentó su renuncia y volvió a casa en Split. Tres meses después, se casó con Karmela, que trabajaba como técnica médica en la farmacia de la ciudad. Estaba divorciada y tenía un hijo de cinco años.
En el casamiento de Dino y Karmela estuvo también su viejo amigo Veljko Lini?. Ingeniero naval, padre de dos niñas y casado con Mirjana, abogada, Veljko trabajaba como proyectista naval y constructor en la financieramente débil Jedrogradnja. Era trabajador y sacrificado. De lo único que le gustaba hablar largo y tendido era de motores náuticos y de la construcción de todas las especies de barcos. Sus amigos por eso lo llamaban Veljko Motor. Pero ese apodo irónico no le había impedido obtener un premio de la Unión Europea de Constructores de Barcos por su invención: una instalación de válvulas de seguridad que funcionaba en el sistema de enfriamiento del motor. Varios constructores navales escandinavos y alemanes le habían ofrecido puestos de trabajo bien pagos, pero Veljko los había rechazado sin dudarlo, diciendo: “No sea cosa que un día en algún lugar del extranjero mis propios hijos me empiecen a hablar en una lengua que apenas entiendo”.
El reencuentro de los dos viejos amigos, Dino y Veljko, fácilmente retomó desde donde había quedado catorce años atrás. El Director de Jedrogradnja, Mate Škoro, le ofreció trabajo a Dino. Con mucha razón, Škoro esperaba que el conocimiento de Dino del comercio global, las lenguas y culturas extranjeras, junto a la genialidad ingenieril de Veljko, ayudaran a Jedrogradnja a meterse en el mercado transoceánico. Esa simple aritmética unió a los dos viejos amigos en un exitoso dúo en el que ambos eran tanto el timonel como los miembros de la tripulación. Ahora, mientras el viento fuerte y las olas altas del Océano Pacífico competían para ver cuál de los dos rompía con más fuerza contra la costa de roca y arena del oeste de California, sus velas indestructibles servían a la vez a los navegantes talentosos y los surfistas como combustible natural para las exhibiciones que desafiaban vertiginosamente la confundida gravedad.
Una brisa más suave sacudió el avión en el que dormían Linić y Lučić. El sacudón los despertó a ambos, obligándolos a mirarse mareados. Tras un segundo, Veljko comenzó a humedecerse la boca seca y Dino, a frotarse los ojos nublados. Ningún peligro, sólo un pozo de aire bajo las alas. Luego ambos voltearon la cabeza contra la ventanilla del avión, torciéndose un poco el cuello. En su visión sedienta se metieron las panorámicas del Océano Pacífico: su piel inacabablemente rugosa punteada por barcos blancos, azules y rojos, que aceleraban a través del agua como delfines juguetones. Algunos de ellos habían sido fabricados por Jedrogradnja. Mientras con una pequeña sonrisa Veljko y Dino seguían cuidadosamente sus saltos por las crestas de las olas, por la cabeza se les cruzaban pensamientos parecidos. Los dos estaban seguros de que su nuevo modelo de barco motorizado ST22, y el slogan de Jedrogradnja para el barco, Hvatajte vjetar s nama!/Agarrá el viento con nosotros!, le iba a encantar a los americanos.
Los buenos slogans aumentaban las ventas. En sus clases de Publicidad y presentación de nuevos productos en el mercado, Dino había aprendido que el simbolismo y el significado positivo de las imágenes en las publicidades o slogans tienen un poder decisivo en la identificación del comprador con el artículo que desea comprar. Por ejemplo, en la nueva publicidad de Jedrogradnja, la fotografía del velero blanco inclinado sobre la ola grande y azul, y las palabras agarrá el viento con nosotros simbolizaban el movimiento, la velocidad, la libertad y la unión con los otros.
Después de nueve fatigosas horas de verano, mientras el avión de Frankfurt por fin aterrizaba en LAX, el aeropuerto de Los Ángeles, el globo incandescente del sol de mayo caía lento sobre el llano horizonte del Pacífico, manchado de escamas doradas que relucían sobre el agua reticulada, todavía poblada por veleros perfilados y barcos en perpendicular.
Aunque Lučić y Linić habían visitado ya tres veces la ciudad de los ángeles coloridos, cada vez que habían estado en esas amplias calles, plazas y avenidas se habían sorprendido con algo nuevo, provocativo, y en ocasiones lisa y llanamente asombroso. Por ejemplo, el año anterior se habían encontrado con una pequeña plaza donde un joven con el pelo largo teñido de naranja, el rostro tatuado y una iguana verde en brazos, un lagarto de un metro de largo, presentaba un acto artístico. (¿O era circense? Dino y Veljko no estaban seguros).
Por su performance con la iguana, el artista callejero pedía un dólar a los observadores, aunque también aceptaba monedas. Mientras algunos billetes y monedas tintineantes caían cada tanto en el sobrero rojo del joven, volcado al revés sobre la calle a un paso de él, cuidadosamente se metía en la boca la cabeza ancha y escamosa cabeza de la iguana, luego sacándola de a poco. Adornada por largas puntas osificadas, la cabeza del lagarto parecía una corona viva que en cualquier instante podía perforar el paladar de su amo. Finalmente, luego de que el cuerpo de la iguana se suspendiera al ritmo de esos monótonos movimientos rituales, el imperturbable intérprete comenzaba a meterse la cabeza del lagarto cada vez más profundo por la boca.
Los observadores reaccionaban de maneras distintas. Algunos se reían nerviosamente, otros movían las manos, mientras que unos manifestaban disgusto y otros clamaban a viva voz “¡Así, así!”. Una mujer rolliza de pollera floreada empezó a chillar, mientras un afroamericano exclamaba: “¡Hermano, aquí ya no se sabe ni quién es el hombre, ni quién el animal! ¡Pobre bestia!”. Dino y Veljko sólo intercambiaron miradas. Finalmente se dieron vuelta y abandonaron la plaza, con las cejas alzadas.
Estaban seguros de que este año la oferta de exhibiciones callejeras de Los Ángeles volvería a estar llena de tragadores de animales exóticos, fuego y espadas afiladas.
Mientras una penumbra púrpura caía del cielo en la ciudad angelical, iluminada ahora por miles de luces, los dos hombres de Split esperaban un taxi frente a las grandes puertas en tríptico del aeropuerto. De sus hombros colgaban los bolsos deportivos con las laptops. Junto a sus pies yacían las pequeñas maletas azul marino. Por costumbre, Lučić y Linić miraban a su alrededor a ver si podían divisar algún nativo cuya apariencia y comportamiento los pudiera animar, o tal vez alguna chica linda que les pudiera arrancar un suspiro. Su escrutinio fue interrumpido por la voz penetrante de una taxista, que detuvo su auto azul y verde exactamente frente al lugar donde estaban parados los dos hombres de Split.
“Señores”, saludó la taxista saliendo del auto.
“Buenas noches”, respondió Dino en un inglés sin acento, levantando rápido su maletín de viaje de la vereda. Veljko lo siguió, asintiendo hacia la conductora de pelo platinado. Ese saludo silencioso le sirvió al mismo tiempo para señalar la apariencia y la edad de la taxista. Era bonita. Veljko no podía adivinarle la edad con exactitud. Entre treinta y cuarenta, pensó.
La taxista le sonrió. Ella sabía qué tipo de preguntas le daban vuelta por la cabeza. Por eso estimuló la imaginación de Veljko con el ligero movimiento de un rizo de su frente suave, que se echaba detrás de la oreja derecha. Sin embargo, el rizo rebelde se daba vuelta y volvía a su lugar anterior.
El propio Veljko comenzó a sonreír con disimulo. Luego la taxista decidió terminar con ese pequeño juego, se dio vuelta y agitando sus caderas anchas se fue hacia el baúl del taxi. Un paso antes de detenerse, se sacó aquel mechón rizado del ojo derecho con un dulce movimiento de cabeza. Estaba convencida de que Veljko todavía la estaba mirando, así que con suavidad se acomodó el cuello profundo de su remera rosada. La remera, estampada con manchas amarillas de leopardo, se le ajustaba al torso robusto.
Los jeans color plomo de la mujer destacaban con fuerza su trasero redondo. Las sandalias azules con tacones altos, cubiertas con un diseño atigrado, daban cuenta de que la taxista era una amante de los animales salvajes, socia de algún gimnasio y también una imitadora bastante buena de la inalcanzable Marilyn Monroe. (Los Ángeles era la meca de los y las imitadoras de la célebre actriz).
Luego de dejar sus cosas en el bául, Veljko y Dino se sintieron invadidos de repente por la pesadez y el cansancio. El aire cálido californiano y las nueve horas de diferencia horaria entre Split y Los Ángeles los golpearon a la vez como un péndulo enorme. Comenzaban a transpirar, y sólo esperaban conseguir un hotel y una ducha.
Mientras se tumbaban en el asiento trasero del taxi, la taxista de pelo platinado les preguntó livianamente: “¿A dónde vamos?”.
“Hollywood, Hotel Luna Luna”, respondió Dino, sacándose el sudor de la frente con un pañuelo descartable.
La taxista asintió con la cabeza, prendió el aire acondicionado y arrancó. Al salir del aeropuerto de Los Ángeles hacia Sepúlveda Boulevard, la mujer echó una rápida mirada hacia el asiento junto a ella, donde yacía una caja marrón de cartón llena de folletos.
Ya eran las nueve de la noche. La luz brillante de los neones callejeros, las ventanas masivas de los rascacielos y de las carteleras enormes con avisos multicolores daban a los habitantes de Los Ángeles la ilusión de que vivían en una estrella nocturna inapagable.
Luego de algunos minutos de viaje, Veljko se quedó dormido. La boca le quedó un poco entreabierta, con la mano izquierda apoyada junto al cuerpo y la derecha cuidadosamente doblada sobre el hombro. Parecía un niño dormido en un cuadro de Caravaggio, el delicado pintor renacentista.
La conductora, que cada tanto miraba por la ventana, ahora levantó la mirada hacia el espejo derecho detrás de su cabeza. El reflejo de sus ojos azules, suavemente maquillados, se encontró entonces con el de los ojos oscuros de Dino. Hasta entonces, él no había prestado atención a la conductora. Había estado mirando inexpresivamente a través de la ventana, acomodándose en el asiento, buscando una posición más cómoda para sus piernas largas. Pero la conductora tenía paciencia. Durante los minutos siguientes, miró hacia el espejo en intervalos regulares, sabiendo que ese hombre alto detrás de ella terminaría por sentir su mirada sobre él. Y así fue.
“¿Están en LA por trabajo o por diversión?”, preguntó la mujer cuando el reflejo en el espejo de sus ojos agudos se encontró con el reflejo de los ojos agotados de Dino.
“Por trabajo”, respondió seco Dino. No estaba de ánimos para conversar.
La conductora, que evidentemente quería charlar, no se desganó tan fácilmente. “Pero un poco de diversión en LA nunca está de más, ¿no?”.
“Por supuesto”, contestó Dino, sabiendo más o menos hacia dónde llevaba esa conversación: el aburrido pronóstico del tiempo, el turismo y el resto de los temas de ocasión típicos de taxi.
“Supongo que en momentos de distracción encuentran también algún tiempo para leer”, continuó la taxista sutilmente.
La suposición sorprendió a Dino. ¿Leer como diversión en Los Ángeles? Tiene que estar bromeando, pensó. Aunque, en realidad, tal vez no. Con su mente analítica, de inmediato pensó que probablemente se tratara de una contraseña o un engaño hollywoodense, una pregunta graciosa con la que los agentes de distintos asuntos clandestinos, incluyendo la venta de drogas y la prostitución, intentaban atraer clientela para el circuito de sus negocios inescrupulosos. Leer. ¿Leer qué? Dino empezó a sopesar la pregunta. ¿Libros? ¿Qué tipo de libros? ¿Leer pensamientos, sueños, las palmas de las manos??
Mientras tanto, un pequeño gesto irónico le vibraba en la cara. Él era un hombre de negocios y conocía todos los engaños posibles para vender lo que fuera a los potenciales clientes. Pero hasta ahora nunca un conductor o una conductora de taxi le habían preguntado si se divertía en la ciudad que visitaba leyendo. Leyendo en serio.
“Ya sé que mi pregunta no es común en estas situaciones profesionales o sociales. Pero bueno, a mí me gusta leer, así que me parece lógico conversar con los clientes sobre libros”, dijo la taxista, leyendo el pensamiento de Dino.
Él se acomodó en el asiento una vez más y asintió. Todavía con dudas, esperaba que la conductora entrara en detalle, para entender la pregunta que le estaba planteando. Ella lo entendió de inmediato, diciendo con un tono personal: “Muchos de mis clientes vienen de distintas partes del mundo, así que muchas veces me entero por ellos de los nombres de escritores que escribieron libros interesantes en su idioma. Así que, si me permite preguntar, ¿quién es su escritor preferido?”.
Dino puso los ojos en blanco y suspiró. Todavía no sabía qué camino tomar: ¿meterse en una conversación casi académica con la conductora, que, según todo indicaba, había estudiando literatura inglesa o algo así, o decirle que estaba cansado del viaje y que lo único en lo que pensaba era una cama limpia? Cuando abrió la boca para decirle que no podía esperar a recostarse en esa cama anhelada, la taxista se dio vuelta hacia él y le sonrió. Con la luz baja del taxi, su cara se veía joven y fresca.
Dino tragó saliva. Pensó que en ese momento no le convenía pensar en la cama y en recostarse en ella. Pero, ¿qué contestar? Que no tenía escritor preferido. Que generalmente leía libros técnicos escritos por economistas y financistas. Y tal vez pudiera bostezar y decir que estaba cansado. Pero la conductora entonces podría preguntarle de dónde venían él y su compañero de viaje, y cuánto tiempo se quedarían en Los Ángeles. No, de ninguna manera se quería meter en una conversación más profunda con la taxista.
Como si hubiera leído de inmediato el pensamiento vacilante de Dino, la mujer volvió su perfil suave hacia él de nuevo y dijo, con una voz tenue: “Seguro que está demasiado ocupado, por eso no tiene mucho tiempo para leer. Es lógico”.
“Sí”, murmuró Dino y aspiró profundo el aire frío del aire acondicionado. Le hacía doler la garganta. Las pequeñas corrientes de dolor de inmediato le provocaron pánico en el estómago ruidoso: lo último que necesitaba ahora era agarrarse unas anginas. No debería haber tomado tanta agua con hielo en ese avión húmedo, pensó mientras las capas de saliva lo obligaban a tragar una y otra vez, probando así cuánto le dolía la garganta.
La conductora entendió el silencio de Dino como un aliento a continuar sola consigo misma la conversación sobre la lectura y los escritores favoritos. “Estoy segura de que usted sabe quién es William Saroyan. Escritor norteamericano, un dramaturgo fantástico. A mí me gusta incluso más que el mismo Tennessee Williams. Y sí, todos tenemos nuestras simpatías, ¿no?”.
Y sin esperar ni un segundo a que Dino respondiera a su pregunta, continuó melodiosamente: “Mire, se me acaba de venir a la mente una anécdota de Saroyan. Charlando con un periodista dijo que nosotros los lectores deberíamos sentirnos agotados cada vez que terminamos un buen libro. ¿No es divertido?”.
Finalmente dejando de tragar saliva, Dino quiso responder que él ya estaba bastante agotado, tanto como si hubiera leído el último libro del tal Saroyan, y que ya no podía conversar del cansancio. Pero de repente se le despertó la pedantería, moviéndolo a responderle a la linda taxista que en los últimos cinco años había leído un montón de novelas y obras de clásicos norteamericanos y modernos, y que podría discutir sobre ellos hasta que saliera el sol, pero que, bueno, no podía porque le dolía mucho la garganta. Al mismo tiempo le apareció la luz de la alarma advirtiendo que se resistiera a la idea, por si la conductora aprovechaba su jactancia para atacar de nuevo, recurriendo, estaba seguro, a algún clásico épico ruso, de los que no sabía prácticamente nada. Aunque había visto la película de Guerra y paz en la televisión. Demasiados personajes, demasiados enredos amorosos. Demasiada poca acción. Se había quedado dormido en el sillón justo antes de que un tonto, Bezuhov, si recordaba bien su nombre, se casara con una mujer de la que ni siquiera estaba enamorado. Una verdadera telenovela, pensó Dino bostezando.
La conductora rozó a Dino una vez más con una rápida mirada en el espejo retrovisor. “¿Ha leído a Saroyan, tal vez?”, preguntó suavemente.
Esta vez Dino no se pudo defender con el silencio. Aunque nunca antes había escuchado hablar de este William Saroyan, murmuró: “Sí, sí, Saroyan sabía lo que decía”.
La paciente taxista rubia dio vuelta la cabeza hacia Dino y lo miró profundamente a los ojos.
Dino temió inmediatamente que su respuesta mentirosa e imprudente lo pudiera llevar a una conversación absurda y ambivalente sobre un tema de algún libro complicado que hubiera escrito el tal Saroyan y sobre cuánto agotamiento había sentido al terminarlo. (No había podido cerrar el libro del cansancio). Pero no, esta vez tampoco se metería en una charla inútil sobre libros. No quería mentir diciendo que los había leído. A esa decisión agregó una tos mentirosa. Esperaba que su carraspeo estratégico le diera a la conductora la señal de que estaba vencido por el frío y ya no podía seguir conversando.
Pero la mujer, decidida, no quería dejar tan fácilmente que Dino se echara atrás. Además, no todos los días llevaba a un hombre tan atractivo. Por eso lo sorprendió con más detalles sobre Saroyan y sobre sí misma. “Ve usted, Saroyan es de alguna manera mi modelo literario y humano. Nació en California, justo como yo. Sus padres llegaron a los Estados Unidos desde Armenia. Su padre murió cuando tenía tres años. Su familia se deshizo: él, su hermano y su hermana terminaron en un orfanato. Más tarde volvieron a vivir con su madre. La vida era dura. Saroyan, que no tenía nada salvo talento para observar el mundo a su alrededor, comenzó a escribir sobre ese mundo y sobre sí mismo. ¡Y así fue! ¡Estados Unidos y el mundo consiguieron un nuevo genio! ¿No es una historia fantástica?”.
Dino asintió y suspiró desesperado. Tácticamente, la conductora agregó con indiferencia: “Yo también escribo un poco”.
Dino se masajeaba la sien. Le ocurrió en realidad lo que se temía. La taxista era una escritora desconocida, deseosa de conversar sobre sí misma y su escritura. Una literata fantasma, entonces. Esa era su ley, su trampa: lo iba a inundar con historias que nunca iba a llegar a escribir. Y cualquiera quiere ser escritor hoy en día. ¿Qué hay de atractivo en esa profesión? ¿Darse cuenta de que el mundo es un engaño desde donde quiera que lo mires?, especuló, tragando de nuevo con dolor la saliva que se le juntaba descontrolada en la boca. Con los dedos de la mano izquierda se tomó el cuello frío y volvió a toser, deseando darle con ese movimiento y tratamiento de la garganta una nueva señal a la ambiciosa conductora-escritora para que lo dejara de ahogar con sus tediosas historias sobre la escritura y sobre el tal Sajoyán, o como fuera que se llamaba ese tal William.
La conductora esperó a que Dino pusiera fin a sus pensamientos agitados. Cuando hubo dejado de toser, inclinó un poco la cabeza y una vez más le sonrió coquetamente por el espejo: “¿No se siente bien?”.
“Ah, no, estoy bien”, reaccionó pronto. No quería que la devota conductora-escritora empezara ahora a recomendarle saunas locales donde exudar todas sus dolencias ocultas del cuerpo y luego gozar del masaje con el que una preparada masajista lo pudiera adormecer. (Y, quién sabe, tal vez despertarlo luego con cariño).
Y a Dino le cayó del cielo brillante la idea de bordear con una mirada veloz de láser los hombros atléticos y voluptuosos y las manos desnudas de la taxista. Volvió a tragar saliva. ¡Santo cielo! Justo ahora no tenía que meterse en una árida fantasía erótica. Eso era lo último que necesitaba, se decía a sí mismo, mientras con los dedos de la mano derecha golpeteaba mudo sobre su cadera.
En el preciso momento en que se prohibía estrictamente empezar a pensar en la taxista desabrochándose los tres botones de esa remera con diseño de leopardo, ella le dijo con un tono de optimismo en la voz: “Vuelvo a Saroyan. ¿Verdad que su historia de vida es inspiradora?”.
Dino se alteró. De nuevo el tal Saroyan. Y ahora encima la inspiración que traía su historia. Si había una palabra que lo podía poner de mal humor y quitarle toda la energía mental y física, era la palabra inspiración. Se había cansado de escucharla en la facultad y en su primer trabajo. Para muchos de sus profesores y compañeros de trabajo, todo podía ser una inspiración para una persona: la pobreza, perder un partido, terminar con una novia o un novio a quien no le gustan los chistes sobre las gallinas y los trajes de baño. Pero Dino no creía en esa teoría de optimismo utópico cuya bandera, según él, se llamaba “inspiración”.
La taxista interpretó la pausa de Dino ante la pregunta como un signo de que estaba de acuerdo con ella. Le sonrió ansiosa por el espejo. Metido en un remolino de pensamientos contradictorios, a Dino no le quedó más que asentir con la cabeza y arrojar: “Sí, la historia de Saroyan es muy inspiradora”.
La conductora quedó satisfecha con esa respuesta escolar. “Verá, como ya le he dicho, la vida brutal de Saroyan me inspiró a escribir mi propia historia de vida. El título es Marilyn Monroe, mi madre.”
Dino volvió a tragar saliva. Aunque estaba a la espera de que la taxista empezara a recitarle títulos altisonantes y hollywoodenses de libros que probablemente nunca saldrían de su taller literario para ser publicados, con esto consiguió sorprenderlo. ¿Había escrito una autobiografía en cuyo título aparecía, ni más ni menos, la mismísima Marilyn Monroe? Madre adoptiva de la conductora. Dino tenía ganas de sonreírse, pero se contuvo. No quería inmiscuirse con su ironía en la vida ficcional de la conductora. Había conocido algunas mujeres y hombres que se inventaban historias sobre grandes aventuras que nunca habían vivido. Y todo eso solo para impresionarse a sí mismos y a aquellos que tenían vidas todavía más monótonas y aburridas que las de ellos.
La calma, necesaria para que la taxista viera la extensión y profundidad de la sorpresa de Dino ante su mención del nombre de Marilyn Monroe junto con la palabra “madre”, duró más que los clásicos cinco segundos de tensión. Dino era la excepción a esa regla. Le gustaba analizar, ponderar, criticar y darse más lugar en las conversaciones que, voluntariamente o no, tenía con la gente. Así que dejó que la taxista esperara impaciente su respuesta, su reacción a lo que le acababa de decir.
Para subrayar su sorprendente control ante esa situación infantil, Dino se rascó el codo puntiagudo y una vez más rodeó con la mirada el suave perfil de la conductora. Por su apariencia, su manera de hablar y sus ideas, le pareció que estaba frente a una escritora-principiante-mentirosa que escribía una biografía en la que decía que Marilyn Monroe era su madre. No era una mala idea, pensó. Pero, por lo que sabía de Marilyn Monroe, concluyó que la ardiente actriz funcionaba para muchos como un buen anzuelo para crear glorias absurdas y, por supuesto, conseguir dinero fácil. Así que ahí estaba, el misterio estaba resuelto. La conductora deseaba exactamente eso: un pedacito de esa fama sensacionalista por cinco minutos, y el dinero que con ella vendría.
Satisfecho con su perspicacia, Dino se sonrió con aires de superioridad.
Un poco sorprendida por esa sonrisa silenciosa (le acababa de decir que su madre era Marilyn Monroe), la conductora sonrió una vez por el espejito derecho, cazando en él la mirada altanera de Dino.
Suspirando, los ojos de Dino voltearon tácticamente hacia Veljko, quien seguía durmiendo profundamente, respirando fuerte con la boca abierta. Luego devolvió ligeramente los ojos hacia el espejo, en el que se reflejaba ahora el perfil de la repentinamente insatisfecha conductora. Mientras con sutileza contemplaba el lado derecho de su frente, contra el que rebotaba un rizo rebelde, su nariz respingada y el ángulo de sus labios apretados, no podía desasociar su rostro suave con el de Marilyn Monroe. Pero la cirugía plástica hoy podía convertir a cualquiera en cualquiera, pensó inmediatamente en silencio, tosiendo. La garganta le dolía cada vez más.
“¿Usted sabe quién era Marilyn Monroe, no?”, preguntó ella finalmente, con una seca voz de maestra.
Dino se contuvo de decir algo sarcástico como “no, no sé exactamente quién era M.M., pero sé que mi viejo escondía sus fotos debajo de las botellas de cerveza vacías en el garage”. Pero la mirada cálida de la taxista le recordó que tenía que ser amable. Además, no quería que ella le empezara a explicar quién había sido Marilyn Monroe y qué relación había tenido el tal Saroyan con las dos. Así que solo murmuró: “Sí, ya sé quién era Marilyn Monroe”.
La taxista inclinó la cabeza un poco hacia la derecha. No estaba segura de por qué Dino no mostraba más interés por su historia de vida con Marilyn Monroe de protagonista. Eso le interesaba a todo el mundo. En cualquier combinación que fuera, el solo nombre de Marilyn Monroe llamaba siempre la atención de todos. Echó un suspiro, volvió la cabeza hacia Dino y con una sonrisa le preguntó, indolente: “¿Sabía usted que Marilyn Monroe fue una de las pocas actrices de Hollywood sin una sola operación correctiva? Ni la nariz, ni los párpados, ni los labios, ni las orejas, ni los pechos. Era perfecta por naturaleza”.
“Sí, estoy de acuerdo, Marilyn era perfecta por naturaleza”, respondió Dino rápido y pronto, moviendo sus piernas largas y contracturadas del lado izquierdo al derecho. La obstinación con la que la conductora quería arrinconarlo en la conversación le hizo acordar a la gente que perseguía sin cansancio esa fama efímera. Una vez había visto en la televisión un programa sobre mujeres y hombres que alquilaban y pagaban muy caro a un llamado “escritor fantasma” para que escribiera algo ridículo y escandaloso con su nombre y que lo leyeran millones, que lo consumían sólo porque su propia vida era aún más vacía que la de esos vendedores de fantasías huecas. En ese mismo programa había visto a un hombre de mediana edad que afirmaba imperturbable que poseía un papel que mostraba que era el tátara tátara tátara nieto de Jesucristo y María Magdalena, así que poseía todos los dones divinos de Cristo. Para demostrarlo, explicaba que se había tirado del décimo piso del edificio en el que vivía a los veintitrés años y que había sobrevivido, aunque cayendo en un coma. Luego de quince años, inesperadamente se levantó. Lo primero que le había venido a la mente fue poner un cable entre dos rascacielos de Nueva York y cruzar a través de él sin nada para balancearse. Pudo hacerlo con facilidad. Luego escribió un libro sobre cómo había sabido y sentido que era tátara tátara tátara nieto de Jesucristo y de María Magdalena desde que había nacido. El libro se vendió bien por unos meses porque la desaprobación de los miembros de algunas comunidades religiosas levantó algo de polvo en el público por lo que ellos consideraban temas sacrílegos, dándole así una publicidad inesperada e inmerecida.
Pero, ¿quién determinaba qué era merecido y qué no? Dino no se quería gastar demasiado en esas divisiones del pensamiento crítico.
Mientras observaba la parte derecha del cuello delgado pero firme de la talentosa taxista, se le volvió a formar una pequeña sonrisa irónica en el rostro. Ahora estaba completamente seguro de que ella era una de los muchos escritores a la caza de la fama. Algo en la actitud y en la cabeza ligeramente inclinada de la taxista y su insistencia en mirar por el espejo detrás suyo le recordaron a Dino esos cazadores de fama. Muchos de ellos miraban de la misma manera al conductor del programa en el que participaban, inclinando ligeramente la cabeza como pájaros hambrientos. Y todos esos pajarracos decían ser parientes de algún muerto famoso, algún rey o reina, algún actor, un presidente asesinado en un atentado, incluso de algún zar ruso.
Teniendo en cuenta el título que había mencionado la conductora, Dino la ubicó en la categoría de los cazadores de fama familiar. Quería ser reconocida como la hija de Marilyn Monroe, y no como una taxista anónima. ¿Dónde estaba la diferencia entre esas dos identidades? Dino pensó un momento, pasándose la lengua por el paladar irritado. La diferencia era la ganancia de la cacería y de las fotos publicadas en la prensa sensacionalista barata, concluyó implacable, sintiéndose con la punta de la lengua el punto doloroso en el fondo del paladar.
La dedicada taxista, sin embargo, no estaba dispuesta a que Dino la sacara de sus aguas literarias. Levantando un poco el tono de su voz tenue, con una sonrisa triste, le dijo arrojó: “Mi película favorita con Marilyn de protagonista es Los calleros las prefieren rubias”.
Dino tragó saliva, bajó la lengua del paladar a la boca y respondió: “Sí, es verdad”.
Su ambigua respuesta quedó flotando en el aire durante unos segundos áridos.
La conductora dejó salir un huh de la garganta, y de nuevo volvió el perfil hacia Dino coquetamente: “Ya que estamos en la hora de la verdad, ¿realmente no le interesa quién soy yo?”.
Dino tragó una capa de saliva y respondió diplomáticamente a la insinuación de la mujer: “Por supuesto que me interesa. Es más, es que sencillamente no puedo creer que estoy yendo en un taxi con la hija de Marilyn Monroe”.
En realidad, quería decir que no podía creer que lo estuviera conduciendo la hija de una Marilyn Monroe, pero, de nuevo, no quería resultar grosero y maleducado.
La taxista, por supuesto, era lo suficientemente astuta como para interpretar el tono irónico de Dino y el orden escogido para las palabras. Estaba acostumbrada a las singularidades en el modo de ser y de hablar de sus extranjeros. ¡No por nada se había graduado en Literatura Norteamericana y Psicología en la Universidad de Golden Gate en San Francisco!
El silencio en el taxi duró unos segundos inquisidores más.
La taxista paciente finalmente enderezó la cabeza inclinada y frunció sus labios rojos. “Sé que se está burlando de mí, pero es la verdad. Soy realmente la hija de Marilyn Monroe. Ella es mi madre biológica”.
Dino asintió con inocencia. Pensó que el adjetivo biológica jugaba un rol clave en la afirmación de la conductora. Ese ruidoso adjetivo debía darle legitimidad científica a su historia y provocarle a él una curiosidad natural, tal vez incluso lástima. Esta había perdido a su madre, Marilyn Monroe, ni más ni menos. Este hecho chocante arrastraba innumerables preguntas. La primera de ellas podrías ser quién había criado a esta niña que, ahora, unos cuarenta años después de la muerte de la actriz, conducía este taxi. No, muchas gracias, Dino no tenía ganas de escuchar esa historia ridícula.
La conductora volvió a mirar por el espejo. Su mirada reflejaba al mismo tiempo confianza y vulnerabilidad.
La mirada de Dino se cruzó intencionalmente con la de ella en el espejo. Algo en los ojos de la mujer lo forzó a toser de nuevo y decir: “Perdón por la observación, pero leí en algún lado que Marilyn Monroe no había tenido hijos”.
La taxista inspiró profundamente y retuvo el aire en los pulmones durante unos segundos. Su rostro estaba tensionado, como si fuera a sumergirse en un agua invisible. Soltó el aire, relajó los músculos de la cara y respondió: “Sí, lo sé. Esa mentira la difundieron los que asesinaron a mi madre”.
Esa dura afirmación, llena de palabras cargadas, forzó a Dino a sonarse y juntar los hombros como si le hubiera agarrado frío. Un ligero nerviosismo se extendió a lo largo de sus dedos inquietos. No sabía qué decir. Finalmente volvió a toser y murmuró que no sabía de esas mentiras. Había querido meter en la oración el adjetivo triste (para las mentiras), pero no lo hizo. Sabía que habría parecido desesperado y tonto. (Como, en general, todo hasta ese momento).
La conductora siguió su historia sobre Marilyn Monroe en un tono tranquilo, pero sugestivo. “Sí, desgraciadamente mi madre fue asesinada. Con los años, sus asesinos intentaron callar las voces de aquellos que sabían cómo murió. Dijeron que esos rumores eran teorías conspirativas de la prensa sensacionalista. Pero la verdad siempre sale a la luz, ¿no?”.
Dino volvió a asentir y carraspeó con fuerza. Como un torpe inspector de policía preguntó: “Y, ¿usted sabe quién mató a Marilyn Monroe? Digo, ¿a su madre?”.
“Sí, por supuesto”, contestó la conductora, volviendo la cabeza. Lanzó a Dino una mirada penetrante por sobre los hombros. Luego de unos segundos, la mirada misteriosa se disolvió en su rostro pálido.
Palpándose la barba como un actor consagrado, Dino quería preguntarle a la conductora cómo era que ella, la hija de Marilyn Monroe, trabajaba como una taxista común. Pero la sensibilidad guardiana que tenía anclada en el fondo de su conciencia desde los días en que aprobara en la universidad la materia Consciencia individual y pensamiento crítico le pinchó la lengua, advirtiéndole que no sería amable plantearle a su interlocutora una pregunta que de alguna manera también podría resultarle a él minimizadora u ofensiva. Así que después de esa advertencia a sí mismo cambió el sentido de la conversación y preguntó amablemente: “¿Ha escrito usted sobre el asesinato de Marilyn en su autobiografía?”.
“Por supuesto”, respondió la mujer, y extendió la mano derecha hacia la caja en el asiento junto al suyo, sacó un folleto y se lo alcanzó a Dino sobre su hombro derecho.
“Ahí tiene, en este folleto hay algunas fotos de mi madre y de mí y un extracto de mi autobiografía. La foto de mi certificado de nacimiento está en la última página. Todo claro como el agua y ciento por ciento verdad”.
Dino se inclinó hacia adelante para agarrar el folleto. Al tomarlo de las manos de la conductora, su mirada se posó sobre sus hombros desnudos. Instintivamente se inclinó un poco más, dejando que su mirada se deslizara hacia el escote profundo de la taxista. Inspiró con fuerza el aire que la rodeaba. La luz espesa de la noche cayó sobre el suave pelo de la mujer como un polvo dorado. El aroma apenas perceptible del perfume floreal, que como un collar invisible rodeaba su cuello, sacó en un segundo a Dino de su ensueño. Una vez más inspiró y expiró. Lo inundó una ola de calor.
“Yo soy Norma Jean Leone Monroe”, dijo con dulzura la taxista interrumpiendo la respiración constante de Dino por detrás de su cuello perfumado.
Él se sobresaltó, secándose con el dedo el sudor que tenía bajo el labio inferior. Luego, con el folleto en la mano, se acomodó en el asiento. “Encantado, señorita Leone Monroe. Gracias, gracias. Sin duda leeré su autobiografía. Suena fantástica”.
Norma Jean se sonrió coquetamente. “Excelente. Es usted muy amable. Y, de paso, le cuento que puede leer mi libro entero en Facebook”.
“Pero mire, ¿en serio?”, respondió Dino de inmediato, sonriéndose y cubriendo con el folleto su entrepierna mojada. Lanzó una mirada suspicaz de costado hacia Veljko, todavía dormido.
Los siguientes quince minutos Norma Jean Leone Monroe y Dino Lučić se los pasaron en silencio. Todo ese tiempo, él luchaba con su propia excitación involuntaria y con el ligero pero perceptible aroma del perfume de flores de Norma. Ella, en cambio, no luchaba con nada.
Finalmente llegaron al barrio más famoso de Los Ángeles, Hollywood. El Hotel Luna Luna se encontraba en la parte oeste de la Avenida Melrose, rodeado de palmas altas y columnas con carteles luminosos. En algunos de ellos estaban los rostros sonrientes de Brad Pitt, Kate Winslet, Denzel Washington, Halle Berry, Clive Owen y otras destacadas estrellas de cine. Sus películas estaban por llegar pronto a los cines americanos.
“Aquí estamos”, dijo melódicamente la taxista al detener el taxi azul y verde frente a la entrada semicircular de dos pisos que, blanca y rosada, parecía más un edificio residencial que un hotel.
Catorce años atrás el edificio había sido sede de diez monoambientes. En el sótano había un refugio para animales abandonados. El dueño había comprado la casa a algún hotelero astuto que contaba con inquilinos no pudientes, pero que podían pagar alojamiento por dos o tres noches en el exclusivo Hollywood. Por encima de la puerta de entrada se prendía y apagaba un cartel luminoso con el nombre Luna Luna. Las habitaciones miraban hacia el oeste, el lado de la calle, y la cocina con un pequeño living y el baño miraban hacia el sur, donde había una piscina rodeada por arbustos bajos. Dino y Veljko habían estado en el Luna Luna por primera vez hacía un año. Se los había recomendado Mike O’Hara, director del departamento de importaciones de la empresa The B & B Brothers Inc.
Mientras Norma Jean esperaba pacientemente a que Dino levantara al dormido Veljko, la luz de neón del hotel que se prendía y apagaba los iluminaba en intervalos regulares, como el flash de una cámara fotográfica.
Veljko se levantó por fin. Confundido, comenzó a mover la cabeza de un lado al otro.
“¿Dónde estamos?”.
“Aquí estamos”, murmuró Dino agitando el folleto que la taxista le había dado quince minutos antes.
Cuando Veljko se reincorporó finalmente, Dino se guardó el rollo en el bolsillo del pantalón y volteó la cabeza hacia Norma Jean Leone Monroe.
“Treinta y un dólares”, dijo sonriendo.
Dino se metió la mano en el bolsillo de la campera azul. Ahí estaba el dinero que ya en el aeropuerto había dejado listo para pagar el viaje en taxi. Sacó dos billetes de veinte dólares y se los extendió tenuemente a la taxista: “Treinta y seis está bien”.
Norma Jean asintió. “Muchas gracias”, respondió, y tomó el dinero. Luego extendió la mano debajo de su asiento y de allí sacó una pequeña caja de metal. Con cuidado la abrió, y sacó de allí dos dólares. Se los dio a Dino con una sonrisa dulce en la cara.
Con un suspiro, Dino tomó los dos billetes de su mano. Le lanzó una mirada inquisitoria, inclinando la cabeza como un ave alerta. Norma Jean le tenía que devolver cuatro dólares, no dos.
Leyendo su pensamiento, extendió un poco más la sonrisa. “Son dos dólares por el folleto”.
Dino frunció el ceño, la sorpresa le dio vueltas en la cabeza. Parpadeó un par de veces y movió la cabeza de un lado al otro, para no guardar ese enojo y esa energía negativa en su mente y su cuerpo agotado. Sí, la taxista lo había manipulado bien, pensó. Y sí, ahora le había sacado dos dólares por el tonto folleto, que en otras circunstancias no hubiera agarrado ni para tirarlo. Por supuesto, lo importante no eran los dos dólares, sino el poder sobre las propias decisiones y actos. Se lo quería decir expresamente a la taxista.
Pero el somnoliento Veljko, no consciente de la tensión que aparecía entre Dino y la taxista, le preguntó áspero: “Bueno, ¿vamos?”.
Dino tragó al mismo tiempo un poco de saliva y las ganas de agarrarse con la taxista, siempre sonriente. En cambio, alzó las cejas y devolvió una sonrisa ácida, haciéndole saber así que le había seguido el juego desde el primer momento y que no lo había aventajado al venderle esa ridícula biografía. Haciendo un poco de teatro, se guardó los dos dólares en el bolsillo de la campera.
“Vamos”, presionó Veljko, aturdido.
Dino sólo asintió, borrando la sonrisa de la cara.
Veljko alzó las cejas e inspiró profundamente el aire acondicionado.
A pesar de todo, la taxista no dejaba de sonreir. Es más, volvió a saltarle a Dino con su insistencia testaruda. “Señor, espero que la pasen lindo en Los Ángeles”.
Con ironía en la voz, Dino le respondió entre dientes: “Señorita Leone Monroe, o como sea que se llame, es usted una vendedora muy astuta”.
“Hago lo mejor que puedo”, respondió coquetamente la taxista, captando con su mirada orgullosa el esfuerzo de Dino por mantener la frialdad. Luego salió del auto y fue hacia el baúl.
Dino tomó y soltó el aire algunas veces, deseando sacarse el enojo de la cabeza y del cuerpo con ese ejercicio. Pero el perfume floral de Norma que quedaba le picó en la garganta. Tosió. Veljko y él salieron del taxi y fueron hacia el baúl, junto al que estaba parada Norma Jean, todavía sonriente. Mientras sacaban sus cosas del baúl, ella les dijo amablemente:
“Señores, si quisieran echar un vistazo a la ciudad o pasearse por algún lugar, pueden llamarme. Mi e-mail y número de teléfono están escritos en el folleto”.
Extrañado por ese grado de arrogancia profesional, Dino le respondió con una voz notoriamente irónica: “Gracias, es usted muy amable, pero antes que nada tengo que leer su preciada autobiografía. Después veremos qué hacemos, y cómo”. Veljko lo miró confundido y preguntó: “¿Me perdí de algo mientras dormía?”. Dino sólo negó con la cabeza.
Norma Jean Leone Monroe se sonrió de nuevo, reclinando el cabello. Luego se dio vuelta y moviendo provocativamente las caderas fue hacia la puerta del taxi. Lentamente se sentó detrás del volante y saludó con la mano a los caballeros. Dino y Veljko se quedaron viéndola, mientras sostenían entre las manos las valijas y los bolsos como colegiales hambrientos. Las luces nocturnas de Los Ángeles pronto absorbieron en su piel a Norma Jean Leone Monroe y su taxi.
El apartamentito de Dino y Veljko estaba en el primer piso del hotel. Apenas entraron al húmedo living, Dino aspiró profunda y gratamente el aire que se levantaba. Sus mareos desaparecieron de inmediato. El enojo y la fijación con Norma Jean se le evaporaron de la cabeza cuando Veljko y él soltaron las valijas a la vez en el piso, junto al sofá que separaba el living de la kitchenette. Se tiraron en el duro mueble con tres asientos, sacando los teléfonos celulares de sus bolsos negros. Rápidamente le mandaron mensajes a sus mujeres, diciendo que habían llegado bien y que volverían a escribirles al día siguiente.
Entonces, como en un movimiento bien entrenado, se levantaron del sofá, tomaron sus cosas y entraron a la gran habitación. Allí los esperaba una enorme cama matrimonial. A ambos lados había mesas de luz marrones barnizadas. En cada uno había una lámpara robusta, junto a la cual había un reloj eléctrico y un teléfono blanco. Frente a la cama había un armario con filas de cajones y un televisor en un hueco cuadrado, en el mismo centro del armario. A su lado derecho, una mesita redonda con tres sillas tapizadas, y del lado izquierdo, un escritorio con folletos y guías para recorrer Hollywood y Los Ángeles.
En silencio sacaron sus laptops de los bolsos y las apoyaron sobre el escritorio. Antes del siguiente acto simultáneo, Dino sacó rápidamente del bolsillo de su pantalón el folleto arrugado que le había vendido Norma Jean Leone Monroe y lo puso al lado de su computadora. Luego sacaron de las valijas unos trajes azul oscuro, y los colgaron del ropero de madera en el armario. Lo siguiente fue sacar los bolsitos cosméticos, calzoncillos limpios y unas remeras blancas para dormir. Los dos compañeros de trabajo y amigos realizaron todos estos movimientos paralelos en silencio, como en una película muda. Parecía como si hubieran entrenado un acto cuyo éxito dependía de la velocidad y la disposición con la que ejecutaran esas pequeñas acciones.
“¿La reunión con O’Hara de mañana a la mañana es a la diez o a las nueve?”, preguntó Veljko, rompiendo finalmente el silencio.
“A las nueve”, respondió Dino, sin quitar la vista de la remera blanca que tenía en la mano.
“¿Vamos a comer ahí, o tenemos que picar algo aquí, antes de salir?”.
“Veremos”, dijo Dino, todavía ocupado con su remera.
“Okay”, contestó Veljko, empezando a practicar su inglés.
Viajar en conjunto hacía que mucha gente actuara de forma idéntica o muy parecida al mismo tiempo, para realizar las tareas que les habían asignado o que debían ejecutar en tiempo muy estrictamente determinado. Para algunos era un verdadero infierno. Para otros, como Veljko y Dino, era una rutina mecánica. Aunque no todas las cosas eran siempre tan rutinarias y simples.
Veljko fue al baño primero y se dio una ducha de cinco minutos. Un poco más agitado, volvió a la habitación, sacándose la remera blanca de la pretina de los bóxers azules. Su cuerpo musculoso todavía mostraba la fuerza de un ex remador. Se tiró en el lado izquierdo de la cama, más cerca de la ventana, y bostezó.
“Estoy agotado”.
“Yo también”, respondió Dino y fue hacia el baño. Los catorce minutos de paseo en auto por la aglomerada Los Ángeles y la ingeniosa taxista que había logrado venderle su barata historia de vida por dos dólares lo habían dejado más cansado que atravesar el océano en avión.
Cuando Dino volvió a la habitación, refrescado, Veljko ya dormía profundamente. Roncaba fuerte como un bote de motor.
Dino se tiro en el lado derecho de la cama y apagó la lámpara de la mesita de luz, junto a la cama. Por un minuto miró el techo, cerrando y abriendo los ojos. Pero el sueño le escapaba habilidoso. Entonces, poco a poco, el ronquido rítmico de Veljko lo empezó a poner nervioso. Ese goteo de nervios le recordó que antes del vuelo en Frankfurt se había olvidado de tomar una píldora de melatonina. La melatonina le habría cambiado el ritmo cerebral y físico. Nueve horas de diferencia se habrían disuelto en un minuto. ¿Cómo podía ser que simplemente se hubiera olvidado? Pero era mejor que ahora no pensara en eso. Cada molestia sólo le arruinaba el sueño. ¿Prender el televisor, tal vez? Las noticias son el mejor sedante. Aunque las americanas eran distintas de las de casa, siempre pasaba algo, maquinaba inquieto.
Finalmente, luego de unos veinte minutos de discutir consigo mismo, concluyó que tenía que relajarse por completo y no pensar en nada más. Pero, sin embargo, súbitamente se le empezaron a cruzar por la cabeza imágenes mentales del viaje. Entre ellas aparecían el perfil, el cuello y los hombros de Norma Jeane Leone Monroe; luego su rostro sonriente, su sonrisa seductora, su escote profundo y su perfume ocuparon por completo la esfera mental y sensitiva de Dino. Antes de empezar a hundirse en esas fantasías intensas, abrió los ojos y se enderezó. Tragó saliva. La garganta le dolía mucho. Irritado, prendió la lámpara. Desgraciada Norma Jeane Leone Monroe. Esa embustera era la última persona en el mundo en la que quería pensar ahora. Pero no podía parar.
Dino miró el reloj eléctrico junto a la lámpara. Eran las once y nueve minutos. En Split ya era la mañana del día siguiente: las ocho y nueve minutos. Generalmente a esa hora ya estaba tomando a las apuradas en la cocina el último trago del café que le preparaba su Karmela.
¿Karmela? Tenía que pensar en ella, se le ocurrió. Su serenidad seguro que lo haría dormirse. Pero no tenía que pensar en café. El aroma lo despertaba hasta en el sueño. Suspirando, echó una mirada a Veljko, dormido en el otro lado de la cama. Éste leyó telepáticamente los pensamientos irritados de Dino y de una forma totalmente incomprensible murmuró: “Para mí una doble”.
Dino lo miró extrañado.
Veljko sólo movía la lengua, como masticando. Ahora a Dino le agarraban ganas de hablar: “Ey, Veljko, dormís como si te hubiera picado una mosca tse-tse”.
“Un enjambre entero”, murmuró Veljko, y se dio vuelta hacia la izquierda.
Dino suspiró y recorrió la habitación con la mirada. Su mirada se detuvo en el escritorio en el que, entre otras cosas, estaba el folleto enrollado de Norma Jeane Leone Monroe. Luchando por unos segundos con el impulso de levantarse y agarrarlo y con el juicio que le decía que volviera a acostarse y tratar de dormir, se agitó aún más. Ganó el impulso. Se levantó de la cama y en dos pasos largos llegó al escritorio. Agarró el folleto enrollado y volvió a la cama. Impaciente, lo desenrolló viendo cómo debajo de sus dedos se veía en letras azules el título MARILYN MONROE, MI MADRE. Debajo del título, con letras más pequeñas, decía: “Autobiografía de Norma Jeane Leone Monroe”.
En el centro de la portada había dos fotografías de Marilyn, la rubia platinada, una junta a la otra. En la primera estaba con un traje de baño blanco de dos piezas, y en la segunda con uno rojo, de una pieza. En las dos sonreía dulcemente al observador. Pero un segundo después de pasar la vista sobre ambas fotos, Dino se dio cuenta de que en una foto Marilyn era más bajita y regordeta, mientras que en la segunda era más alta y delgada.
Suspiró profundamente y se rascó la rodilla desnuda. ¿O sea que una de estas Marilyn era la verdadera y la otra, quién sabe? ¿Falsa, o también verdadera?, pensaba, mientras su mirada ávida se deslizaba de una Marilyn a la otra y finalmente se detuvo en los labios jugosos e hinchados de la de la derecha.
Cuando el dedo índice de Dino se levantó en el aire con la intención de caer sobre esos robustos labios semiabiertos de papel, su aguda perspicacia y sus miedos inconscientes se volvieron a excitar, levantando sus impulsos sexuales normales.
Volvió a tragar saliva con dolor y de nuevo echó una mirada a la foto de Marilyn en el lado izquierdo de la portada. El rostro era idéntico al de la derecha. Pero, otra vez, el cuerpo de la de la izquierda era más delgado y alargado. Concluyó lógica e imperturbablemente que esa podía ser también una fotografía de la verdadera Marilyn, cuya figura había sido simplemente retocada por algún fotógrafo talentoso como para que la autoproclamada hija de la actriz, Norma Jeane Leone Monroe, pudiera declarar que era ella.
Todas estas reflexiones de Dino sobre la imagen de Marilyn Monroe, la identidad de la taxista y, por último, sus propios anhelos reprimidos lo excitaban cada vez más. Y en el lado derecho de la cama Veljko roncaba enérgicamente y de cuando en cuando rumiaba.
Para de alguna manera salir de la trampa de vigilia en la que se había metido, Dino desenrolló una vez más el folleto y lo abrió. En la página derecha había una fotografía en blanco y negro del certificado de nacimiento de Norma Jeane Leone Monroe, y en la izquierda un texto con el título “Mis amores dorados”. Se rascó la barba y empezó a leer.
MIS AMORES DORADOS
Mi primer amor fue Goldie, una golden retriever. Marilyn Monroe, diosa dorada y mi madre biológica, fue, y sigue siendo, mi otro amor. Con su boca dorada, Estella Dalixia Martin Gómez Velázquez, mi primera novia, fue mi tercer amor. Mis otros amores fueron de plata, de bronce o de hierro. Algunos de los de hierro me dejaron cicatrices en ciertas partes del cuerpo. (Pero sobre eso, más tarde).
En el tablero de ajedrez de mi vida, dos casilleros importantes están reservados para mis padres adoptivos, Marietta y Pietro. Fueron mis ángeles guardianes. En especial mi mamá, ama de casa consolidada y con pocas ideas de qué hacer con su tiempo libre. Por la tarde, luego del almuerzo, le gustaba fumar un cigarrillo tras otro, conversar por teléfono con su hermana Paola, pulir con un trapo bañado en vinagre sus pulseras, broches y cadenitas y pensar en cómo, tarde o temprano, yo me convertiría en alguien importante. (Con la mano en el corazón, tengo que decir que mis talentos eran muy humildes. Pero era bonita. Al menos eso me decían).
Mi papá Pietro y sus hermanos, Gino y Domenico Leone, eran dueños de un pequeño restaurante en el sur de Los Ángeles, de nombre Catania. Los tres se pasaban más o menos día y noche ahí. Por la noche jugaban a las cartas con los caudillos del distrito, tomaban whisky, coqueteaban con las mozas (y más que eso) y esperaban pacientemente que por algún milagro se les unieran en el juego de cartas Frank Sinatra y Dean Martin.
Enojada, mamá siempre le decía a papá que estaba casado con Catania y no con ella.
Tanto la familia de mamá como la de papá eran de Sicilia. É vero. Nuestras fiestas familiares parecían una estación de tren. Todos se abrazaban y besaban en las mejillas como si al minuto siguiente fuera a llegar un tren para llevarlos hacia lo desconocido. Hasta las expresiones en los rostros de mis parientes delataban lo apegados que eran los unos a los otros. Pero ese apego interpersonal estaba fuertemente marcado por todo tipo de exigencias, consejos y condiciones. Y por cachetadas, acompañadas por el breve imperativo “eh”.
Pero Goldie, mi golden retriever. Ella fue la que me mostró que el amor no pone condiciones. El siguiente ejemplo muestra muy bien su fidelidad incondicional. Una semana luego de que trajéramos a Goldie a casa, su mirada fiel y su comportamiento protector motivaron a mi mamá, Marietta, a revelarme un secreto que, como me enteraría más tarde, sólo había compartido con papá y con la tía Paola: que yo, al igual que Goldie, era adoptada. La noticia me alegró: yo quería ser como mi adorada perra en todo.
El destino me había llevado a ella. Así es como había ocurrido.
Unos días antes de mi sexto cumpleaños (nací el 3 de agosto de 1962) le dije a mamá que quería un perro para mi cumpleaños. A papá no le gustaban los perros. Sin embargo, mamá me prometió firmemente que me lo compraría, con la sola condición de que prometiera ocuparme yo de él.
Nada más fácil que ocuparse de alguien a quien amás.
Ese sábado los tres fuimos a un refugio de animales abandonados. Estaba en la planta baja de un edificio rosado de dos pisos en Avenida Melrose, en Hollywood Oeste. Cuando entramos al cuarto grande lleno de jaulas de hierro, nos vimos invadidos por el olor penetrante de los animales y el perfume dulce de la mujer que trabajaba allí. Estaba parada detrás de una mesa gastada, a unos pasos de la puerta de entrada. En el centro de la mesa había una máquina de escribir gris, rodeada de frascos con biromes de distintos colores y bolsitas con bombones. La mujer era joven. Tenía el pelo largo y violeta, con un peinado batido. Parecía la mezcla de una flor de lila con un pequinés. Me gustó su cara simpática.
Después de que nos recibiera cálidamente, la señorita Jorgeser se levantó de la mesa y vino hacia nosotros, haciéndose sonar los largos dedos. Con una sonrisa dijo que todos los perros y gatos en el refugio costaban dos dólares. El dinero de la venta iba para el Fondo de Protección de Animales.
Mi mamá sólo asintió con la cabeza. Papá dijo algo entre dientes. Tenía miedo de que fuera a decir que dos dólares era demasiado dinero para comprar un solo perro. En vez de eso, bufó como un perro y miró hacia un costado. Siempre estaba apurado, en especial cuando había mujeres hablando.
En el refugio había unos doscientos perros y unos cien gatos. Huérfanos, se los veía quietos o moviéndose en las jaulas, esperando que alguien se pusiera frente a ellos y les sonriera. Con una sonrisa como esa empezaban todos los amores, también los más cortos.
La señorita Jorgeser nos llevó de jaula en jaula. Los ojos de todos los perros y gatos detrás de las rejas eran tristes. Sus miradas me entristecían a mí también. Pero cuando al final del cuarto vi a Goldie, una golden retriever, empecé a saltar y a aplaudir. Su pelaje dorado se parecía a mi pelo. Sus ojos ampliamente abiertos estaban llenos de esperanza. Cuando nuestras miradas se encontraron, supimos que pertenecíamos la una a la otra. Si hubiera tenido cola, la habría agitado con alegría, revelando tanta felicidad por ese encuentro que en los años venideros influyó profundamente en mi capacidad de amar a alguien, y de sobrevivir a la partida de quienes me abandonaran.
Cuando al final papá le dio a la señorita Jorgeser dos dólares por Goldie, la señorita me miró seriamente. Por unos segundos, sus ojos verdes manchados saltaron entre mi pelo rubio rizado, mis ojos azules y el pequeño lunar anclado arriba y a la izquierda de mi labio superior. Luego parpadeó y echó su mirada veloz sobre mamá y papá, examinando agudamente el tono de sus ojos y su cabello.
Finalmente, luego de observarnos, la señorita Jorgeser le dijo a mamá con una voz dulce que yo me parecía notablemente a la actriz Marilyn Monroe. Yo esperaba que dijera que me parecía a Goldie. Mamá ciñó sus cejas oscuras rígidamente y agregó que cuando era niña ella también era rubia.
Allí, en el refugio para animales abandonados, oí por primera vez el nombre de Marilyn Monroe. En los años que siguieron escuché muchas veces a distintas personas comentar que me parecía notablemente a la tal Marilyn. Pero no me interesó demasiado hasta los once años, cuando mi madre adoptiva, Marietta, se enfermó de leucemia. Veía sus fotografías en los diarios, en la televisión o en las paredes del restaurant de papá, pero nunca le presté demasiada atención. Lo único que me gustaba del rostro de la actriz eran las largas pestañas postizas que hacían sombra sobre sus mejillas. Pensaba en cómo algún día yo usaría pestañas postizas. Su longitud y abundancia le daban profundidad a los ojos. (Tengo que admitir que esa idea la saqué de mi tía Paola; ella también usaba pestañas postizas).
Algunas semanas antes de que muriera mi mamá enferma, me dijo que sacara mi partida de nacimiento del cajón del fondo del viejo armario que estaba en el living. Al mismo tiempo, en él estaba el certificado de mi adopción. La muerte de mamá fue el primer momento desolador de mi vida.
Después de su muerte, papá se encerró en sí mismo, y luego se refugió en los brazos de la generosa moza Jenny. Goldie tomó el lugar de mi mamá. Con su mirada protectora me alentaba a comer cuando no tenía hambre, a hacer la tarea cuando no tenía ganas, a quedarme dormida agarrada a ella cuando tenía miedo de algo.
Una tarde, las dos leímos mi certificado de nacimiento. En él estaban escritos los siguientes datos:
1. Lugar de nacimiento: Los Ángeles
2. Domicilio de la madre: desconocido.
3. Nombre del hospital o institución donde nació: desconocido.
4. Nombre del niño: Norma Jeane.
5. Apellido del niño: desconocido.
6. Sexo: femenino.
7. Cantidad de niños nacidos en el parto: probablemente uno.
8. Fecha de nacimiento del niño: viernes 3 de agosto de 1962.
9. Padre del niño: desconocido.
10. Raza del niño: blanca.
11. Doctor o partera que condujo el parto: desconocidos.
12. Lugar de registro del niño: Los Ángeles, Ministerio de Salud.
13. Padres adoptantes del niño: Marietta y Pietro Leone.
14. Fecha de la adopción: 7 de julio de 1963.
15. Dirección de los padres adoptantes: 616 S, Olive Street, Los Ángeles, CA 90014.
¿Quién soy yo?
El domingo 5 de agosto de 1974, dos días después de mi vigésimo cumpleaños, escuché por casualidad en un programa de televisión que ese día, veinte años atrás, había muerto la actriz Marilyn Monroe. Mientras la conductora de gordos labios pintados y gordos ojos contaba que la empleada doméstica había encontrado a la actriz muerta en su habitación, en la pantalla la aún viva Marilyn cantaba al presidente norteamericano el “Happy Birthday to You”. Tenía un vestido escotado y apretado color piel. El vestido estaba pegado a su cuerpo como un guante mojado. Sus ojos semicerrados estaban engalanados con largas pestañas postizas. Sus delgadas sombras jugaban sobre sus mejillas de porcelana.
La conductora del programa siguió hablando en un tono dramático y entre otras cosas dijo que la causa de la muerte de M.M. había sido una sobredosis de pastillas para dormir. Luego enfatizó que algunos de sus amigos no creían la versión oficial. Es más: decían que la actriz estaba en su noveno mes de embarazo y que había sido asesinada por encargo del padre del niño, que en ese momento era el presidente más popular del mundo. Tomando aliento, la presentadora al final agregó que no había pruebas materiales de esa afirmación escandalosa y controvertida.
Pero a mí me quedó grabada en el recuerdo, y algunos años más tarde me daría para pensar.
Lean la continuación de este capítulo en mi Facebook: Norma Jeane Leone Monroe.
Muchas gracias.
Dino respiró profundamente, levantando el aire de la habitación. El texto que acababa de leer le sonaba como una historia plástica de Hollywood que, suponía irreparablemente, tendría un “final inspirador”. Ese tipo de historias se vendían en todos lados del mundo. A la gente le gustaban las historias tristes con finales felices. El atardecer y el amanecer le detenían el corazón a aquellos que se levantaban al alba, reflexionó Dino con cinismo.
Y ahora respirando profundamente, pero por razones distintas, Dino volvió a mirar el despertador electrónico en la mesa de luz. Eran las once y media. Agotado, se estiró largamente como si se quisiera liberar de la pesada presencia de Norma Jeane Leone Monroe. El folleto se le cayó de los dedos débiles al suelo. Cerró los ojos. Pero, para su asombro, se le metió forzosamente en la cabeza el tercer amor de Norma Leone Jeane Monroe, la misteriosa Estella Dalixia Martín Gómez Velázquez, la de la boca dorada.
Mientras que Dino, soñoliento, empezaba otra vez a tragar saliva con dolor, mientras medía mentalmente el cuerpo desnudo y cobrizo de Estella Dalixia, la voz adormecida de Veljko se propagó a través del cuarto silencioso como un lento maremoto:
“Dos cosas son fundamentales en la construcción de barcos: la seguridad y el equilibrio. Eh.”
* *
LEE ESTO EN EL ORIGINAL
Imagen destacada: “Hitchcock & Marilyn” (2001) de Neda Miranda Blažević-Kreitzman. Imágenes intercalados: Johan Barrios, de la serie “Superficies” (2010). Tríptico, óleo sobre lienzo. Selección de Marisa Espínola de Espacio en Blanco. (Más)
[ + bar ]
Die großen Bäume. Eine Juno-Novellette.
Paul Scheerbart
Die großen Bäume tasteten mit ihren langen Astarmen immer heftiger in der Luft herum und konnten sich gar nicht beruhigen; sie wollten durchaus... Leer más »
Islas
Gabriela Poma traducción de María Agustina Pardini
Finalmente las pastillas para dormir dejaron de hacer efecto.
Abrió apenas el ojo izquierdo, y se acordó de respirar.
Yo no entiendo nada... Leer más »
Edipo [buenos aires]
Milton Läufer
Sí, Edipo es una librería fea. Sin embargo, el rasgo que la hace todavía más notable, por paradójico que suene, es su... Leer más »
Evita Fashionista
Mariano López Seoane
Hace ya una década la filósofa neoyorquina Jennifer Lopez proponía en “Jenny from the block” una oda al ascenso de clase... Leer más »