Árboles en la noche
En las afueras de Punta de Piedra hay un bar bastante lejos de la última línea de casas. Desde la llanura descuidada se levanta un cubo, ante todo, de concreto gris con ventanas pequeñas y un predio para estacionar automóviles; de hecho, para simular un poco el efecto que me provocó siempre contemplarlo, con las casitas de Punta de Piedra a lo lejos y la llanura reducida a un paisaje del universo dentro de miles de millones de años, debería apelar a una imagen simple, tosca e improbable: un edificio art nouveau en un planeta remoto y deshabitado.
Mi abuelo solía darse una vuelta por allí los viernes a la noche, pero no se me permitía acompañarlo. Así que un día de febrero de 1990 mi amigo Marcos y yo tomamos nuestras bicicletas y partimos hacia el norte, hacia el bar. Eran más o menos las cinco de la tarde cuando llegamos; lo encontramos cerrado y recuerdo que hacía un poco de frío, el cielo estaba cubierto y se había levantado viento. Nos paramos ante la puerta, desilusionados. Estaba cubierta de adhesivos de mundiales de fútbol a los que no presté atención –Marcos, en cambio, los examinó con cara de asombro; eran tantos, además, que casi no dejaban ver hacia adentro. En cualquier caso, el interior del bar estaba a oscuras. No había mucho más que hacer.
De inmediato entendimos que si seguíamos el camino de tierra que nos había llevado al bar terminaríamos en la ruta, y que si la cruzábamos (algo impensable hasta ese momento) podríamos explorar la gran región que en nuestro mapa de fantasía llamábamos las Marismas –porque siempre que la mirábamos desde la ventana del auto de mis abuelos o de los padres de Marcos, en algún viaje a Castillos o al Chuy, nos parecía un panorama propio del delta del Nilo. Después de encontrar el bar cerrado era imposible no ceder ante la tentación de aquel paisaje más o menos imaginario, de juncos altísimos, atardeceres de pantano y árboles de troncos múltiples que más que árboles parecían los cuerpos de grandes bestias antediluvianas desfigurados por el tiempo. Iba a ser la primera vez que pudiéramos ver aquel paisaje sin la mediación de una ventanilla: nosotros solos, en el otoño anticipado de aquella tarde de febrero.
Pedaleamos hasta la ruta y más allá, donde no había caminos ni alambrados, y pronto nos encontramos ante una especie de bosquecillo; habría sido imposible dar vuelta atrás en ese momento (pese a que eran casi las seis y si demorábamos un poco más en regresar a nuestras casas estaríamos en problemas), así que dejamos las bicicletas y nos adentramos a pie. Al rato llegamos a una laguna no muy grande, un estanque de agua verde e inmóvil.
Rodeándola, a modo de mediación entre ella y el monte, había un cinturón de arena que nos pareció fría y húmeda, llena de insectos y gusanos diminutos. Sobre la arena, a pocos metros de dónde estábamos, vimos una cosa que debía ser el conjunto de los restos de un animal en avanzado estado de descomposición. Marcos se acercó de inmediato. Yo arranqué una rama del monte y lo seguí.
No era fácil darse cuenta de a qué animal pertenecían aquellas formas. Había, por ejemplo, partes comparables a las secciones de una columna vertebral, curva y con espinas, pero no podían verse indicios de patas, costillas o cráneo. Marcos dijo que debía tratarse de un carpincho muy grande y un poco deforme, y que la falta de algunos de los huesos se debía a la acción de comedores de carroña. Podía ser, pero yo seguía asombrado por las formas de la criatura. Para empezar, ya más de cerca, la textura del cuerpo no hacía pensar en la descomposición ni sentíamos tampoco olor a muerto; lo toqué con la rama y me pareció que aquella piel (o lo que fuese) era rígida y que tenía la dureza del cristal. Es un tronco, dije, a lo mejor estuvo mucho tiempo en el agua y quedó con esta forma. Marcos había conseguido otra rama y, entre los dos, empujamos como para hacerla girar. No se movió siquiera un milímetro: aquello parecía pesar toneladas o estar clavado al planeta, como un afloramiento de roca… cosa que podía ser, por supuesto, pero nos resultaba imposible no reconocer algo orgánico allí, una textura, un patrón de organización que, de cerca, parecía remedar nervaduras, capilares o nervios. Marcos retrocedió unos pasos y me llamó: había visto algo diferente desde su nueva perspectiva, y me lo señaló. Era una forma similar a un brazo, que terminaba en lo que parecía la pata de un ave o un dinosaurio, con dedos y uñas. Eso, al menos, fue lo que vi yo, porque él decía haber dado con el cráneo de la criatura. Giré en torno al cuerpo y busqué lo que originalmente había tomado por una columna vertebral: no pude encontrarlo. Aquello parecía ahora un animal con simetría radial, del tipo que yo –por mis lecturas de la vieja enciclopedia de historia natural de mi tío Hilario– entendía como una forma de vida esencialmente primitiva, y ajena por completo a los caminos que había tomado después la evolución sobre la Tierra.
Ahora, al rememorar esa sensación de asco, viene también a mi memoria una suerte de asombro y terror que siempre han inspirado en mí los árboles en la noche. A toda hora puedo, por supuesto, mirarlos sin mirar, o apreciar, a un nivel superficial de percepción, sus colores, la distribución de las ramas, las formas de las hojas, las pautas de la corteza en sus troncos o la presencia o ausencia de flores, piñas y frutos, pero si me esfuerzo en cierta dirección llego a un estado en el que un árbol –tan ajeno a cualquier patrón morfológico reiterado a lo largo del reino animal– se revela como una criatura fuera de este mundo, un alienígena. Y accedo con gran facilidad a esa sensación por la noche, cuando los árboles parecen arrancados de su hábitat natural, que es la luz, y permanecen en el espacio de la ciudad (un baldío, especialmente, o también alguna de las grandes casonas del barrio del Prado, o incluso un parque o una cuadra de arboleda densa) como intrusos, como fantasmas o sombras de otra realidad. En esas ocasiones siento, ante la extraña y en apariencia caótica ramificación y proliferación de hojas que parece seguir las fisuras y rugosidades del espacio, invisibles para los animales, que estoy ante una criatura esencialmente incomprensible, dotada de una forma de consciencia a la que jamás podré acceder. Su obvia cualidad de máquinas solares, de artefactos de una tecnología pretérita y olvidada, y a la vez su no menos obvia cualidad viviente se configuran en un todo más extraño que cualquier animal, en los que los movimientos y las articulaciones, la vida móvil en busca del sustento, resultan mucho más familiares y comprensibles. Recuerdo, por ejemplo, detenerme ante las grandes formas (como helechos atrapados en el interior de un libro grande y pesado) de los árboles aplastados por varios reflectores de luz verde en un salón de fiestas, probablemente hacia 1993; y recuerdo también una noche en que me armé de valor y trepé a una gran higuera, en el fondo de la casa de un amigo, y traté de pensar, como si de lograrlo pudiera disipar para siempre el miedo, que me fundía con el árbol y sus ramas y su tronco se convertían en prolongaciones de mi cuerpo.
Pero aquella criatura muerta frente a la laguna no era el tronco de un árbol. Pronto fue evidente que su forma mutaba según desde dónde la contemplásemos y que incluso la visión que habíamos alcanzado desde un punto en particular variaba dramáticamente si pasábamos a otra perspectiva y después de un rato regresábamos a la posición original. Así, lo que al principio había parecido una columna vertebral pronto fue uno de los ejes fosilizados de aquella concebible simetría radiada, pero luego también un apéndice, un tentáculo, una suerte de arco ojival, como en una catedral gótica o el techo de un Volkwswagen escarabajo. No recuerdo, entonces, si fui yo o Marcos el que sugirió –recuerdo sí que ya estaba haciéndose de noche– que debía tratarse de un extraterrestre.
Lo más probable es que la idea del alienígena se nos ocurriese gracias al recuerdo de alguna película. Si bien en el cine los extraterrestres eran esencialmente antropomórficos –y no sólo en el sentido más inmediato de la conformación de sus cuerpos–, estaba el ejemplo de Alien, donde la criatura sin ojos se comportaba de una manera que hacía difícil concluir si era inteligente, y también Solaris, que habíamos visto sin entender gran cosa, excepto que todo aquel océano, como una ameba gigante, era un ser extraterrestre. Es cierto que ahora no puedo fijar con precisión cuándo vi cualquiera de esas películas; de Alien sí sé que fue en el ciclo de terror que el canal 4 de Montevideo emitía los viernes a partir de las 22 horas, pero el caso de Solaris es más dudoso, ya que mis primeros recuerdos sólidos de la película o del libro datan del 94 o el 95, cuando me uní al grupo de escritores de ciencia ficción liderado por Emilio Scarone –aunque a la vez siento que al comentarla en esas épocas yo afirmaba haberla visto antes. En cualquier caso, Marcos y yo sí habíamos visto Cosmos, donde Carl Sagan sostenía, en uno de los episodios, que los extraterrestres, de existir, debían ser sumamente diferentes a las formas animales o vegetales que veíamos en la Tierra. Esa idea debió ser la que nos llevó a concluir que aquello era un alien. ¿De qué otra cosa podía tratarse? No era un cadáver: lo dejaba claro la falta de señales de descomposición; tampoco un tronco; quizá era algo artificial, una escultura por ejemplo, pero aceptando esa hipótesis se volvía muy difícil justificar los dramáticos cambios de forma (o incluso de estructura) según el punto de vista.
Si tuviera que intentar explicarlo en este momento diría que, tratándose de una forma de vida alienígena, probablemente su estructura fuese tan ajena a los conceptos y percepciones posibles para la mente humana (formada, además, por siglos y siglos de cultura) que, de alguna manera, no nos resultaba del todo visible, o que la única manera que teníamos de percibirla era cediendo el mando a la imaginación, que reconstruía profusa e instantáneamente aquellas formas imposibles para evitarnos la contemplación del vacío, de lo que sería de otro modo un hueco imposible en la realidad.
En cualquier caso, sin llegar entonces a esa conclusión, Marcos y yo nos convencimos de que estábamos ante un extraterrestre muerto. Quizá su nave se había estrellado días atrás y la criatura logró moverse hacia el monte y aquel estanque o laguna, para morir por alguna influencia de las aguas, los microorganismos o quién sabe qué detalle bioquímico. También pudo haber permanecido siglos allí, bajo el agua, y en su lento proceso de secado o reducción la laguna la había dejado finalmente descubierta sobre la arena. Para que nosotros la encontrásemos.
Nuestra primera decisión fue no avisar a nadie; pensamos que cualquier intrusión iba irremediablemente a apartarnos de aquella criatura; imaginábamos que llegarían de inmediato equipos científicos que cercarían la zona y nos volverían imposible acercarnos de nuevo. El secreto, entonces, era fundamental: ante los padres de Marcos y mis abuelos debíamos actuar como si nada hubiese pasado, como si no hubiésemos hecho otra cosa que dar una larga vuelta en bicicleta por los límites de Punta de Piedra.
No recuerdo ahora cuánto tiempo permanecimos ante la cosa, pero pronto oscureció y entendimos que debíamos regresar; la contemplación había tenido los efectos de una sesión de hipnosis, como si nos hubiese desdibujado el mundo que nos rodeaba, los árboles, la laguna, el paisaje de aquella región al norte de Punta de Piedra, una suerte de blanqueado de nuestra percepción o anulación de cualquier cosa que pudiese elaborar nuestra mente.
Fue sólo mucho después que imaginé ciudades enteras que se levantaban con esas formas y texturas, ese color negruzco sobre el que a veces se deslizaban reflejos verdosos o azulados, esa rugosidad intrincada e infinita, esos patrones de ramificación y proliferación que nos obligaban a recorrerlos como se recorre un fractal, cada segundo del acto de percepción también subdividido (y ramificado) en innumerables espacios de tiempo en los que no podíamos sino perdernos.
A la vez, habíamos entendido que aquel había sido el momento más importante de nuestras vidas, que la larga búsqueda de algo nuevo en el mundo nunca podría llevar a nada diferente a lo que habíamos encontrado ya que todo el resto, desde los templos de Angkor Vat hasta las iglesias subterráneas en Etiopía, desde el más avanzado caza de guerra o las estaciones orbitales que imaginábamos para el futuro cercano, desde la computadora más poderosa hasta el mayor acelerador de partículas, jamás podría ser algo realmente diferente, libre de las pautas de lo humano, de lo que nos constituía. Y la criatura era todo lo contrario. Las máquinas, las grandes obras de arte, las maravillas arquitectónicas, incluso las bellezas de la naturaleza, todo eso estaba adentro, estaba en nosotros, era parte lo que nos hacía humanos, el mobiliario o las paredes de nuestra mente; el extraterrestre, en cambio, era el verdadero afuera; por debajo de la danza de formas intrincadas y cambiantes había algo que nos ponía en contacto con lo incomprensible, algo que vaciaba o destruía nuestra mente y volvía a construirla, de a poco, de acuerdo a otros principios. Nos sentíamos como dos viajeros inmortales que han recorrido miles de veces el mundo y las épocas y, cuando todo parecía perdido y nada lograba arrancarlos del hastío más terrible y desolado, llegaban a encontrarse cara a cara con la maravilla, para, al contacto con ella, perder capas y capas de cansancio y de mundo y convertirse en dos niños de once años, más libres para fundirse con lo nuevo, para asimilarlo, para hacerlo circular, ahora sí, hacia el adentro, cambiándolo para siempre.
Entonces nos miramos, asombrados, como flotando todavía en el lento despertar de un sueño profundo, y, sin pensarlo, me arrodillé en la arena y toqué a la criatura.
Cuando regresamos, después del inevitable regaño, cené con mis abuelos mirando la televisión; no recuerdo nada más de esa noche y, si intento representarme sentado a la mesa, sólo puedo imaginar mi mirada perdida, mi expresión absorta mientras mis abuelos conversan y comentan el programa al aire o los hechos del día; me acosté temprano y apenas pude leer unas pocas líneas del libro que me ocupaba en ese momento. Instantes después ya dormía y soñaba: estaba, ahora sí, recorriendo esa ciudad deslumbrante que podía ser tanto el lugar que habitaban criaturas de la especie de la que habíamos encontrado como, en sí misma, un único ser viviente. En el sueño me preguntaba si estaba yo dentro de la criatura o si aquello que habíamos encontrado con Marcos era un fragmento de una forma de vida alienígena o del vehículo que la había traído a nuestro planeta. En mis recuerdos, además, el sueño ocupa toda la noche y, a la vez, se limita a unos pocos minutos, durante los que camino por esas extrañas avenidas pensando en la criatura. Cuando desperté mi abuela sostenía un paño frío y húmedo sobre mi frente. No estaba en mi cama del garaje sino en la de mis abuelos, recostado entre almohadones. Intenté hablar pero no pude sino susurrar lo que sentí como un lamento vergonzoso. Mi abuela me pidió que guardara silencio; jamás la había visto tan preocupada, por lo que, supongo, aquella noche debí haber delirado por la fiebre. Al poco tiempo llegó un médico de la policlínica que había en el barrio viejo; habló con mis abuelos durante un largo rato pero no pude entender una sola palabra. Debí quedarme dormido una vez más, porque mi siguiente recuerdo es volver a ver a mi abuela a un lado de la cama, esta vez bajo la luz del atardecer. En ese momento pude hablar un poco más, y le pregunté qué me estaba pasando: Contestó que todavía tenía algo de fiebre y necesitaba descansar. Y me contó que había permanecido inconsciente por casi cuatro días y que recién esa mañana había logrado despertar; me habían llevado a Castillos, donde fui examinado sin que los médicos lograsen llegar a mayores conclusiones que el proverbial virus. La recomendación, como era imaginable, fue bajar la fiebre y esperar.
No sé exactamente cuántos días pasé en la cama. A la que sentí como la mañana siguiente al primer despertar recordé la laguna y la criatura, pero también me sentía seguro de haber estado allí varias veces, en distintos momentos del día, a veces con Marcos y a veces solo. Recordaba también haber acampado ante la cosa más de una noche, lo cual era imposible, ya que no había manera de que mis abuelos me permitiesen algo así (ni yo querría hacerlo, al menos en circunstancias normales). Pero ahí estaba, sin embargo, en mis recuerdos: me veía sentado ante la laguna mirando tanto al alien como al cielo, no las estrellas sino el cielo, completamente negro, y era como si hubiera algo que indagar, un detalle que estaba perdiéndome y que debía buscar como si armase un rompecabezas sobre una mesa muy grande y tuviese a mi lado un pequeño modelo a escala muy reducida de la imagen y la mirase insistentemente para detectar los patrones que se me escapaban en el caos de todas aquellas piezas.
También recordé que, en las últimas ocasiones en que la visitamos, la criatura mostraba evidentes señales de deterioro. Los cambios de forma según la perspectiva no se daban de la misma manera que en las primeras oportunidades y había estructuras que parecían estancarse y durar hasta el día siguiente, a la vez que grandes porciones del cuerpo desaparecían con señales de haber sido arrancadas o mordidas por animales. Marcos dijo que si buscábamos en el monte quizá encontraríamos los pedazos que faltaban, y a mí se me ocurrió que aquello seguramente iba a tener consecuencias, como si de alguna manera esa extrañeza de la cosa extraterrestre pudiese fundirse con los árboles y el paisaje, como una mancha de tinta que se extiende por los capilares del mapa y alcanza también a Punta de Piedra y de ahí a toda la costa y a Montevideo y quizá al resto del mundo.
Esa noche me sentí bien. Habían dejado la ventana abierta y entraba la brisa. Mi abuela dormía en la cama pequeña que yo usaba más de niño; me levanté y recorrí la casa. Había cosas de mis padres, ropa, bolsos, y en mi cama del garaje estaba mi madre, también dormida (de un modo apacible, me pareció, que daba a entender que yo estaba bien, que lo peor realmente había sido dejado atrás). Sobre la mesa del comedor encontré el reloj de mi padre: eran la una y media de la mañana del veinticuatro de febrero; creí entender que habían sido semanas, no días, y que debí pasar inconsciente más tiempo del que suponía. ¿Cuándo habían llegado mis padres desde Montevideo? ¿Y dónde estaban mi abuelo y mi padre? Sobre la heladera, en una cesta de frutas, había siempre una linterna; la tomé y volví al garaje. Pasé su círculo de luz por las paredes; faltaban las cañas de pescar, los baldes, el mediomundo y el calderín. Seguramente se habían ido a pescar, a la encandilada. Yo no solía acompañar a mi abuelo en esas sesiones de pesca nocturna –me aburría muchísimo y siempre tuve miedo de los árboles en la noche– pero esta vez fueron más fuertes las ganas de mover mi cuerpo en el aire fresco y salado, bajar a la playa, buscar a papá y hacerle entender que ya estaba bien, que ya estaba de vuelta, que me daban las fuerzas para quedarme allí, pescando con él, con mi abuelo y con él. La puerta principal estaba cerrada con llave, pero la trasera, la de la cocina, no. Me puse unas bermudas, las ojotas y una remera y, con cuidado de no hacer ruido, salí al fondo. Después de rodear la casa y avanzar hacia la calle miré hacia atrás: los pinos parecían criaturas dormidas muy cerca unas de otras, como en el fondo de una madriguera. Era una noche luminosa, llena de estrellas. Caminé hacia la playa sintiéndome todavía mejor y encontré la camioneta de mi abuelo en la bajada, ella sola sobre la arena color de plata. Corrí hacia la orilla, iluminando el camino con la linterna, y los vi; primero los faroles a mantilla, luego a mi abuelo y a mi padre bastante adentrados en el agua, con una red, y a Marcos y su padre en la orilla, sosteniendo las luces. Alcé el brazo con la linterna y grité sus nombres. Se había levantado un poco de viento, por lo que mi voz no debió alcanzarlos. Avancé más, volví a gritar, y entonces sí, entonces sí me oyeron.
Imagen: “Bosque” de Caro Maranguello
[ + bar ]
Orellana [valparaíso]
Álvaro Bisama
Mi librería preferida es una librería fantasma. Se llamaba librería Orellana, y quedaba en el centro de Valparaíso. Cerró hace un par de años. No pudo... Leer más »
Passagem Literária da Consolação [são paulo]
Julián Fuks
Llamémoslo malestar en las librerías. Sé que no soy el primero en sufrir este infortunio y que no seré la última de sus víctimas. En algún... Leer más »
Hoag Holmgren
traducción de Lucas Mertehikian
reniforme
consuelo libre de brazos de sombras rapaces salpicando la piel con crepúsculo entre los pinos enanos moldeados por ojos de viento tallados sobre el... Leer más »
El silencio es elocuente
Ilan Stavans y Charles Hatfield traducción de Carolina Fernández
Lo que sigue es un fragmento de la obra en construcción The Big Theft: Adventures of Translation in the Hispanic... Leer más »