La World Wide Widener
Patricia Marechal
Traducción de Eugenia Santana Goitia
La historia de la Biblioteca Widener comienza con una tragedia. Widener no es sólo un lugar de estudio y una de las reservas de libros y periódicos más grandes del mundo; también es un homenaje. El acto de devoción de una madre que perdió a su hijo en el naufragio del Titanic; un verdadero Trauerarbeit. Harry Elkins Widener, de la promoción de 1907 de Harvard, era un amante de los libros y un coleccionista. Después de su muerte, su madre decidió donar su envidiable colección, junto con una suma considerable de dinero, para construir la que hoy es una de las bibliotecas más impresionantes de Harvard. Widener es, al mismo tiempo, el centro geográfico y simbólico de Harvard, y el edificio que todos los turistas quieren ver. Es imposible subir los treinta peldaños de su ancha escalera principal sin verse obligado a esquivar a un guía turístico inmerso en la narración de la tragedia de la familia Widener. Es difícil culpar a los estudiantes sobreexcitados que ofician de guías amateur por su entusiasmo; porque ¿cómo no caer en la tentación de mencionar la historia del nacimiento de la biblioteca? Es, simplemente, demasiado buena para ser cierta. Un aura de heroísmo personal o locura envuelve al edificio: la leyenda cuenta que Harry Widener estaba a punto de subirse a un bote salvavidas cuando recordó que se había olvidado una edición rara de los Ensayos de Bacon, adquirida en sus viajes por el Viejo Continente. Así que volvió a buscarla, y perdió el bote y la vida en el intento. En otras palabras, los libros mataron a Harry.
Tan impresionante como el mismo Titanic, Widener emerge del corazón del llamado “Patio Nuevo”, un área adyacente al antiguo campus universitario en el que se sitúan los primeros edificios de Harvard College, que datan de 1636. ¿Es la Biblioteca Widener el edificio más emblemático del rojizo campus de Nueva Inglaterra? Quizás en sus mejores días. Cuando llegué, la primera construcción que llamó mi atención fue la Iglesia Memorial, que está justo en frente de la Biblioteca Widener. “Acá las universidades tienen iglesias”, me preocupé. Mis preocupaciones sólo aumentaron cuando me di cuenta de que mientras que las puertas de la Iglesia Memorial están abiertas al público, acceder a la Biblioteca Widener no es tan fácil. De hecho, entrar es casi tan difícil como que un camello pase por el ojo de una aguja. Para acceder a Widener, hay que atravesar un portón custodiado empuñando un carnet de identificación de Harvard que pocos poseen. A los estudiantes de Harvard les gusta comparar el acceso restringido a su biblioteca con la política democrática “todos bienvenidos” de su primo oriundo de Cambridge, el MIT. Pero esto es sólo la punta del iceberg que sirve para para ilustrar y sintetizar el estilo de vida harvardiano.
Si sos uno de los elegidos, una vez que entrás a Widener su estilo imperial te saluda. Inmediatamente, te encontrás en una sala panóptica donde tenés que elegir tu propia aventura: publicaciones periódicas a la derecha, estanterías a tu izquierda, y, en frente tuyo, unas majestuosas escaleras de mármol que conducen a un cuarto especial con una Biblia de Gutenberg y el Primer Folio de Shakespeare. Como el Titanic, Widener tiene varios pisos. En la superficie, reina el esplendor y la elegancia de las salas de lectura y exhibición. Dos murales de la Primera Guerra Mundial de John Singer Sargent se despliegan a los costados de la sala de exhibición principal. Debajo de uno, está grabada la leyenda: “Felices los que con reluciente fe en un abrazo estrecharon la Muerte y la Victoria”. Debajo del otro, “Atravesaron el mar, cruzados ansiosos por ayudar. Las naciones combatiendo por una causa justa”. En los dos, un águila americana extiende sus alas. Como estudiante, el vínculo entre la victoria y la muerte parece un prospecto espeluznante. Todavía más desalentadora es la sospecha de que tu tesis está muy lejos de merecer la etiqueta de “causa justa”. En definitiva, el águila me habla más del sufrimiento de Prometeo que de la gloria.
El otro piso está bajo tierra. Desconocida para los que la ven desde afuera, hay una Widener subterránea: un laberinto de túneles donde está guardada la mayor parte de la colección de libros. Para buscar un volumen, los estudiantes tienen que descender a las profundidades y traspasar pasillos estrechos iluminados por tenues luces artificiales, impregnados del olor rancio del moho y de los lugares encerrados, atravesados por caños oxidados que gotean. El inframundo de las arterias de Widener alberga pilas de libros en estantes plegables de metal que, para ganar espacio, se abren y cierran como acordeones. El apretar de un botón revela cientos de libros polvorientos, bañados por la luz exigua que ofrecen las lámparas que cuelgan del techo. A veces siento que estoy en una especie de archivo de la policía secreta de un film noir de la década de 1940. Cuando las estanterías exhiben sus frutos, uno se regocija en el hallazgo de un ejemplar de Anacreonte del siglo XVIII, o de una edición bilingüe de Petrarca. Una vez que uno encuentra la publicación codiciada, está listo para emerger, tesoro en mano, al paraíso soleado y luminoso de las salas de lectura. El regreso del Hades nerd reconforta y cura la claustrofobia momentánea: los estudiantes pueden volver a respirar aire limpio y aristocrático.
Pero las salas de la lectura no son siempre un paraíso redescubierto para los que concurren con asiduidad a la Biblioteca Widener. Para la mayoría de sus moradores, el sentimiento es propio del Purgatorio. Los doctorandos pueblan las salas amplias, iluminadas por lámparas de pantallas de cristal grabado en verde oscuro o dorado. Se huele la ansiedad de las tesis. Escritos sin terminar que nunca terminan de ser satisfactorios, pilas de libros reservados que se multiplican como el pan y los peces pero no ofrecen sustento, manos frenéticas que pasan páginas en vano. Las miradas de apoyo entre los estudiantes se mezclan con miradas de envidia a los que lucen concentrados. Los estudiantes se agrupan de acuerdo a departamentos, y ocupan áreas específicas de las salas de lectura. En la sala Phillips se juntan los del Departamento de Lenguas Romances. De vez en cuando, alguien le susurra a un colega si no quiere ir a hacer una pausa de café–ya no hay pausa de cigarrillos; recientemente, la universidad aprobó una prohibición del tabaco.
Toma un tiempo darse cuenta de que existe un tercer piso (tal vez, finalmente, el paraíso) donde están las bibliotecas privadas. Bibliotecas como muñecas rusas. Las bibliotecas más pequeñas de Widener pertenecen a la Facultad de Artes y Ciencias, FAS por sus siglas en inglés, y son todavía más seguras y demandan incluso más permisos especiales para acceder. Ningún carnet de Harvard puede abrir sus puertas. Uno sólo puede preguntarse qué sueños de bibliógrafo yacen ahí adentro; con las ventanas ocluidas por cortinas caqui de los años 50. Caminar por los angostos corredores de techos altos donde se ubican las bibliotecas de los Departamentos de la FAS es como hacer un viaje al pasado de Widener: la Biblioteca del Seminario Celta, la Biblioteca de Historia de la Ciencia, la Biblioteca de Paleografía, la Biblioteca de Sánscrito, están flanqueadas por antiguos ficheros. La primera vez que caminé por esos corredores, me fue imposible no sonreír y estremecerme cuando les di una ojeada a las primeras y a las últimas fichas guardadas en cada archivador: “Moscú ~ Norte”, “Pesquerías ~ Francia”, “Varsovia ~ Mundo” “Bhagavadgita ~ Empresarias”, “Argentina ~ Bhagavadgita”, “A.A.A ~ Argentina”.
Recientemente, descubrí una Sala de Poesía. Por desgracia, no puedo entrar.
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