Cardenio (fragmento)

The Speakers Corner - Jorge Macchi

Carlos Gamerro

Vivían juntos en el Bankside, no lejos del teatro, ambos solteros, y dormían juntos; una misma muchacha tenían entrambos en la casa, a la que mucho admiraban; compartían también la capa y los vestidos.

                                   ―John Aubrey, Vidas breves.

 

UNO

Octubre a noviembre de 1612

 

Carta de John Fletcher a Francis Beaumont, 31 de octubre de 1612.

 

Querido Damón:

Ayer comencé a trabajar con Will en nuestro Cardenio, o quizá debiera decir con Cardenio sobre Will, pues me vi obligado a hacer el mercader y pregonar sus muchas bondades y virtudes, y por poco ponerme de rodillas para rogarle que me ayudara a escribirlo – a este estado tu deserción me ha reducido. Nos sentamos en el rincón de los poetas, con un frío que calaba los huesos, pero el fuego permaneció apagado; oscurecía, pero nadie prendió una vela; muertos de sed con el mucho hablar y ni una gota para mojarnos la lengua; hubiera sido un milagro que saltara una chispa de ingenio de una habitación tan fría, sobria y sombría. A propuesta mía nos trasladamos a la taberna Mermaid, donde pronto calentamos nuestros huesos con un fuego de hulla y dos medidas de jerez servido en vasos de cerveza, recordando a los amigos lejanos (o sea tú, y Ben) y a los amigos muertos (los de Will, mayormente). Maese William Johnson te manda saludos y pregunta cuándo volverás con tus ollas de oro. No es nada fácil, esto de empezar de cero; como despertar aprendiz tras acostarse maestro: me volvió a los días en que trabajábamos en nuestro Filáster, o más atrás todavía, antes de conocerte, pues mi mente ya no es capaz de regresar al momento en que éramos dos y no uno.

Pero qué remedio. Se acerca la temporada de invierno, y con ella se cerrarán las puertas del Globe y se abrirán las del Blackfriars, tú debes poner todo tu empeño en el cortejo que te llevará al matrimonio y en la mascarada que honrará el de la princesa, y yo debo reclutar una mano amiga o aprender a escribir en soledad de nuevo. Le pregunté a John por los términos de nuestro contrato y me dijo que mientras la obra esté para la temporada navideña, poco le da si la escribo con Will, contigo o con mi perro. Ojalá tuviéramos uno, pues en verdad creo que su pata desnuda me sería de mayor ayuda que el guante vacío de nuestro venerable amigo. La historia que tantas veces nos leímos el uno al otro con tan grandísimo gusto la tomó como hace un enfermo con una píldora amarga, guardándola en un costado de la boca para escupirla apenas el médico se dé vuelta. Me temo que Dick esté en lo cierto: no queda en él sino el rescoldo de su antiguo fuego, como si el esfuerzo de engendrar a Calibán y su tribu lo hubiera consumido por completo.

Pero bien mirada, esta pesada carga que me abruma, y que sólo se aligera cuando me recuerdo que la llevo por los dos, puede a la corta o a la larga trocarse en una bendición. ¿Pues quién, te crees, tomará el lugar de Will cuando diga su adiós definitivo al teatro? Dick tiene a las obras de Ben en buen concepto, pero al oso mismo lo mantendrá a raya, con perros si es preciso – sobre todo cuando trata de darle lecciones de dicción y métrica. No hay que dejar pasar la ocasión cuando nos ofrece sus bucles con tan buen comedimiento. ¿Qué me dices entonces? ¿Aventajaremos al Olimpo apilando el monte Pelión sobre el monte Osa? ¿Qué te haría más feliz heredar, dos yugadas de tierra en Kent o la entera redondez del Globo?

Joanie te ruega que te cuides de los resfríos y que evites las mojaduras excesivas, sea por las inclemencias del cielo o las del lecho. Melancólica y mohína anda por la casa el día entero la pobrecita. Ayer se le cayó otra taza, la que solo por distinguirla de las otras solíamos llamar tuya. Habrá una nueva esperando tu muy ansiado regreso.

Tu (fugazmente) infiel pastorcillo,

Fintias.

 

 

Conversación entre John Fletcher y William Shakespeare, Teatro Blackfriars, Londres, 30 de octubre de 1612.

 

JF: Lo descubren en la parte más escondida de la sierra, saltando como una cabra de mata en mata y de piedra en piedra; el rostro tostado por el sol y desencajado, la cabeza descubierta, la barba mucha y espesa. Un salvaje, y roto por añadidura, pero sus harapos eran de holanda, y de terciopelo los calzones rasgados que sus carnes descubrían. Por ellos imaginaron que se trataba del dueño de la mula muerta y de la maleta podrida que habían encontrado en la hondonada; y un cabrero con el que cruzaron unas palabras confirmó sus sospechas. Les contó que el roto, que entonces no lo era, sino un joven de gentil talle y apostura, se les había aparecido por aquellas soledades haría cosa de seis meses, y que tras preguntarle a él y a sus compañeros cuál parte de la sierra era la más áspera y escondida, había procedido a emboscarse en ella. Desde aquel entonces ocupaba los días que estaba en su seso, que eran los menos, en vagar por el bosque en busca de sustento, y los otros se los pasaba mesándose los cabellos y maldiciendo su suerte. De ordinario obtenía su alimento de los pastores pidiéndolo cortés y comedidamente, y con no pocas lágrimas; pero cuando estaba con el accidente de su locura se los arrebataba por fuerza y los agradecía con injurias. Aparece, finalmente, entre una quebrada de una sierra, y si cuando se llega hasta ellos no está en la furia de su locura, tampoco lo hace en calma, pues viene mordiéndose los labios y hablando entre sí con la cabeza hundida sobre el pecho; alza el ceño fruncido no más de una vez, para responder a sus saludos, y de ahí en más no vuelve a levantar la vista. En acabando lo que Sancho y su amo le dan de comer acepta contarles su historia. Su nombre, les dice, es Cardenio; su patria, una de las mejores ciudades de Andalucía; sus padres, ricos, y su desventura tanta que ni su riqueza, su linaje o su cuna –

WS: Ahórrame la retórica, Jack.

JF: Perdón. Te lo sigo entonces a lo llano y a lo liso: Cardenio amaba a una tal Luscinda, la amaba desde que eran niños; ella también lo amaba y estaba dispuesta a casarse con él, y como iban de la mano sus linajes y riquezas, el padre de ella no puso objeción alguna –

WS: ¿Y qué necesidad tienen de nosotros entonces? Tal parece que no hay obstáculos en su camino.

JF: Hay uno, que apenas merecería el nombre de tal si la imaginación de Cardenio no lo magnificara al infinito. El padre de Luscinda considera que toca al padre de Cardenio hacer la demanda primera. Pareciéndole al mozo que no le falta razón en lo que solicita, se dirige presto a su casa a enterar a su padre del pedido, pero a cada paso que da su determinación se escurre de él como si la tierra misma le sangrara las piernas. Teme que el permiso de su padre, que él suponía suyo antes de solicitarlo siquiera, dejará de serlo apenas tenga el atrevimiento de hacerlo; que éste objetará, si no su pedido, sí al menos la ocasión, la manera y las palabras en que lo formule, las cuales se pone a ensayar al punto mientras camina a paso desmayado hacia la casa paterna, atajando objeciones nonatas y parando estocadas de espadas envainadas. No, se desalienta al punto, es inútil: su presunción será burlada y su petición escarnecida, así: ¿Consentimiento? Pero claro, muchacho, si tienes su consentimiento, ¿por qué habría yo de negarte el mío? A fe mía que puedo ser tan generoso como ella. Solo me queda este escrúpulo: si has logrado que ella consienta a tus requerimientos, ¿cómo, dime, evitarás que consienta a los del resto del mundo? Pues habrás de consentir que quienquiera que consienta a uno como tú deberá consentir a más de uno.

WS: Jack…

JF: ¿Sí, Will?

WS: No le has hecho ascos a la pluma, según veo.

JF: Ya sabes cómo es. Una palabra aquí, otra allá… Cuando vienen por propia voluntad y consentimiento.

WS: ¿Y por qué no sigues adelante?

JF: Will amigo, sabes bien que no me gusta escribir solo. Una sola vez lo intenté, y ya viste el resultado.

WS: ¿La pastorcilla fiel? No la vi pero me la contaron. ¿Qué hay de El domador domado? Creía que también entonces Frank se abstuvo de mojar su pluma en tu tintero.

JF: Así fue. No tomó nunca la pluma, pero me ayudó con el argumento. Y fue suya la idea de responder a tu Fierecilla domada con una obra que diera la victoria a la segunda esposa de Petruchio. Las damas que concurren al Blackfriars no son tan mansas como las que acudían al Globe en tus tiempos.

WS: ¿Y cómo le ha ido a él con la suya? ¿La encontró tan rica y perfecta como buscaba?

JF: Le falta algún tanto para ser perfecta, dice, pero siempre será mejor que ganarse la vida escribiendo.

WS: En eso al menos estamos de acuerdo. La pregunta sigue siendo, ¿por qué yo? Escribir de a dos no es lo mío. ¿No te ha contado Tom lo mal que la pasamos juntos?

JF: ¿Qué Tom, Kyd? No llegué a conocerlo. No sabía que habíais trabajado juntos. ¿Fue en La tragedia española?

WS: No, a esa fue Ben quien le metió mano. Hasta el codo. Y sin duda escandió cada verso y lo rapó de excrementos. ¡Pobre Tom Kyd! ¡Una que le salió bien, ni él mismo supo cómo! ¡Adelante, Jerónimo! No. Me refería a Tom Middleton. Trabajamos juntos en Timón de Atenas, por decirlo de algún modo. Sabe ser muy rápido cuando necesita el dinero.

JF: Ese es su estado habitual me parece.

WS: Verdad. El hambre vuelve a tu poeta atolondrado y la hartura lo sume en la pereza. El justo medio está en los medios escasos pero suficientes. ¿Y qué me dices de Ben?

JF: Ben. Quieres que escriba con Ben. Prefiero ser uncido con un toro bravo cola con cuerno. O compartir el lecho con un puercoespín erizado.

WS: Has tenido compañeros de cama aun más extraños.

JF: No empieces. Vamos, Will, sabes que siempre quise que hiciéramos algo juntos.

WS: No mientras Frank estaba contigo.

JF: Eso es distinto.

WS: ¿En qué manera?

JF: En tantas como puedas imaginar tú y callar yo.

WS: Bien. Quizás haya algo que sí puedas decirme.

JF: ¿Como ser?

WS: ¿Fue Dick quien te mandó?

JF: ¿Para qué?

WS: Ya sabes. Al viejo Will se le ha secado el candil. Hay que echarle aceite limpio.

JF: Will…

WS: Tinta fresca en un tintero viejo. Se le pegó la pluma a la oreja.

JF: Si sigues vas a ofenderme.

WS: No respondiste a mi pregunta.

JF: ¿Y qué quieres que te diga? Sabes bien que si hacemos algo juntos el beneficio será todo mío. Verdad tan notoria no hace falta decirla. Ya sé que no necesitas de mi ayuda. Soy yo el que necesita de la tuya. No era así cuando Frank y yo escribíamos juntos, no tengo problema en admitirlo. Pero ahora no está. Ayúdame por esta vez y te prometo no volver a molestarte en el futuro.

WS: ¿Y entonces?

JF: ¿Entonces qué?

WS: ¿Qué le respondió el padre?

JF: ¿Qué padre?

WS: El de comosellame. El mozo. ¿Tiene nombre?

JF: Cardenio.

WS: El padre.

JF: No que yo recuerde. Pensé que podíamos llamarlo Camilo. Ah, pero ya lo usaste, ¿o no? ¿Dónde fue?

WS: En Cuento de invierno.

JF: Cierto. Podemos cambiarlo si prefieres no repetirte.

WS: Pasito a paso, Jack. No tengo el sí tan fácil como la niña de tu cuento.

JF: Lo tendrás cuando acabe de contártelo. Es el mejor libro del mundo, Will, deberías leerlo. Ben lo tiene en su biblioteca.

WS: ¿Te ha dejado las llaves antes de irse? Qué privilegio el tuyo.

JF: Fue Francis el que logró sacárselas. Con la promesa de no darlas a ninguno.

WS: Te agradezco el ofrecimiento, Jack. Pero mi español no es tan bueno como el tuyo.

JF: No, te hablo de la traducción a nuestra lengua, ya sabes, esa que hizo un tal Tom Shelton y anduvo de mano en mano, y ahora Blount acaba de dar a la estampa.

WS: Ah, sí. ¿Qué sabemos del tal Shelton? Es irlandés, ¿verdad?

JF: Y mucho. El hermano estuvo mezclado en alguna de las rebeliones de Tyrone y terminó colgado de un hilo. Él huyó a España y estudió en alguno de los seminarios que los de su nación allí tienen. Ben afirma haberlo conocido en Flandes, donde según él espía para ambos bandos. Palabra de Ben – ya sabes. ¿Quieres que te lo busque entonces?

WS: No por ahora, Jack, gracias. Prefiero que me lo cuentes. Volvamos al joven y a su padre. ¿Salió todo tan mal como esperaba?

JF: Peor. Pues al tiempo que entró en el aposento lo halló con una carta abierta en la mano. Una carta del duque Ricardo, señor muy principal de aquellas partes, que le pedía a Cardenio para compañero de su hijo el mayor, en cambio de lo cual él tomaría a cargo ponerlo en estado según sus merecimientos. Cardenio se retiró confuso y enmudecido, sabiendo que tanto podía oponerse a la voluntad de su padre como su padre a la del duque. Porque aun cuando tuviera el coraje de negarse, ¿cómo pretender que su padre accediera a su pedido, si él desatendía el suyo? Si, en cambio, se dijo, accedía de buena gana, compraría la buena voluntad de su padre y las mercedes del duque, las cuales acrecentarían su valor, si no a los ojos de Luscinda – pues ella lo estimaba más que a hombre alguno en el mundo – sí a los del padre de ésta. Armándose en tales pensamientos se llegó a la ventana enrejada que era habitual testigo de sus encuentros con Luscinda. Aquí veo una bonita escena de despedida. Pensé que podíamos mostrarla en lo alto de la galería, y a Cardenio encaramándose a su balcón –

WS: Eso creo haberlo visto en otra parte.

JF: ¿Dónde?
WS: Una obra olvidada. Romeo y Julieta. De un tal William Shakespeare.

JF: Sí, he oído hablar de ella. Que sea sobre el escenario principal entonces. Ahí tendremos lágrimas, juramentos y besos, dedos entrelazados a través de los barrotes crueles, y adiós Cardenio. Escena siguiente: ya llegó a lo del duque, donde es muy bien recibido y tratado, tanto del señor de la casa como de su primogénito; pero el que más se holgó con su presencia fue un hijo segundo del duque, llamado Fernando, el cual, en poco tiempo, quiso que Cardenio fuese muy amigo suyo –

WS: ¿Qué tanto?

JF: Tanto que no habrá secretos entre ellos; al menos don Fernando le comunica todos sus pensamientos, especialmente uno enamorado que lo trae sin sosiego. Cardenio le corresponde cuando se trata de poner la oreja, pero en lo de soltar la lengua se lo nota mas circunspecto.

WS: Discreto y avisado mancebo.

JF: Así, opina, debe administrarse la franqueza entre amigos cuando uno es señor y el otro siervo. Aprendió, pues, que Don Fernando quería bien a una labradora vasalla de su padre, hermosa, recatada y honesta, de padres humildes en linaje pero en bienes casi tan ricos como éste.

WS: Tiene buen ojo nuestro amigo.

JF: Llevado de su pasión, don Fernando comenzó a cortejarla abiertamente, lo cual no sólo no ablandaba a la labradora, sino que la endurecía, y sus recatos, que él tuvo por desdenes, redujeron a tal término sus deseos que se determinó, para poder alcanzarlos, darle palabra de ser su marido. Cardenio procuró apartarlo de tal propósito con las mejores razones que supo; pero viendo que no aprovechaba, determinó de decirle el caso a su padre el duque.

WS: Menos mal que eran grandísimos amigos.

JF: Era su deber de criado, ya habrás notado que se trata de un joven muy respetuoso de las reglas. Más don Fernando, recelándose y temiéndose de esto, propuso a Cardenio que se fueran para su ciudad, diciéndole a su padre que irían a ver y a feriar unos muy buenos caballos que en ella había, y a su amigo que lo hacía para poder apartar de la memoria a la recatada doncella. En esto al menos no mentía, o lo hacía apenas en un punto.

WS: ¿En cuál?

JF: En que no lo era más la hermosa labradora. Ya había gozado de ella.

WS: Empieza a caerme bien. ¿Por qué no hacerlo el personaje principal de la pieza?

JF: ¿Se trata de una oferta?

WS: Mas bien de una idea.

JF: A mí me sonó a oferta.

WS: Cuando empiece a hacerlas serás el primero en saberlo. Prosigue adelante, te lo ruego.

JF: Cardenio por supuesto no cabía en sí de contento, pues este plan le ofrecía una salida a su dilema y, a la vez, la ocasión de volver a ver a su Luscinda. Tan contento estaba que en el camino le contó a don Fernando todo sobre sus amores con ella, alabando de tal manera su discreción, donaire y hermosura que éste no pudo sino manifestar el deseo de ver doncella adornada de tan buenas partes.

WS: Comienzo a ver hacia dónde se encamina este negocio.

JF: Lo harás del todo a la luz de la vela.

WS: ¿Qué vela?

JF: La misma que Cardenio, a pedido de su amigo, coloca en la reja de Luscinda, para que su amigo pueda verla y decidir si mentía al alabar su hermosura; y quiso la suerte, buena o mala dependiendo de quién la juzgue, que ella al sentirlo se levantara sobresaltada de su lecho, mostrándose en sayo, con los pechos descubiertos, a lo que Don Fernando, oculto en las sombras del jardín, enmudeció y perdió el sentido. Quedó, a partir de entonces, tan enamorado que no se pasaba momento donde no quisiese que trataran de Luscinda, procuraba siempre leer los papeles que Cardenio le enviaba y ella le respondía, y lo acompañaba en cada encuentro como testigo mudo y oculto. Por una carta que cayó en sus manos don Fernando se enteró de la condición que el padre de Luscinda había puesto, y se ofreció, como buen amigo, a hablarle al de Cardenio y hacer que éste hablase con el de Luscinda, provocándole al susodicho tales transportes de gratitud y alivio que, cuando Don Fernando le pidió que fuera con su hermano a procurar dineros para pagar los caballos que había elegido, mal pudo negarse a cumplirle el deseo. En llegando a lo del duque fue bien recibido, mas no bien despachado, del hermano de don Fernando, porque éste le mandó esperar a que reuniese los dineros solicitados. Muy a su disgusto obedeció Cardenio, pues lo atormentaban los presagios y la tristeza de verse separado de su Luscinda; a los cuatro o cinco días, como para confirmarlos, llegó un hombre con una carta que por la letra conoció ser de ella, y cuando sus dedos lograron abrirla se enteró de lo que a estas alturas el teatro entero ha adivinado: que apenas había dejado a Luscinda, don Fernando se había presentado ante su padre para pedirla por esposa, y éste había dado su acuerdo de tan buen grado que el desposorio se había de hacer en dos días. Tras la lectura de la carta Cardenio se sintió con derecho a partir sin pedir permiso –

WS: ¡Temerario mancebo! ¡Le ha crecido una melena de león al ratoncito!

JF: Y alas a sus pies, o mas bien a los de su mula, que casi como en un vuelo lo lleva hasta la ventana junto a la cual languidece Luscinda, vestida ya para la boda mientras en la sala la aguardan don Fernando, su padre y los testigos que – le dice – antes lo serán de su muerte que de su casamiento. Entonces le muestra la daga con que se quitará la vida, pidiéndole apenas que también él se haga testigo de su sacrificio. Cardenio, para no ser menos, desenvaina su espada y jura defenderla, o seguirla en la muerte si la suerte les fuera adversa. En eso sienten que la llaman a voces: el novio se impacienta. Cuando ella sale Cardenio queda atónito y suspenso, sin acertar a entrar en la casa ni a alejarse de ella; pero considerando luego cuánto importaba su presencia para lo que pudiere suceder, se atreve a entrar y a ocultarse tras dos tapices juntos. Desde allí observa a don Fernando entrar seguido de Luscinda, vestida de encarnado y blanco: nunca la había visto tan hermosa como ahora, que estaba a punto de perderla.

WS: Y lo que él espera es que ella se quite la vida.

JF: Así parece.

WS: Interesante. ¿Y ella le da el gusto?

JF: Cardenio ya vislumbra el relumbrar del acero entre el brillo de la seda cuando escucha una voz desmayada y flaca decir “sí, quiero”, y la de don Fernando lo mismo, y abre los ojos para ver cómo la mano de él desliza el anillo en el dedo de ella. Mas al punto Luscinda cae desmayada, y cuando alguno de los presentes, digamos su padre, le desabrocha el pecho descubren en él un papel cerrado que don Fernando toma y se pone a leer sin acudir a los remedios que a su esposa le están haciendo. Cardenio aprovecha el alboroto para salir sin ser visto, pero con determinación que, si lo hicieran, haría un desatino tal que todo el mundo vendría a entender la justa indignación de su pecho. Recupera su mula, sale de la ciudad y cuando se ve en el campo desata la lengua en maldiciones de Luscinda, dándole títulos de cruel, de ingrata, de falsa y sobre todo de codiciosa; y en mitad de esos vituperios la disculpa, diciendo que no era mucho que una doncella recogida en casa de sus padres, hecha a obedecerlos siempre, hubiese consentido con su gusto, pues le daban por esposo un caballero tan principal y tan rico. Con tales voces y tal inquietud caminó lo que quedaba de la noche y dio, al amanecer, con una entrada de las sierras, por las cuales caminó otros tres días, hasta que su mula cayó muerta de cansancio y de hambre, o tal vez, prefiere pensar, por desechar de sí tan inútil carga como llevaba. Y así de igual manera espera que la muerte lo libere a él de la suya, que es su vida, y lo que quede de ella lo pasará componiendo canciones y sonetos, ya sea grabándolos por las cortezas de los árboles o echándolos de viva voz al viento acompañado por los pastores con sus flautas y rabeles…

WS: Pasito a paso, a ver si escuché bien. ¿Pastores? ¿Flautas? ¿Sonetos? ¿No estarás pensando en reincidir en tus ejercicios pastoriles, verdad?

JF: No se trataría de una pieza pastoril, no exactam –

WS: Hasta acá llegamos.

JF: Will, escúchame, se trata a lo sumo de dos o tres escenas – una.

WS: No, escúchame tú a mí. Y mírame a los ojos. Nada de pastores poetas. Ni de pastorcillas. Ni fieles ni infieles. Nada de ovejas. Ni una hebra de lana siquiera.

JF: Mira quién habla. ¿Qué me dices de la escena de Perdita y Autólico en Cuento de invierno?

WS: Justamente. Es la más larga en su género. Con la excepción, se entiende, de obras pastoriles enteras como las tuyas. Cuando logré terminarla juré sobre la tumba de mi padre, y de mi madre, y de mis hermanos, que nunca más –

JF: Yo la escribo.

WS: Jack, ¿por qué te haces esto?

JF: No sé a qué te refieres.

WS: ¿Quién escribirá esta vez los elogios que te quiten la pena? Ben está de viaje y Frank ocupado en sus asuntos; y se vería mal si yo lo hiciera, siendo el segundo engendrador del engendro… ¡Un momento! ¡Ya lo  tengo! Tú escribes tu nueva tragicomedia pastoril, y yo me ocupo de los elogios, ¿trato hecho?

Muchacho: Maese Shakespeare…

WS: ¿Y ahora qué?

Muchacho: Los actores esperan.

WS: ¿Y qué se me da a mí? Hoy le tocaba a Dick. ¿No ha llegado aun?

Muchacho: No, señor.

WS: ¿Y dónde está, si puede saberse?

Muchacho: No lo sé, señor.

WS: Así no se puede. Jack, dame un minuto para encaminar el ensayo, y apenas lo haya hecho vámonos a algún lugar donde menos pueda ser hallado cuando más me necesiten.

* *

Cardenio, cuyo eje narrativo es la mítica obra perdida de Shakespeare, fue escrita originalmente en inglés y después traducida por el autor al castellano. Para seguir leyendo, busquen la novela en su librería preferida o en la página de Edhasa y echen un vistazo a esta entrevista a Gamerro que salió en La Nación.

* *

Imagen: Jorge Macchi, “The Speakers Corner”

charly gamerro -credito victoria noorthoornCarlos Gamerro Carlos Gamerro nació en Argentina. Ha publicado las novelas Las Islas (1998), El secreto y las voces (2002), La aventura de los bustos de Eva (2004), y recientemente Cardenio, acerca de la obra perdida de Shakespeare basada en Don Quijote. Ha traducido al español Hamlet y The Merchant of Venice de Shakespeare. Escribió libros sobre Joyce y Borges; su ensayo sobre literatura argentina, Facundo o Martín Fierro, ganó el premio al Mejor Libro de 2015 en la Feria del Libro de Buenos Aires.


Publicado el 16 de junio de 2017 en Ficción.



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