Escenarios alternativos para amantes
Por Szilvia Molnar
traducción de Miguel Muñoz
1. Regreso a una casa en cenizas en Lund. Tú estás de vuelta en Malmö. Veo a mis padres recogiendo fotografías a medio quemar en el jardín, como juntando hojas antes del invierno. Sus caras están cubiertas de hollín. Desesperada, llevo mis maletas sucias desde la isla de Nagu hasta Rusia, donde no quedan emos ni emociones por sentir. En San Petersburgo compro una máquina de escribir, una de esas Smith Corona que siempre quise tener, y robo un taburete de una ferretería. Elijo una calle transitada y me siento a escribir. Las personas pasan y me piden una frase, una afirmación o una receta para princesstårta. Me aseguro de agregar que no hay princesa sin mazapán. A cambio me dejan sus almuerzos, que rara vez como. Tienen demasiada carne. Bollos con tiras de tocino o sopas espesas de zanahoria blanca con trozos de cerdo hundidos en el fondo.
Una mañana encuentro un perro con una misión. No se ve como un patán, solo como un modesto cruzado. Trato de darle un pastel de tocino, pero lo rechaza cortésmente diciendo que es vegetariano. Cuéntame más, le digo, y comienza una historia acerca de cómo una vez fue un hombre de origen sueco y portugués, pero se convirtió en perro cuando perdió a su chica. Caminé desde un pueblo llamado Malmö, donde volvió a nacer el falafel, hasta San Petersburgo. La emoción está prohibida aquí. Durante el viaje me detuve en Budapest porque, verás, ella viene de la tierra de la paprika y la sandía. Se me ocurrió que quizás pudo habérsele antojado algo de eso, pero no la encontré en ningún sitio. Cuando este perro de garras violentas me contó esto quise abrazarlo porque finalmente supe que se trataba de ti. Y tú me habías extrañado tanto que olvidaste lo que buscabas. Tuve que recordártelo.
O bien:
2. Vivo alejada de ti, en el otro extremo de Suecia. Han pasado varios años desde la última vez que nos vimos. Desde esos diez días en Nagu. Lees un aviso en el periódico. Una vieja señora siente que se va a morir en uno o dos días, pero no tiene parientes que puedan heredar su casa de campo. Decides llamarla porque el nombre de la casa es Bolond (‘loco’ en húngaro). Una palabra con la que estás familiarizado. A ella le agradas por tu rostro sincero. Cuando te da las llaves las sientes pesadas en tu mano, pero el peso es un consuelo. Una promesa de buenos tiempos por venir.
Quitas el polvo del letrero de entrada, amontonas las sillas para hacer más espacio en la sala, limpias las ventanas por dentro y por fuera. Esperas compañía a pesar de que nadie sabe dónde estás. Un festival se avecina, ¿o es el Año Nuevo lo que se celebrará en un par de días? Algo hace que te levantes temprano un día. Hace que te duches y te afeites. Que te laves los dientes. Que te cortes las uñas de los pies. Que prepares una comida. Que enciendas una vela. Estás bien entrenado para la espera.
Al segundo golpe abres la puerta.
O bien:
3. Soy un cyborg. Tú eres mi cargador.
O bien:
4. Hay un faro que no mucha gente conoce. En realidad, solo dos personas en el mundo saben de él. Una de ellas (yo) vive en este faro; la otra (tú), viene de visita. Navegas en tu bote y encuentras el camino guiándote solamente por la luz. Guardo un calendario marcado con los días que vendrás. Mis días contigo llevan una H, como una escalera con un solo peldaño. H. Subo los escalones y enciendo la luz. No puedo ver tu bote, pero tú sí ves la luz. No hemos hablado por años. La soledad en el mar y en el faro nos ha enmudecido. Dejamos que nuestros diarios hablen por nosotros. Los intercambiamos cuando nos vemos. Nos ponen al día en las cosas que nos hemos perdido. Son las palabras más ruidosas que hemos leído. ¿De quién es la voz que escuchamos?
O bien:
5. Luego de unos años me siento en el bus junto a un hombre con un mantel como camisa. Me pregunto por unos minutos si eres tú, pero te bajas antes de que me atreva a preguntar.
O bien:
6. Pasaste ya la mediana edad, pero la gente todavía te encuentra atractivo. Vives con tu esposa y tu hijo de 17 en las afueras de Londres. Tu esposa fue diagnosticada con esclerosis múltiple hace varios años y su dolor se ha arrastrado lentamente hacia ti. Das clases de húngaro y lingüística en una universidad de prestigio. Estás cansado porque a tus estudiantes parece no importarles lo que enseñas. En ocasiones, debes animar la clase para despertarlos. Les cuentas de nivkh, un idioma que no está enteramente relacionado con ningún otro, pero que aun así está incluido en el grupo de las lenguas paleosiberianas. Les muestras en el mapa cómo lo hablan aquí, en la Manchuria Exterior, pero todo lo que nos queda son cintas, y entonces señalas los cinco casetes negros en tu estante. Los estudiantes te miran con sus cabezas inclinadas hacia un costado. Nada le está llegando a nadie. Entonces ves mi cara. Desde el pequeño grupo de estudiantes (porque, ¿quién quiere estudiar húngaro en estos días?) me ves observándote como si estuviera dándole vueltas a una pregunta en mi cabeza. Pero no la haré hoy.
En el transcurso de un par de semanas ocurre el contacto. Enseñas. Escucho. Pregunto. Explicas un poco más. Repartes hojas con mis intereses en mente y no tengo miedo de cuestionar tus teorías. Avanzamos de papeles a libros. Me das a Frost, Didion, Brautigan y Edna St. Vincent Millay. Te entrego a Boye, Tranströmer y Södergren. Tratamos de vernos tantas veces como podemos sin que resulte sospechoso para nadie más en la oficina, pero nunca son suficientes. Algunos fines de semana vamos a la Biblioteca Británica tan pronto como abren y nos sentamos en una cabina con nuestros proyectos hasta que las últimas líneas se pueden leer. Me traes peras japonesas que se ven como manzanas y saben a agua azucarada. Traigo para nosotros chocolate oscuro y amargo.
De pronto, los meses han pasado por encima de nosotros. Es tiempo de que me gradúe y de que tú organices otro año académico más. Acordamos seguir viéndonos, pero no llegamos ni siquiera a un tercer almuerzo porque tu esposa me llama por teléfono. Encontró mi nombre en tu diario. He arruinado su matrimonio, su vida, una familia con la que no debí jugar.
Me doy cuenta de mi egoísmo y termino todo contacto. Tú, sin quererlo, también dejas de escribirme.
Cinco años han pasado y todavía seguimos sin hablarnos.
O bien:
7. Te instalaste en tu departamento de Värnhem, Malmö. Algunos días manejas el camión del correo y la mayoría de las noches haces música. Me mudé a una pieza en Södermalm, Estocolmo. Casi todos los días los dedico a leer y escribir. Pero mi habitación está completamente vacía, así que me veo obligada a empezar desde cero y hacer lo más adulto del mundo: comprar una cama. Considerando mi situación económica, decido ir a IKEA. Recorro todo el piso, me detengo en el área de dormitorios y pruebo cada colchón. El más firme me convence; lo compro. Camino hacia el área de entregas y veo mi colchón de 50 kg. Lo arrastro hasta la caja y ya está, lo hice, compré mi primera cama para adultos. Es más grande que una plaza, pero más pequeño de lo que quisiera. Es el tamaño que nos daría espacio suficiente en caso de que alguna vez vengas a visitarme.
Hago la fila para el servicio de transporte y veo a un bebé desagradable en brazos de una madre histérica. Le preocupa que sus sábanas color pastel no combinen con el tapizado de la habitación y parece que no logra encontrar un tono más adecuado. Cuento hasta diez porque he escuchado que ayuda cuando estás molesta, pero no funciona. En lugar de ello trato de no mirar al bebé. De alguna forma eso me alivia. Tramito una orden para que lleven el colchón hasta mi nuevo hogar. El hombre gordo detrás del mostrador dice que llegará al día siguiente. Me preparo para su arribo. Limpio mis anaqueles, riego mis plantas y junto mis libros en una hilera. Entonces, el timbre de abajo suena. Una voz familiar* me dice que mi colchón ha llegado. Bajo corriendo y te veo sentado y satisfecho en una furgoneta de IKEA. Resulta que manejas todo tipo de camiones.
O bien:
8. Invento historias.
*Accidentalmente escribí “familia” la primera vez.
* *
Imagen: Joel Gitelson
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