Tarjeta de cumpleaños
Dorothy Spears
traducción de Rodrigo Marchán
Un hombre impotente de vacaciones, tan potente en el trabajo, va a su mujer todas las noches y en cada siesta. “Necesito demostrar que soy norm…ehh, que está todo bien”, suspira ondulante en su desesperación.
La mujer entierra su cara en la funda sintética de la almohada y se acuerda una discusión que tuvieron hace diez años acerca de una tarjeta de cumpleaños que le mandó George. El la había acusado de intentar arruinarlo, alegando que su necesidad de discutir el tema de la tarjeta de cumpleaños era atentar contra su autoestima. Fue unos meses después de casarse, él escogió el regalo de bodas favorito de ella, un bowl Navajo, y lo reventó contra el piso de roble del departamento.
Esta mañana, luego del desayuno y de otro intento decepcionante, ella sale a dar un paseo en bicicleta. En el camino los obreros de la construcción la saludan y le gritan “Salaut”. Taladran piedras para construir una pared.
Excepto uno, el de pelo grueso negro y cuerpo robusto. Los obreros vuelven saludar más tarde, cuando van los cuatro juntos, una familia como cualquier otra, el padre enseñando al más grande a andar en bici sin rueditas. El chiquito todavía trata de andar con los apoyos. Cuando viene un auto por el camino, el miedo se manifiesta en ojos fijos y paralizados, la bicicleta se le cae en la mitad de la calle. O a veces, olvidándose de apretar los frenos—hay tanto que aprender, a los tres años está demasiado ansioso porque el hermano mayor no le saque ventaja—se choca contra una pared o termina disparado por sobre el borde de la calle hasta la cuneta.
El obrero apuesto se rasca el cuello y vuelve en silencio a taladrar piedras. El sol se refleja en la transpiración de su piel. El marido también lo nota. Empieza a llamarlo el “chongo”. Se le ocurre mientras sale a trotar. Pagarle al “chongo” para que se la coja. La idea lo calienta. Le muestra su esposa lo dura que la tiene y desliza su mano para manosearle la bombacha.
El paisaje es abrasador, las hojas de las higueras retorcidas de tan resecas. Ramas de eucaliptos se quiebran ante el viento caliente. Señales en Alemán. Lo esencial de la isla se escapa. Los olivos se marchitan achicharrados, abandonando al fin lo que parecieron interminables siglos de lucha, para producir, reproducirse.
El marido le estuvo contando al hijo mayor varios mitos griegos. Hace unos días fue Prometeo, personaje con el que el marido a menudo se identifica, atado a una roca para que su hígado sea devorado por los pájaros. Hoy, en el almuerzo, tocó Tántalo, a quien por un castigo de los dioses le eran negados los placeres de la fruta y el agua. Cada vez que Tántalo se esfuerza por alcanzar una rama elevada, ésta retrocede fuera de su alcance. Lo mismo cuando se agacha para beber, el agua se retrae inalcanzable para sus labios ansiosos.
Mientras cuenta el mito de Tántalo, a ella se le aparece, por algún motivo, el recuerdo de George, el tío de su esposo. Se imagina a George con su marido siendo un niño, escuchando la misma historia de Tántalo. Quizás una manera de George para lidiar con su propia frustración de no poder probar los frutos ofrecidos por su hermoso y joven sobrino. Ella recuerda a su esposo contándole que George, el hermano mayor—y el más exótico—de su madre, les resultaba fascinante a todos los hermanos. De niños George relataba los mejores cuentos. Imagina que el mito de Tántalo era la manera de George de regañar a su marido por ser tan tentador y al mismo tiempo, tan prohibido.
La foto en la tarjeta de cumpleaños de George, se acuerda clarito, mostraba un patovica musculoso y aceitado en una bikini de hilo rojo. Un gran corazón rojo tapaba su bulto. “Feliz cumpleaños para alguien cuyo corazón es tan grande como el tamaños de su….se leía en la portada. Adentro, garabateado por el querido tío George: ¡¡¡Te lo dice alguien que de esto sabe!!!
Ella había roto la tarjeta en pedacitos, su esposo la había abofeteado.
El relato del mito de Tántalo lleva la charla hacia la tragedia en general. Ella junta la vajilla del almuerzo y la sumerge en agua con detergente. Su hijo mayor se toca el labio hinchado. ¿Esto es una tragedia?, pregunta.
El marido lo mira desolado, como si su propia tragedia no fuera suficiente.
Ella frunce el ceño y limpia un cuchillo.
El día anterior, mientras mordía un carozo de durazno, el hijo mayor pegó un grito. Sus dientes de leche todavía no se habían terminado de caer y ella sospechó que el dolor tenía algo que ver con un diente flojo. Pero cuando le miró la boca, la encía superior estaba roja e hinchada. Lo llevo a una dentista cerca del puerto. La encía sobre los dientes delanteros estaba infectada y la infección se estaba expandiendo sobre el labio. Estaba sorprendida—y asustada—por la gravedad de la situación y también por no haberlo detectado antes. El dentista perforó la infección, drenó el pus y la sangre, mientras su hijo mayor se retorcía en la silla acolchada.
Le dice al hijo mayor, con seguridad: “No. Un diente infectado no es una tragedia. Duele, pero eso es todo.” Le recuerda que los antibióticos que recetó el dentista están haciendo efecto, recién se comió una baguette.
En uno de los paseos en bicicleta ella y los chicos conocieron una mujer de más o menos su edad, Margalida. Vive cerca, en la quinta de su padre. La madre les cuenta a todos algo que Margalida le dijo: su propia madre murió cuando ella nació.
“Eso es una tragedia”, dice la madre.
“¿Quién es Margalida? ¿Qué quinta?”, pregunta el marido.
Sus hijos lo ignoran. Ya saben, por los paseos en bicicleta que hacen con la madre, que el padre de Margalida tiene la quinta con el pavo. Sostienen sus cabezas con las manos, sopesan la pésima suerte de crecer sin madre.
“Eso es terrible”, dice el más grande. “Necesitamos a nuestras mamás.”
“La mamá no está muerta”, dice el más chico, que tiende a ver el lado optimista.
“Ah, ¿no?” dice la madre.
“No”, sacude la cabeza con fuerza. “Simplemente está trabajando.”
“¿En serio?” sonríe la madre. “¿Trabajando en qué?”
El más chico murmura algo que suena como “sobreviviendo”. Pero sobreviviendo no es una palabra que el chico conozca. “¿Qué?” pregunta
“Manteniéndose viva”, dice, indignado.
Un par de días mas tarde, le pide “Mamita, no estés muerta” y ella le promete que no.
El marido está tan obsesionado con su tema sexual que para ella se ha vuelto imposible obtener placer de las cosas más simples. La vista que tiene por la ventana, por ejemplo, mientras reposa al sol y se unta crema humectante en las piernas. El caballo en la vereda de enfrente, que baja los damascos silvestre golpeando las ramas con la cabeza, al mismo tiempo que espanta a los cerdos para poder comer toda la fruta que cae al piso. Las ancianas jorobadas juntando tomates en sus delantales. Las cabras y ovejas pegadas a las paredes o balando bajo la sombra de los ficus, almendros y olivos.
El sonido constante de los picapedreros.
El “chongo” está con una carretilla en la parte de atrás de la casa del vecino mezclando cemento. La mira a través de una fila de cipreses recién plantados. Ella se zambulle en la pileta y empieza a nadar unos largos. Da brazadas sin levantar la cara del agua. Sale de la pileta, respira profundo. El agua chorrea por su cuerpo. Mete la cara en una toalla áspera – la lencería en este lugar es una porquería – y se derrumba en una silla de plástico. La luz tenue de la media tarde deja paso a un brillo rosado de atardecer que pega sobre las laderas del “Tramuntanya.” En la brisa seca vuelan cáscaras de unos eucaliptos ralos. Se acuerda de las espinas de los cactos, los pinchos encarnados que no puede sacarse. Se siente usada, lo nota. Su marido la está utilizando para convencerse que todo está bien. La verdad es que las cosas nunca han estado bien.
Una mañana Margalida los pasa a buscar en su auto rojo y los lleva a su playa favorita, “Platja Muro”. Viene con otra amiga, Antonya, una mujer cuarentona.
“Tengo la corazonada que las olas van a estar gigantes!” grita su hijo mayor, extasiado, desde el asiento de atrás.
Sólo conoce unas pocas palabras en mallorquín, pero trata en castellano de traducir la palabra corazonada. Se las rebusca para hacerse entender. En el espejo retrovisor, Margalida sonríe.
Las olas en Platja Muro son suaves. Saltando entre las olas que le llegan a la cintura, su hijo más chico extiende sus brazos como para abrazar a todos. “Si el agua es un helado, ¡lo podemos chupar!” dice, mostrándole la punta rosada de su lengua.
“¿Qué dijo?” pregunta Margalida. A ella le encanta la energía del menor, juega a levantarlos y hacerlo girar en círculos.
Antonya se va a buscar almejas y, mientras los chicos construyen un castillo de arena, Margalida le cuenta que Antonya es una eminente profesora de psicología en la universidad de Palma y también una lesbiana militante. Después del abandono de su pareja cuatro años atras, Antonya sufrió una sordera total. También padece migrañas intensísimas. A pesar de ser una activista gay eminente, no puede trabajar. Margalida cuenta que, aparte de ayudar en la quinta de su padre, ella tampoco ha podido conseguir un trabajo decente. En la economía de la isla, parece, un título en psicología o una educación universitaria no hace ninguna diferencia. Margalida podría irse al continente. Pero dice que eso le rompería el corazón a su padre.
En realidad, Margalida explica, Antonya puede oír, pero lo que escucha es terrible—como el chirriar de metales rozándose en una maquina.. Margalida imita el sonido de un taladro neumático. “IH IH IH IH IH”—Insoportable, agrega, encogiéndose de hombres y frunciendo el ceño.
“IH IH IH IH IH!” su nueva amiga repite.
Se miran con sobriedad. Entonces, de manera absurda, se largan a reir.
“No, fuera de broma, es una tortura”, dice Margalida, recomponiéndose.
Le cuenta que a Antonya le dieron el alta en un hospital psiquiátrico, después de haber querido cortarse las muñecas. Nadie pudo saber que fue lo que la puso tan mal.
“Es una tragedia”, dice la madre. Mira a su hijo más grande tirarse entre las olas tiernamente ondulantes y espera que el agua salada ayude a curar la infección.
“Una tragedia”, repite Magalida.
“Una tragedia, tal cual. “Tratjedita”, así se dice. ¿No?”
Se vuelven a mirar. Margalida levanta los hombros.
De vuelta en la casa, el marido no para de llorar. “Si esto no termina pronto”, dice, en un tono inconstante. Empieza a pegarse en todo el cuerpo. Parece como si con el puño estuviera pegándose en la entrepierna. Se siente aterrada.
“¡Basta!” grita. Le pone una toalla mojada en la espalda para calmarlo, se sienta en la cama a su lado. El lagrimea sobre el colchón de pelo de caballo.
Ella camina hasta el mueble, donde un rosario de madera cuelga del espejo. Mientras lo descuelga ve que tiene escrito una tarjetita en Mallorquín, en la que alguien pide rezos para que un familiar deje el purgatorio.
“Decime que estuvo un poco mejor,” le suplica el marido. “Mejor, ¿no? ¿Un poquito? ¿No te parece?”
Pero ahora está enojada. Claro que estuvo mejor para él, le dice. El acabó. Pero para ella fue un desastre, su puño metido como una piedra entre sus cuerpos, solo para darle firmeza a su pija blanda. El reloj de veinte mil dólares raspándole la pelvis. “¿Para qué tenías la mano ahí?”, le grita. “¿Por qué no la soltaste?” Y ese reloj de mierda dale que dale contra mi cuerpo. No, no fue mejor. Una mierda. Casi ni te pude sentir.”
Se abre la puerta del dormitorio. El hijo mayor se interpone sobre la luz del pasillo.
“Mama, ¿cuál es la velocidad de la vista?”, le pregunta, bamboleando en el umbral de la puerta, como si dudara entrar. El más chico también aparece, el dedo en la boca.
En el Juzgado, defendiendo casos públicos complejos, el marido es un campeón. Por ejemplo, en el caso de principios de año, donde un predador en Internet, hombre, 25 años, habitué de una sala de chat de adolescentes, con regalitos y zalamerías, logró conocer y asesinar a una nena de trece años. Su marido era persuasivo, su cara apenas ruborizada, el reloj acompañando cada gesto. “A esto apuntamos en los tiempos de Internet” le dijo al jurado. “Esto les puede pasar a sus hijos”. Lo que no dijo, a pesar de que sabía que era cierto, es que el predador puede ser alguien que amás, alguien con quien creciste, alguien a quien ves en Navidad. Que el acosador puede seguir llamándote al trabajo y enviarte recortes de diario con noticias que le hacen acordar a vos (que son muchas). Que el acosador es, finalmente, parte de vos.
Mientras mira su codiciado reloj, regalo de George, por supuesto, el marido le informa al jurado, “En este momento, el 85% de las adolescentes contactadas por un sujeto no identificado en las salas de chat aceptan encontrarse con él. Nuestras leyes necesitan adecuarse a estos tiempos. Necesitamos proteger a nuestros niños”. Ganó el caso. El predador en cuestión fue condenado. George, por su parte, brindará con él en la fiesta del feriado largo en casa de sus padres, el fin desemana siguiente.
Ella quiere que pruebe con una puta. Así puede practicar con alguien más. El amenaza con saltar del acantilado en Deya.
En los últimos días de las vacaciones, el coro que hacían los obreros picando piedras se vuelve un rechinar de taladros y sierras mecánicas. El sonido es insoportable. La esposa revisa las guías de turismo y empieza a armar, obsesiva, días de campo lejos del ruido de las máquinas. Van desde la casa alquilada hasta el faro en la punta de Formentor, caminan por un rato, almuerzan en un pequeño café y toman helado en el puerto antes de pegar la vuelta. También a los desbordantes jardines moros de Alfabia, con una parada para comer en los boliches que están en los rosales de Valdemossa después de una visita a la capilla donde George Sand y Chopin pasaron el invierno una vez. Compran horchatas, el trago local, leche fría con almendras picadas. Pero otro ruido los persigue, de manera que a cada lugar al que van los persigue un silencio opaco y contrito.
En la última noche en la isla, después de cenar, ella sale a caminar con sus hijos. Los obreros ya se fueron. El “chongo”, que perdió todo atractivo por el ruido de las máquinas, probablemente esté en su casa comiendo tumbet con su familia. Ahora, para su alivio, la nochecita da lugar a un clima bucólico sobre la planicie que ya se empieza a sentir como un hogar provisorio. Los cerdos se quejan dentro de las celdas de madera, las orejas cubriéndoles los ojos, como si tuvieran miedo de ver. Un corderito bala desde la oscuridad de su cobertizo. La luna llena y brillante. Su linterna parpadea y muere. Agitándola para que vuelva a funcionar, se da cuenta de que ve mejor sin ella. La luz nocturna le recuerda las imágenes sub-expuestas de las películas en donde se simula que el día es noche. Sus cuerpos proyectan sombras. Cuando les comenta esto a los chicos, todos se sorprenden encantados. En su ciudad, el brillo de los rascacielos tapan la luna, su luz es barrosa, casi sin efecto. Los tres comienzan a jugar con sus propias sombras, levantando los brazos y moviéndose de un lado a otro. Afilados, los perfiles de los cerros oscurecen la vista del mar.
El amor que siente por este lugar es como cualquier clase de amor, se da cuenta. Imposible de percibir sino es por algo que pase, algún evento, algo que refresque los ojos. Inclusive una desilusión desgarradora, observa, puede incrementar no el amor, pero sí su percepción de él.
“Cuanto miden esas montañas,” pregunta el más grande, seis años.
“Como mil pies”, lanza.
“Mamita, te dije que las montañas no tienen pies!” le grita el más chico.
Al final llegan a la quinta reseca del padre de Margalida. Detrás de las siluetas de los olivos la casa está a oscuras. Margalida ha mencionado que el padre nunca le habló de su madre luego de la trágica muerte. Nunca le dijo a su propia hija cuál era el color de ojos de la madre, ni ha señalado algo que puedan compartir, como una risa parecida La única foto que Margalida tiene de su madre es en blanco y negro. Su padre le dijo que si hablaba de ella sus propios recuerdos se desvanecerían. “Trata de mantenerla cerca, así su herida no cicatriza”, dice. “Tiene miedo de que si se cierra esa lastimadura, la perderá.”
Sigue siendo, dice, “un acaparador de recuerdos.”
Se pregunta si su marido no está haciendo algo parecido al quejarse de su propio dolor, como una especie de mecanismo para esquivar el suyo, para así, sin percatarse, permanecer su prisionera.
El día anterior, cuando vino a cenar, Margalida reconoció que le gustaría que su padre vendiera la quinta a los alemanes. “Podrían construir otro de esos hoteles de mierda”, dijo con ironía. Un vecino había convencido a Margalida de que un negocio asi sería equivalente a las ganancias de 50 años de venta de pavos en el mercado del pueblo.
El viento seco trae un olor fuerte de estiércol. La casa oscura parece embrujada. El parto fue en la casa, le contó Margalida. Mientras mira a través de las ramas deformes de los olivos que enmarcan las ventanas de la casa, se imagina a Margalida de chica, creciendo con un padre devorado por la pena. También imagina a las chicas en el colegio preguntándole dónde estaba su madre, la más atrevida haciendo “Shhhh…” el resto quedándose calladas. Ve al padre de ojos azules, reservado en su dolor, ofreciendo huevos y pavo recién carneado con las palabras “Que vaya bien”, que aproveche. También lo ve colgando la ropa a secar, lavando los platos—discretamente, porque allí todavía es considerado tarea de mujeres, y hay tantas mujeres que quisieran tomar ese lugar—, mientras Margalida es todavía demasiado niña para ayudar, aunque es probable que nunca le hayan salido bien esas tareas.
Se lamenta que Margalida no esté en la casa, le hubiera gustado despedirse de ella. Sus manos están frías, se las refriega, un poco esperando que sus hijos le lean la mente, que sientan su dolor, que no es ni más ni menos que el de cualquiera, por cierto. Se pregunta si ver la casa de Margalida—donde un bebé recibía chirlos de vida mientras una madre se desangraba hasta morir—podría incitar al más mayor de sus hijos a perseguir nuevas definiciones de la tragedia, más allá del diente infectado, o si el más chico mencionará la muerte, la posibilidad de perderla a ella.
Pero acaban de encontrar su pavo preferido.
“Paaaa-vo, paaaa-vo” el más chico lo llama despacio, cariñoso.
“Gggguuuu- gggguuuu- gggguuu” responde el pavo, nervioso.
Este pavo no es como los de su país, gordos y con la cola de plumas en perfecto y coqueto despliegue. Este luce desaliñado y adolece de algo que parece sarna, le faltan plumas. Su perfil negro se mueve entre los yuyos altos.
“Paaaa-vo, paaaa-vo” el más grande susurra, llamándolo una vez más, extendiendo la mano.
“Gggguuuu- gggguuuu- gggguuu”, dice.
Una y otra vez lo repiten, los chicos dicen “Paaaa-vo, paaaa-vo”, en corito, alternándose entre los dos, y el pavo, contento, les devuelve un “Gggguuuu- gggguuuu- gggguuu”, hasta que los tres ríen descontrolados, los estómagos acalambrados, mientras se desploman sobre los yuyos ásperos.
* *
Imagen: Lucía Vasallo
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