El hechizo inverso
David Leavitt
traducción de Carlos Freytes
El día en que París fue declarada Ciudad Abierta, fui a despedirme del Barón. El era uno de mis más viejos amigos. Lo conocía desde 1931, el año en que yo había llegado a París, un chico de diecinueve viviendo de su ingenio en un hotel de prostitución de la Rue Lepic. El Barón aún vivía, como lo había hecho toda su vida, en un vasto departamento lúgubre sobre la avenida Mozart. Retratos de mujeres de pechos generosos y perros de hocico estrecho colgaban en las paredes. El piano se cubría con un chal de seda del tipo que las abuelas usan alrededor de los hombros en invierno. Durante mucho tiempo el Barón había sido rico, pero había perdido la mayor parte de su capital, incluyendo a la Baronesa, en la crisis del ‘29.
No pude recordar cuando había sido la última vez que el ascensor del edificio del Barón todavía funcionaba. La escalera se enroscaba a su alrededor como un turbante, los escalones suavizados por el desgaste como cristales en una playa. Más de una vez había resbalado en aquellas escaleras, y dado que lo último que necesitaba en ese momento era una fractura de tobillo, encaré mi ascenso como me imaginaba que lo haría el propio Barón, cautelosamente, aferrándome al pasamano.
-¿Quién es? -preguntó Mitzi cuando golpeé a la puerta.
-Soy Thad -le dije.
Sólo entonces Mitzi descorrió los cerrojos. -Lo siento, Monsieur, tenemos que ser cuidadosos -dijo, sacudiendo su oblonga cabeza calva-. Ah, Monsieur, ¿quién hubiera imaginado que llegaríamos a esto? Esta mañana vi humo saliendo de atrás del Ministerio. Pensé: Es una bomba. Pero eran sólo los funcionarios, lanzando por las ventanas fardos de documentos a una hoguera.
-La mayor parte del gobierno ya dejó la ciudad -le dije-. Han ido a Tours. ¿Va a irse usted también, Mitzi?
-No puedo abandonar al Barón -dijo Mitzi-. Ah, Monsieur, ¿qué más se puede decir?
No había nada más que decir. Las lágrimas corrían por las mejillas de Mitzi, arruinando el colorete que todavía les aplicaba cada mañana, en memoria de aquellas noches en que aristócratas y periodistas acudían en masa para escucharlo cantar “Je Me Sens Dans Tes Bras Si Petite” en un vestido de tarde de Molyneux.
*
Excepto por el tenue charco de luz que se acumulaba allí donde un par de cortinas de terciopelo no llegaban a encontrarse -ninguna pared de aquel viejo departamento era enteramente vertical-, la biblioteca estaba en sombras. Esto era deliberado. En tales ocasiones, el Barón prefería permanecer invisible, como si permitir siquiera un atisbo de sus carnes magras hubiera sido mostrar falta de tacto. Cerré la puerta, encendí una lámpara de pie (la pantalla con flecos ligeramente chamuscada) y entré en el cono de luz cerosa. Primero me quité el saco y lo doblé sobre una silla. Luego me desanudé la corbata. No me había lavado. Nunca lo hacía las mañanas que visitaba al Barón. La ropa que llevaba era la misma que había usado el día anterior, no rancia pero tampoco fresca. Me quité el reloj, me desabroché los puños, los enrollé hasta los codos, luego di un paso atrás, aclarando mi garganta.
-Un Scout es digno de confianza, amable, obediente, alegre, ahorrativo, valiente, limpio y respetuoso -dije, liberando la corbata del cuello de la camisa y dejándola caer sobre el respaldo de la silla.
Ni un sonido, ni siquiera un susurro.
-Un Scout es digno de confianza, amable, obediente, alegre, ahorrativo, valiente, limpio y respetuoso -repetí, desabrochándome la camisa, quitándomela y doblándola sobre la chaqueta. Ahora sólo llevaba una camiseta sin mangas, lo que los británicos llaman un vest.
-Un Scout es digno de confianza, amable, obediente, alegre, ahorrativo, valiente, limpio y respetuoso -dije por tercera vez, tirando hacia arriba la camiseta lentamente, haciendo una pausa durante unos segundos cuando la tuve enredada alrededor de mi cabeza para aspirar su leve olor a cuero. El olor me produjo una erección. Yo sabía que el Barón podía verla delineada en mis pantalones. Sabía que podía ver el elástico de mis suspensores justo encima del cinturón.
Una vez que tuve la camiseta fuera, hice un bollo y la lancé, como una pelota de béisbol, en dirección al Barón.
Tengo buena puntería.
Hubo entonces un estremecimiento leve, tan leve que fue más una sensación que un sonido, como si una paloma hubiera volado a través de una ventana abierta y estuviera aleteando hacia el techo. Apagué la lámpara, junté mis ropas hechas una pelota, y salí al pasillo. Mitzi entró tan pronto puse un pie afuera. Me dio una palmadita en el brazo al pasar.
*
Por favor, no me malinterpreten. Yo no hacía este tipo de cosas para ganarme la vida. No era una sanguijuela. Un montón de gente en París me hubiera pagado una buena suma por información que podrían haber utilizado contra el Barón. Yo ignoré sus insinuaciones. Tenía escrúpulos. Eso era parte de mi personaje. Yo era el americano de mirada cándida, criado con vasos de leche fría y sándwiches de mantequilla de maní y la ley de los Boy Scouts. Las primeras veces que lo visité el Barón incluso me ofreció dinero, lo que por supuesto rechacé, aunque lo necesitaba, porque aceptarlo hubiera sido indigno de un Boy Scout. Esa es la historia de mi vida: me había puesto solo en un callejón sin salida.
En el baño, me lavé las manos. La cara que vi en el espejo no me impresionó: típicamente anglo-sajona, un poco vulgar. Las mejillas eran rosadas, la carne paposa en su inexpresividad. Agregue un poco de mantequilla y podría haber hecho un puré con ella. ¿Y cuán irónico era eso? Mi propia Americanidad, la cualidad que yo había venido a perder a París, era lo que me hacía exótico a los ojos del Barón, quien era para mí el verdaderamente exótico. Quizás en su adolescencia había hecho amistad con un marinero americano. O había ido a la escuela con el hijo del embajador estadounidense. En cualquier caso, había destilado hacía tiempo ese recuerdo erótico hasta su esencia más abstracta: palabras, formas, gestos. Llegaría quizás un día cuando incluso el actor humano sería superfluo, cuando sería suficiente tener algún tipo de máquina diseñada para lanzarle camisetas enrolladas, una tras otra, como pelotas de tenis.
Una vez vestido, regresé a la biblioteca. En ese intervalo Mitzi había abierto las cortinas. Había compuesto al Barón. El era visible ahora, sentado en su fauteuil favorito, cuyos brazos habían sido reducidos a jirones por tres generaciones de gatos. Llevaba un pañuelo al cuello y una chaqueta de fumar. Un papel borgoña tapizaba las pocas paredes que no estaban dedicadas a los libros. El aire olía a té y a moho y a Jicky by Guerlain.
-Mi querido amigo, siéntate -dijo, como si yo acabara de llegar, como si nuestro encuentro de cinco minutos antes nunca hubiera tenido lugar.
Me senté. Me sorprendió, como siempre lo hacía en este paso de la rutina, ver qué joven era el Barón: dos años más joven que yo, de hecho. Su aire de ancianidad era en parte afectación, en parte la consecuencia inevitable de tener que soportar, sobre sus hombros frágiles, el peso de un gran nombre. La pobreza podía traer reversiones curiosas. Por ejemplo, las regiones donde el empapelado era más oscuro –al principio yo había pensado que eran manchas de humedad. Sin embargo, esos eran de hecho los lugares donde las pinturas habían estado colgadas -las buenas pinturas, ya vendidas largo tiempo atrás.
Me preguntó cuándo partía. -Esta noche -le dije-. La señora Davenport me lleva con ella.
-¿Hacia Burdeos?
-Hacia Tours.
-No pierdas tu tiempo con Tours. El gobierno estará en Burdeos en cuarenta y ocho horas.
-¿Por qué?
-Están huyendo de los alemanes. Como deberías hacer tú. ¿Tienes tu pasaporte? ¿Tus papeles están orden?
-¿Por qué? No tengo ninguna intención de volver a casa. Sólo estoy yendo al sur. Mi plan es esperar y ver.
-Pero no puedes permitírtelo -Se inclinó hacia mí-. Te digo esto sólo porque no quiero que te maten. Debes salir de este continente sumido en la oscuridad mientras puedas. Dentro de un año no habrá Europa.
Su expresión era seria. Sabía cosas que yo desconocía. -¿Y qué hay de ti? -le pregunté.
-¿Yo? Me quedaré aquí y guardaré -hizo un gesto hacia la biblioteca, los libros con sus páginas amarillentas, los cuadros faltantes- todo esto. Mi legado. -Se echó a reír.
-¿Y cómo vas a vivir?
-No necesito mucho.
Me miró entonces. Yo sólo puedo llamarla una mirada de prueba. ¿Qué Boy Scout digno de ese nombre dejaría a un anciano morir de hambre, incluso un anciano de veintisiete años?
-Ten -le dije, metiendo la mano en mi billetera-. No es mucho, pero algo es algo.
Yo había previsto una disputa sobre el dinero: que él lo rechazaría; que yo trataría de persuadirlo; que él lo aceptaría, finalmente, con la mayor renuencia, el mayor bochorno.
En lugar de eso me arrebató los billetes de la mano. Los contó, dejó escapar un suspiro de ligera decepción, y los deslizó en un bolsillo interior de su chaqueta de fumar. Y ni una palabra de agradecimiento. ¿Quién puede entender a los aristócratas? Durante todos esos años yo le había proporcionado, gratis, servicios por los cuáles le hubiera cobrado a cualquier burgués ordinario una cifra considerable. ¡Y ahora le estaba dando dinero! ¿Quién puede entenderlo?
Era hora de irse. -Barón -le dije, poniéndome de pié, preparando una reverencia.
-Espera -dijo. De la mesa al lado de su silla tomó un sobre cerrado. -No leas esto en frente de mí. Espera hasta que estés en la calle.
-Gracias.
-Ahora vete. Las despedidas nunca deberían ser dichas en tiempo presente. Son para ser anticipadas y luego recordadas. El momento en sí no es nada.
Estuve de acuerdo con él acerca de las despedidas. Nunca me habían gustado. Hacia fuera de la biblioteca marché, fuera de la habitación (tampoco quería decir adiós a Mitzi), bajando las peligrosos escaleras y a través del vestíbulo y pasando las puertas que daban a la avenida Mozart, extrañamente vacía ahora que la mayoría de los taxis y los autobuses de París habían sido requisados y llevados a frente. Sólo una vez que estuve en la entrada del metro abrí el sobre. En una hoja de papel de carta impresa con su escudo, el Barón había escrito lo que parecía ser un poema. En inglés. La primera estrofa decía:
Vuestro pelo, tan dorado como el grano,
Vuestros ojos, tan verdes como la mazorca,
Vuestra carne, llanura tan grande
Como vez alguna besó la aurora!
Dios, ¿por qué lo hizo? ¡Durante años, yo había hecho semejantes esfuerzos para él! Siempre pronuncié las palabras sin un yerro, siempre tuve cuidado de no infringir -por su bien- los rígidos límites del conjuro. Y ahora esto. Un poema de amor. Un poema de amor atroz. ¿Había visto él alguna vez las grandes llanuras? Era ridículo.
Al amanecer, cuando la llamada de Febo
El pastor errante oye,
Mientras las gotas de luz solar caen,
El Dios está derramando lágrimas
Resistí el impulso de romper el poema ahí mismo. En lugar de eso lo doblé en tres y lo metí en el bolsillo del pecho. En casa, empaqué en un frenesí. Salí disparado de París a Burdeos, luego de Burdeos a Lisboa, donde abordé un barco con destino a Nueva York, con el poema, todo el tiempo, quemando mi pecho, exasperándome, urgiéndome a seguir.
Por alguien cuyo nombre mismo
Obliga mis labios a separarse!
¡Quisiera que el alma domar pudiera
La carne, la sangre, el corazón!
Regresé años más tarde. El Barón se había suicidado. Mitzi era imposible de hallar por ningún lado.
Todavía tenía el poema. Cada vez que lo leía, me enfurecía aún más, hasta que empecé a preguntarme si no era esa en realidad la intención del Barón. En brujería, según me han dicho, existe tal cosa como un “hechizo inverso”, un hechizo lanzado con el único propósito de deshacer otro. En este caso, sin embargo, ¿cuál era el hechizo a revertir? ¿Era el que yo había lanzado sobre el Barón? ¿Era el que él había lanzado sobre mí?
* *
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