John Freeman
traducción de Valeria Meiller
EL CALOR
Como cuando de noche el canto
del corazón se volvía
un tictac silencioso
y el pasto salvaje
se ponía azul después verde
después negro, las ramas
altas se distendían
y golpeaban amables mi
mosquitero, así
la mujer de pelo oscuro
años después, arañaría
para que la dejen entrar.
**
IGNORANTE
Tu padre nació después del temblor y del fuego.
Trabajó a los cuatro, enterró a su madre a los seis.
Los veranos juntó ciruelas en el valle,
con el sol dejando marcas en sus estrechos hombros.
Perdió un ojo. Se voló el tímpano izquierdo
en un accidente en una planta de embalaje. Estas cosas
eran lo esperable.
Nunca hizo amigos. Eran un lujo
que no podía permitirse. Fumó por una década,
en la universidad, cuando trabajaba tiempo completo
de maestro. Las noches las dedicaba a los números. Encontró
placer en la disposición ordenada del mundo
conocido. Fuiste un regalo, nacido al final de la
depresión, para su esposa alemana –ignorante de
los escombros de los que emergiste.
Eras un chico entre los muchos miles de árboles
de Sacramento. Importado para darle a un pueblo
del valle desierto algo de sombra. A los dieciséis
te dieron un Chevy 57, que volcaste dos veces
volviendo de partidos de fútbol. Nunca
te quitaron la licencia. Era demasiado fácil
arreglar esas cosas. Tu padre,
en pleno ascenso hacia la cima sofocante de su
inesperada carrera, no fue a ver tus partidos.
Tuviste que aprender el dolor del fracaso
sin ser observado. Davis, después Berkeley, después
el seminario, donde, entre homosexuales de closet
y penitentes angustiados, sentiste, en Dios,
la sensación familiar de los golpes del abandono.
Te fuiste, trabajaste como guardia
cárcel con adolescentes presos
por duelos a cuchillo o peleas en bares.
Un año. Tu visión periférica y tu paso
ágil se acomodaron, pero nunca se suavizaron.
Nosotros nacimos en Cleveland, donde te mudaste
para cursar aún más estudios, y donde sentiste el sumidero
desarrollarse. Mi madre, tierna como una enfermera joven,
de una familia terrateniente de Ohio que
pagaba sus tarjetas de crédito. Vivías en el gueto,
usabas botas con cierre y manejabas un Mustang 69 tuneado.
El ladrillo que te tiraron por la cabeza desde un colectivo
te recordó – podías ser un extranjero, pero tu
piel era blanca.
Llevó años concebir. Tu gratitud por los niños
inmensa. De noche, en Long Island, y después
Pennsylvania, tus labios en nuestras cabezas, eran
tan suaves que pasaban inadvertidos. Dormíamos de corrido.
No recuerdo haber cenado después de las seis ni una vez.
Nuestra mayor queja, la espera antes de poder
correr hacia la oscuridad húmeda que caía, para escuchar
golpear la pelota contra nuestros guantes nuevos.
Treinta años después de tu partida volvimos a Sacramento.
Tu madre había muerto hace mucho tiempo. Tu padre estaba
viajando por el mundo hacía dos décadas. El sol caía
sobre nuestras espaldas en el club de nado, dejando
manchas abrasadoras en nuestros anchos hombros. Entrenamos
como atletas profesionales. Ninguno de nosotros falló.
Nos proveíste en tu pobreza artificial adoptando
un presupuesto actuarial. Todo
sería registrado. Empezamos a trabajar
antes de nuestro cumpleaños número diez.
Nos despertábamos con la niebla, con los radio-relojitos
pasando los cuarenta top hits. Caminábamos dormidos hasta el garaje,
iluminado por la lámpara de carbón, donde a las cinco te parabas
contando periódicos, sacados de sus envoltorios
plásticos como noticias recién nacidas. Salíamos
pedaleando a la neblina como volviendo al sueño.
El único sonido el chirrido y los cracks de nuestras
bicicletas asmáticas.
En mitad de nuestra ruta, los bolsos como senos
caídos sobre el pecho, nos encontrábamos con tu auto,
baúl abierto, música clásica ventilando el silencio.
Una barco liviano atracaba entre los palmares
de un barrio indiferente. Vos nos dabas
otros cuarenta periódicos, en un paquete rápido
y tosco para que nunca termináramos después de
las seis. Me llevo demasiado tiempo entender que esto
era amor.
**
OSLO
Ya estuve acá
antes, los hoteles
en la luz azulada,
plazas de hielo.
A la salida de
la ópera los neumáticos
de los taxis crujen
sobre el pavimento
de sal, las primeras
partidas. Empiezo
una carta describiendo
todo, sabiendo que vos
nunca vas a verlo. Después,
estoy ahí entre
los que van a diario al trabajo
y, por un instante,
es como si
estuvieras acá. El hielo,
las luces, el saber
marchito del viento.
Pasaron dos años.
Imagen: Sofía Flores Blasco
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Las imágenes de BAR (2) aparecen gracias a la gentil selección de Marisa Espínola y la cortesía de:
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