Tres instantáneas en el descenso
Edgardo Cozarinsky
1. “Il vecchio non trova pace”
Qué hablás, iba a lanzarle al barman con impecable frialdad, decidido a fulminarlo con la mirada, cuando me doy cuenta de que no era a mí a quien observaba, sino a otro viejo, por ahí menor que yo pero con esos signos exteriores de senectud que me cuido de no ofrecer a la perfidia ajena, cabeza gacha, mirada definitivamente vencida hacia la rubia que se sacude espasmódica en la pista.
Y cómo iba a encontrar paz il vecchio, quién sabe cuánto champagne ya le ha pagado a la rubia, y cuántas cosas más si vienen de antes, y claro, ella en lo suyo, dale que dale ni siquiera con otro, ni dos ni cuatro, más bien con nadie, perdida dentro de sí, no atiende demasiado a lo que se le pone delante, poseída por In a Gadda da Vida, quién iba a decirme que medio siglo más tarde estarían pasando Iron Butterfly, lo bailé en Buenos Aires en mi prehistoria.
Y yo solo, por lo menos de pie, reivindico, no derrumbado sobre un taburete como il vecchio en este bar de mierda de Roma, ojalá fuera en el centro storico o en Trastevere, pero estoy en Parioli, en un apostadero de jeunesse dorée, no sé si se los llama así todavía, yo los huelo a la legua, aquí o en Buenos Aires, en el 878 o peor en el Rond Point, hijos de su familia o de la publicidad.
Pero en algún momento entiendo que il vecchio es una advertencia, no necesitaba que el barman me hubiese mirado a mí, en il vecchio veo un reflejo posible de lo que yo postergo, de lo que no puedo rechazar, de aceptar la edad, de creer que puedo acercarme a una presa y hablarle y empezar el paso a paso sin que me vea ante todo como alguien dispuesto a invitar, en el mejor de los casos como un personaje divertido con quien charlar un rato, nada más.
Es cierto que cada uno elige la propia locura, nunca lo dudé, y hay noches en que la imitación de Corsini no me sale del todo mal: “¡Sigue llenando mi copa, buen amigo tabernero!”.
*
2. El fin de la magia
Ella me dice que conmigo se siente mejor que con ninguno, sin embargo, en un momento de la noche deja la mesa del bar, me dice que para fumar un cigarrillo, desconfío, espero dos, tres minutos, la sigo y la encuentro hablando en el celular, seguro que con el Monstruo con Herpes, un novio horrible que no conozco pero busqué en internet sabiendo que su notoriedad de publicitario debe haberle obtenido la difusión de una foto, y allí lo encontré, mirada torva, sonrisita resentida, pelambre de convención.
Ella me dice que nada que ver, que hablaba con la amiga que está en vísperas de parto, olvidándose de que media hora antes me decía que no la aguanta, que habla todo el tiempo de la bolsa que se va a romper, y por otro lado, a quién se le ocurre llamar después de medianoche a una parturienta en espera, me pregunto si se da cuenta de que me doy cuenta de que macanea, pero pienso que no le importa, que dice cualquier cosa porque sabe que el silencio es más rico y me dejaría imaginar más y peor.
Ella me dice que cierre los ojos, obedezco no del todo confiado y me pasa por los labios un dedo que le muerdo, tiene un gusto amargo y me doy cuenta de que lo frotó con MDMA, se lo chupo y cuando ya no queda nada le digo que está loca, que el MDMA se lo ponga en la concha y ahí sí que se lo chupo con gusto, conchita dulce de leche siempre la llamo, me dice que esta noche no, que solo quiere que me destrabe y deje esos celos ridículos, pero en ese momento suena su celular y va a atender cuando se lo quito de las manos y lo arrojo a la vereda y lo pisoteo.
Ella me dice sos bestia, me pide plata para comprarse otro celular, despedite de la dulce de leche, dice que ya empezó a olvidarse de mí, que nunca me dijo que conmigo se sentía mejor que con ninguno, que yo inventé todo, pajero de mierda, dame la plata ahora o empiezo a gritar.
Yo no hablo enseguida. Meto la mano en el bolsillo, saco un billete de cinco pesos y se lo tiro a los pies, andá a un locutorio y llamalo, a ver si te contagia el herpes, le digo y me voy, ella me sigue y me descarga los puños en la espalda, en la cabeza, un policía nos mira, qué le parece, le digo, vienen bravas este verano, él sonríe, yo sonrío y ella cansada se pone a llorar.
*
3. Presagio de enero
Es el 15 de enero y hace mucho calor en Buenos Aires pero ya noto que los días empiezan a acortarse, que a las 8 y media de la tarde el cielo pasa del azul al celeste al gris, no aguanta luminoso una hora más, como en un glorioso 21 de diciembre, ese día más largo del año en este hemisferio sur que tanto me costó querer después de mucho tiempo de haber puesto estúpidas distancias con él.
Es enero en Buenos Aires y la ciudad no está desierta pero sí abandonada por el ajetreo y el malhumor de casi todo el año, por eso me gusta tanto reservarme este mes para gozarla mientras las hordas han ido a apretujarse en las playas y a ensuciar el mar. Para caminarla y mirarla y callar.
Este enero he vuelto a tomar vino blanco, después de años de haberlo abandonado, precisamente porque durante años había abusado de él, ahora me hace compañía, fresco, seco, en este calor que promete aliviarse cuando una brisa desganada agite apenas los follajes de esta esquina.
Como otros eneros la mesa del café que me sirve de refugio está en la vereda, en esta esquina, y este año los shorts han vuelto a estar de moda y no cesa el desfile de nalgas firmes, insolentes, petulantes. Comenta el mozo que me trae la copa de blanco: ¿vio cómo se hacen seguir con la mirada? Y un día en que amenaza lluvia: hoy la pasarela está floja.
Sé que pronto se habrá acabado el verano, que el otoño benigno de estas latitudes vendrá sin frío pero con luz menguante, y será como la edad que no parece herirnos pero nos va quitando esa otra luz, la que sabemos que no volveremos a encontrar (Bécquer, siempre, quién si no).
* *
Imagen: Christos Katsiaouni
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