Natalia Litvinova
POLVO
Mi voz no parece salir de mí sino de otra garganta
que yace en la profundidad de la mía.
Soy como un conjunto de muros que rodea lo que soy.
Alguien tuvo que haber construido esta muralla.
Si hay hombres que vuelan como plumas, ¿por qué yo no me
muevo cuando me muevo? Huelo a piedra y polvo,
llevo huellas de los que me tocan.
Soy polvo, piedra. Y no sé quién es mi padre.
* *
CÓMANSE MI NIEVE
Susurro a los pájaros salgan de los poemas cómanse mi nieve.
Susurro a la nieve fuera de mis poemas,
a comer los huevos de los pájaros.
Vuelen huevos de los pájaros.
Que el cascarón de la quietud no se los devore.
* *
LA PRIMAVERA DE BALTHUS
El deseo de Balthus no se concretó. El blanco de la ropa
interior de la niña le recordó la primera nevada de su infancia:
corría por el campo resplandeciente tras una codorniz herida.
El ave no podía elevarse, arrastraba sus patas dejando
una caligrafía interrumpida. Cuando la alcanzó, yacía muerta
en la nieve. Visitó todos los días del invierno el sarcófago de hielo.
Un día de calor el cuerpo de la codorniz desapareció.
Balthus maldijo las primaveras. Y a la muchacha.
* *
Una introducción a los poemas de Natalia Litvinova por su traductor al francés
Stéphane Chaumet
Se cita mucho la frase de Proust, los bellos textos son escritos en una suerte de lengua extranjera, pero raramente esta se impone en las obras. Algunos autores alcanzan esta extrañeza por el deslizamiento de una lengua a otra, en el abandono de la lengua materna para (poder) escribir. Una muda de la lengua. Conrad dejó el polaco por el inglés, Beckett el inglés por el francés, también los rumanos Cioran y Gherasim Luca, algunos famosos ejemplos donde la extrañeza que infunden en la otra lengua, la lengua de adopción, es tan sutil y profunda. Al fin, quizá es lo que se llama estilo.
Es esta la impresión que invade cuando leemos a Natalia Litvinova, quien pasó del ruso maternal al español, lengua de su ruptura. Cuando Litvinova llega a Buenos Aires, tiene 10 años y no habla ni una sola palabra de esa lengua que elegirá para escribir. Sus padres decidieron abandonar Gómel (segunda ciudad de Bielorrusia, a los fronteras de Rusia y Ucrania) donde ella había nacido en 1986, no muy lejos de Chernobyl, cuatro meses después del terrible accidente de la central nuclear.
En la poesía de Natalia Litvinova no hay nostalgia del exilio, más bien una nostalgia de la infancia. Pero no, tampoco es eso. Se trata de sensaciones, de visiones, y no de recuerdos. Los recuerdos serían más bien un espejo que se rompió en miles de fragmentos al cruzar el océano, y la escritura no intenta pegar los pedazos, sino de leer y recrear una sensación en cada astilla que resurge del olvido. Y aparece entonces la nieve, el bosque, las huellas inciertas del padre, el polvo, la sombra de Prípiat… Natalia Litvinova tiene ojos pero no ven siempre las mismas cosas que ven los nuestros, tiene un cuerpo que no percibe los que nosotros percibimos, aunque todo parezca familiar. Cuando ella se ducha, no sólo se limpia, piensa en el agua demasiada caliente quemando su piel y arrastrando el olor de su sexo, llevo la mano hacia mi sexo, la huelo. el perfume se perdió. se fue por un canal oscuro hacia la calle. impregnó las hojas del otoño. me olerán las ratas, las piedras, los gorriones. quizá niños que jueguen a soltar barcos de papel. Cuando ella mira un cuadro de Balthus, la ropa interior blanca de una niña evoca la nieve de su infancia que se toca con la nieve del pintor, ella vuelve a encontrar una falsa inocencia que, por el bien del lector, incomoda y fascina. Leemos y caemos en un mundo, el de ella, donde sensaciones, visiones, imágenes tan personales como inesperadas, vienen a emocionarnos, como un beso que también sería una mordedura, o lo contrario.
* *
Imagen: Sofía Flores Blasco
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