Repeticiones. Sobre Nietzsche, la Bienal de Venecia y Art Basel
Mariano López Seoane
En los cuentos de hadas la curiosidad, una de las fuerzas que pone en marcha el relato, es indefectiblemente castigada. Esta advertencia ancestral ha detenido a pocos, pero no ha impedido que los castigos sigan lloviendo sobre nuestras cabezas, desde el día en que Eva probó una manzana hasta hoy. Fue el deseo de ver de cerca, en el lugar de los hechos, lo que me llevó a visitar en el lapso de dos semanas la Bienal de Venecia y ArtBasel. El castigo no se hizo esperar. Como un héroe caído en desgracia, fui condenado a la repetición: en uno y otro lugar se me ofrecían los mismos artistas, los mismos nombres, las mismas preguntas; también, lo que es peor, la misma experiencia.
Poco puedo decir en términos críticos de ArtBasel. Se trata de una feria; se propone vender obras y hacer circular nombres, inflamarlos, llevarlos al estrellato. Lo logra. El cotejo de los dos eventos, que revela su creciente identificación, dirige sus cañones a la Bienal, que se propone como un ejercicio intelectual, o por lo menos reflexivo. El hecho de que sea difícil establecer una distinción nítida entre estos dos acontecimientos habla de la dirección que ha tomado la Bienal, pero también de cambios mayores en el mundo del arte y en la industria cultural que explican ese cambio de dirección. Lo que sigue es un intento de registrar algunas de esas transformaciones.
El infierno de la repetición se abrió bajo mis pies en Basel. Llegué a la ciudad suiza algo cansado después de la agotadora inspección de la Bienal y sus excreciones. No sabía demasiado sobre la feria (más allá de su reputación de ser la feria más grande del mundo), ni sobre la ciudad (sólo conocía su pasado romano y románico como Basilea, y su lugar en la atormentada biografía de Nietzsche). Es posible que el zumbido insistente de este nombre haya condicionado, o teledirigido, una receptividad a lo que retorna.
Friedrich Nietzsche enseñó en la Universidad de Basel entre 1869 y 1879 en lo que sería su único vínculo formal con una institución universitaria. En ese entonces era una joven promesa en el campo de la filología clásica. Sus crecientes problemas de salud y el alejamiento cada vez más pronunciado de las convenciones y repeticiones de la actividad académica lo llevaron a renunciar. Dejó entonces Basel y se convirtió en un autor independiente e itinerante. Recién entonces pudo dedicarse a la composición de sus libros más célebres, entre ellos La Gaya Ciencia, en cuya sección 341 se propone por primera vez el eterno retorno como test definitivo. Me explico: más allá de pretensiones cosmológicas, la figura del eterno retorno puede entenderse como prueba de que se ha alcanzado lo que el filósofo identifica como la fórmula de la grandeza humana: amor fati, amor al destino. Si, enfrentados a la posibilidad de que toda nuestra vida se repita tal como ya la vivimos por toda la eternidad, estamos inclinados a aceptarla, entonces, dice Nietzsche, estamos del lado de la máxima afirmación de la vida, el máximo amor posible por cada uno de sus enredos. Estaríamos ante una repetición trascendental, una buena repetición, necesaria para afirmar la vida, y opuesta a la repetición embrutecedora de las rutinas, las tareas académicas y, podemos agregar, el mercado.
El primer efecto de mi itinerario doble fue un déjà vu objetivo: los artistas que se destacan en la Bienal reaparecen en los escaparates más directamente comerciales de la feria de Basel. Es más, algunas de las obras que podían adquirirse en la feria parecían completar lo que en la Bienal no se proponía como serie pero que en la feria se revelaba como tal.
Berlinde De Bruyckere brilla en el pabellón belga con su tronco zombie monumental, pero deja caer dos pequeñas ramitas (en realidad, un venado ¿muerto? sobre una mesa y un tronco de menor tamaño) en dos stands centrales de la feria. Paul McCarthy exhibe en la sección de la Bienal curada por Cindy Sherman un muñeco que parece escapado de Plaza Sésamo; en Hauser and Wirth, convenientemente, propone una Blancanieves de silicona negra de tres metros de altura, perteneciente a la serie que inauguró hace algunos años en el Armory Show. Georg Condo, lanzado al estrellato pop por la tapa que diseñó para el anteúltimo trabajo del rapero Kanye West, hace también una doble aparición (o múltiple, porque su trabajo se presenta en distintas galerías). Alfredo Jaar presenta una interpretación del apocalipsis a la medida de Venecia en la Bienal y una intervención desmesurada en la sección Unlimited de Basel. Jeremy Denner nos regala una dosis de English Magic en la curaduría que hace para el pabellón británico, y reaparece con un sencillo print (“Bless This Acid House”, diez ediciones, todas vendidas) en el stand de la galería parisina Art Concept en Basel. Ai Wei Wei, inabarcable como el imperio chino, se multiplica en el origen (en Venecia se lo puede ver en por lo menos tres espacios y circunstancias distintos) y recurre en la feria de arte. Los retratos deformantes de Llyn Foulkes pueden verse en la Punta della Dogana y en los pasillos de la feria. Las esculturas neo-góticas de Thomas Schütte aparecen por doquier. Rikrit Tiravanija también dice presente en las dos ciudades del arte global. Los ejemplos podrían multiplicarse (¿eternamente?) y confeccionar lo que Graciela Speranza ha llamado el “checklist globalizado” que define el presente del arte contemporáneo.
La pregunta es, justamente, si las obras que pueden verse en la Bienal y en Basel pasan el test del eterno retorno; o si estamos ante una repetición de otro tipo: la repetición banal que acosaba a Nietzsche en sus días de profesor. En todo caso, y como quería Nietzsche, la prueba del eterno retorno puede servirnos como vara para distinguir aquellas obras que producen una detención de aquellas que nos encierran en un desierto de hastío, aquellas obras que nos devuelven una mirada del presente que capta sus luces y sus sombras y se abren al hoy, al futuro y a lo arcaico, de aquellas que quedan inmovilizadas en la categoría de síntomas. En cualquiera de los dos casos, enfrentada a dos tipos de repeticiones, la crítica tiene algo que decir.
Comencemos por afirmar la vida: detengámonos en aquellas obras con las que quisiéramos reencontrarnos una y mil veces, por toda la eternidad. Son pocas; se pueden contar con los dedos de la mano. En este momento recuerdo cinco: la ya mencionada instalación de Berlinde De Bruyckere en el pabellón belga; el barco S.S. Hangover del artista islandés Ragnar Kjartansson, en las orillas del Palacio Enciclopédico; el video de Mathias Poledna en el pabellón austríaco; la performance apenas perceptible de Tino Sehgal en el comienzo del recorrido de los Giardini; la enciclopedia bufa de los suizos Fischli y Weiss.
Creo que estas obras se separan del resto del agotador recorrido porque cultivan lenguajes que las apartan del pulso maníaco de estos eventos, porque nos hacen cuestionar su gramática de lo espectacular, porque iluminan un disenso inminente, porque ofrecen una imagen combada de los circuitos en los que participan, auspiciando una distancia autocrítica que estos por momentos no cultivan.
Su significado se recorta más nítidamente sobre el fondo de las condiciones de recepción prevalentes en la Bienal y en ArtBasel. La cantidad inmanejable de obras; la mezcla de técnicas, lenguajes, tradiciones, horizontes; el hecho de que, aun en el punto Everest de diseño de espacio, se asista a un amontonamiento de obras, nombres y culturas; todo conspira para hacer de los recorridos una experiencia confusa, en la que se aprende tanto como se olvida, en la que los sentidos y el entendimiento sufren un aturdimiento que replica el que experimentan los habitantes de cualquier megalópolis, y en la que en última instancia se experimentan no las obras sino la lógica misma del recorrido, su velocidad, su ritmo y su falta de relieve. La experiencia, en suma, está más cerca de la visita a un parque de diversiones que de la asistencia a una exposición en una galería o un museo. Es esta suerte de pulso maníaco lo primero que revierten las obras que he elegido destacar. Veamos de qué modo.
El “S.S. Hangover” de Ragnar Kjartansson sorprende al agotado visitante apenas deja atrás la impresionante arquitectura del Arsenale. Después de horas de caminar y ver por momentos sin mirar (una suerte de respuesta inmunológica frente al apabullamiento), duelen las piernas, la cabeza, los ojos. Tras el recorrido principal y una serie de pabellones nacionales, se abre la vista del agua (el mar acanalado) y se presenta una superficie que invita a sentarse y a bajar. Precisamente ahí el artista islandés emplazó su embarcación, un velero de pesca rediseñado con motivos griegos, islandeses y venecianos. El barco repite un recorrido mecánico, como el de los visitantes de la Bienal. Pero lo hace a un ritmo imposible de sostener en el agitado sucederse de salas y pabellones, y ante el continuo reflujo de visitantes: tripulado por un sexteto de bronces que interpreta una pieza especialmente compuesta por Kjartan Sveinsson, esta “escultura kinética” sostiene un andar pausado, más propio de la deriva que del viaje. Y en efecto el barco no va a ningún lado: se desplaza de un punto a otro de un embarcadero, en un recorrido en forma de U. Una deriva controlada, que invita a los espectadores a preguntarse por el sentido de sus caminatas y les concede un anhelado momento de distensión. Agradecidos, los visitantes se arraciman de a docenas en la superficie de pasto aledaña. El efecto restaurativo de la obra de Kjartansson se comprueba en la cantidad de tiempo que deciden pasar allí, entregados a la contemplación, práctica que parece desterrada del resto de la Bienal.
Es posible que frente a esta obra, y otras, el espectador recobre una capacidad de acción que la velocidad crucero del recorrido oficial le ha negado; o que al menos ha debilitado.
El resto de las piezas mencionadas obligan a un reposo similar, y le permiten al espectador encender sus máquinas de lectura. La instalación que diseñó Berlinde De Bruyckere para el pabellón belga se abre como las fauces de un animal mitológico. La luminosidad por momentos enceguecedora de la primavera veneciana y de los dispositivos de las salas encuentra aquí su contraparte rotunda: el pabellón está a oscuras, la única luz le llega desde una claraboya sucia al punto de que la opacidad le gana a la transparencia. El envión que el visitante trae del recorrido se frena, necesariamente.
Las pupilas necesitan unos minutos para adaptarse al nuevo ambiente, y aun cuando lo logran el avance sólo puede ser lento, cauteloso, de a pasitos. En el centro de la sala, allí donde la penumbra es un poco menos densa, se recuesta lo que la artista, en colaboración con J. M. Coetzee, ha llamado Kreupelhout: un tronco de un árbol zombie, que apenas vive y casi no tiene fuerzas para buscar la luz. Es una escultura que hace irrumpir las fuerzas oscuras de la naturaleza, los susurros malignos del bosque, en el templo de la vanidad enciclopédica. El tronco parece hablarnos a la vez de un pasado que obstinadamente apartamos de nuestra vista y de un futuro de desastre ecológico y mutaciones genéticas. Frente a él las respuestas del espectador no pueden ser sino emocionales: prácticamente solo, rodeado de sombras y corrientes de aire frío, contempla la agonía de un ser semivivo, mitad obra humana mitad error de la naturaleza, tironeado entre el deseo de huir y la voluntad de ayudar, perplejo, enmudecido.
No creo casual que el proyecto de De Bruyckere haya contado con la asistencia, en calidad de curador, de un escritor. El proceso de creación de la instalación, documentado en el catálogo del pabellón, supuso un ida y vuelta de emails entre la artista y el escritor en el que se intercambiaron sugerencias, correcciones, nombres y palabras de aliento, todo disparado por un cuento que Coetzee le envió a De Bruyckere a fines de 2012. El recorrido, en el que los contactos esporádicos y las afinidades electivas colaboran en la creación de una obra monstruosa, se aleja de la supervisión “profesional” y la vocación de cálculo de un curador aséptico avocado a provocar impacto.
La monumental e inconclusa obra de los suizos Fischli & Weiss nos lleva a detenernos, pero por otras razones. Su reconocida “Plötzlich, ein Übersicht” se esconde en una sala central de los Giardini, a la que sólo se puede acceder a través de una estrecha escalera. Dos guardias obligan al visitante a hacer cola para encontrarse con las obras. La espera de varios minutos fuerza una primera desaceleración. La obra, por su parte, una vasta enciclopedia en 3D a base de figuritas de arcilla, exige un examen en cámara lenta.
La mirada del visitante es necesariamente tierna: el tamaño liliputiense de los personajes y las escenas mueve al acercamiento respetuoso, casi a la intimidad, pero la sucesión de las escenas termina por imponer una serie de preguntas, de predisponer a la reflexión. Los artistas reúnen allí sus obsesiones personales, construyendo una enciclopedia en proceso que cuestiona las pretensiones universales del Palacio Enciclopédico y se ríe de las ambiciones ilustradas que funcionan como premisas de ese y otros esfuerzos. Pese a todo, lo que ofrecen es obra del amor: amor por la tradición (reconstruyen un canon humanista que podríamos llamar romántico y que incluye figuras de Goethe, del monstruo de Frankenstein y de Freud, entre otros); amor por ciertos momentos de la industria cultural (aparecen personajes de TV y los Rolling Stones), amor por la filosofía o el pensamiento (muchas de las esculturitas representan conceptos, como “Theoria + Praxis”).
Las dos obras restantes tienen la peculiaridad de trascender el infierno de la repetición haciendo uso de la repetición. La animación que presenta Mathias Poledna en el pabellón austríaco invita a una contemplación en loop. Se trata de un corto producido con las técnicas y el estilo de las animaciones de Hollywood de los años 30. Un personaje que podría ser un perro o un conejo pasea por el bosque mientras canta una canción. Otros animales lo siguen y cantan con él. Incluso las flores se despiertan para saludarlo y acompañarlo en su celebración. El potencial utópico de la prosopopeya ya ha sido analizado para el caso de Mickey Mouse por Walter Benjamin, entre otros. El impacto que tiene el video es en este contexto más modesto: nos ofrece una nueva pausa en la oscuridad, en la que somos todo oídos y ojos. Quietos, cómodos, nos entregamos a esta mímesis de una de las primeras formas de la industria cultural como si se tratara de un bálsamo. El video es corto. Podemos verlo una y otra vez. Entrar en el loop. Y aprovechar el estado para pensar en su factura y en las condiciones que lo distinguen de una vieja película de Hollywood (¿cuáles son las fronteras del arte?), en una naturaleza que hace años dejó de ser amigable y representable como wonderland, en el placer de los sentidos como horizonte que el arte de bienales suele oscurecer, cuando no desterrar. La obra es simple, candorosa, pero abre un espacio para preguntas que otros monumentos a la sofisticación no llegan a plantear.
El fantasma del loop se presenta también en la performance ganadora de Tino Sehgal. Casi imperceptible, transcurre en uno de los halls centrales del recorrido de Giardini, perturbando en cierto sentido la contemplación de las obras que cuelgan de las paredes. Apenas entra en el hall, el visitante escucha un enjambre de sonidos que van del chillido al bombo. Descubre de inmediato que esos sonidos son producidos por personas, que a esta altura se revelan como performers, que se mantienen en un rincón de la sala, haciendo de sus bocas instrumentos versátiles e improvisando una inestable coreografía de pocos pasos. La coreografía y la cacofonía de sonidos no se detienen mientras los pabellones están abiertos al público. El continuum se repite, si es que se puede hablar aquí de repetición, del primer al último día de la Bienal. Más que una repetición, lo que Sehgal propone es una reflexión sobre su imposibilidad. Los performers son día a día los mismos; lo que cambia son las combinaciones que Sehgal digita para armar los grupos, los sonidos que utilizarán en cada momento, los movimientos que jugarán a improvisar.
Parafraseando a Hegel, Borges escribió alguna vez que la música era la forma más perfecta del tiempo. Esta intervención viene a añadirle a esa sentencia el movimiento del cuerpo humano: música y danza, sincopada y errática pero contenida en el espacio, se ofrecen como las formas más perfectas del tiempo para el visitante de la Bienal. En efecto, sin saber siquiera qué está viendo (no hay carteles que indiquen que lo que vemos es una obra, ni se declara el nombre del autor), el espectador se detiene en el umbral de la sala, o en un incómodo centro, para dejar pasar los minutos y observar el despliegue de un relato que no tiene estructura reconocible y que parece mimar la deriva de la entropía. Lo que se destruye, una vez más, es el paso firme del visitante que se quiere mero espectador. Y se nos fuerza a una contemplación incómoda, en la que volvemos a preguntarnos por los límites del arte (o de nuestras nociones del arte) y por los tiempos que rigen el consumo y la absorción de las obras.
Hemos contado cinco obras. Es llamativo que la unión de los dos grandes colosos del arte contemporáneo (faltaría Documenta para completar la Santa Trinidad) produzca apenas un puñado de obras memorables, dignas de ser atesoradas, repetidas al infinito. Lo que sí hay es una abundancia de trabajos regidos por lo que el periodismo anglosajón denomina wow factor. Esta búsqueda domina el recorte del curador de la Bienal en distintos tramos del recorrido del Palacio Enciclopédico (que desde el título se alinea con una política de la exclamación). Lo interesante, o lo alarmante, es que en tantos niveles este recorte coincida con el recorte que opera el mercado, al menos tal como se pone de manifiesto en Basel. Estamos frente a una repetición, que se constituye en las obras pero que las trasciende para alcanzar la experiencia que podemos tener hoy del arte contemporáneo, determinándola, dándole su sabor peculiar: el sabor de lo ya conocido. La experiencia se repite como se repite una comida.
Una mirada benevolente podría aventurar la siguiente hipótesis: con necesario conocimiento previo de lo que el Arca de la Bienal iba a atesorar, las principales galerías del mundo deciden (o deben) sacar provecho de la exposición, la publicidad y la legitimación de sus artistas (de parte del mercado de saberes que regulan curadores y críticos); en consecuencia les encargan una obra de formato vendible para su stand, un intento obvio pero no por eso menos astuto de mercantilizar el je ne sais quoi que produce la participación en la Bienal. Se trata de una estrategia racional, transparente, que pudo verse por anticipado en Buenos Aires, más precisamente en ArteBA, en donde la casa de subastas Roldán ofreció un resto de la monumental (y repetitiva) obra que Nicola Constantino daría a conocer a las pocas semanas en el pabellón argentino de la Bienal.
Por su parte, aquellos con inclinaciones conspirativas, que no delirantes, podrían plantear una connivencia cuestionable entre el equipo curatorial de la Bienal y las galerías más poderosas del planeta, que desde su posición de poder podrían haber digitado algunas de las elecciones del curador en jefe, del presidente de la Bienal o de los curadores de los pabellones nacionales. Podría imaginarse (incluso descubrirse) una turbia estructura de “retornos”, como la que domingo a domingo revela (en otra repetición eterna) un periodista argentino con vocación de detective.
Ambos caminos interpretativos son transitables; es probable que su exploración dé frutos aleccionadores. Más allá de la astucia de los galeristas y más acá de contubernios entre las grandes empresas del arte y sus notarios de más alto rango, me interesa pensar la posibilidad de una condición estructural para esta repetición chata, no sublime, que no alcanza el nivel de la prueba o el test . En efecto, ¿qué rasgos del mundo del arte contemporáneo permitirían explicar el aire de familia entre los festivales del mercado y su supuesta contraparte en el mundo de las ideas? Una Bienal es, después de todo, un acontecimiento del pensamiento y el diálogo intelectual, un espacio de intercambio entre artistas, curadores, críticos y público.
¿Cuánto vale el arte?, el libro de Isabelle Graw recientemente traducido por Cecilia Pavón y Claudio Iglesias, ofrece algunas pistas en este sentido. El libro puede leerse como un síntoma: los intentos de definir estos dos mundos (“mercado del arte” y “mercado del conocimiento”) fracasan una y otra vez en lo que resulta una demostración por vía del absurdo de la hipótesis que pretende demostrar. Graw alterna insistentemente entre el intento de mantener separados lo que define como dos mundos y el reconocimiento de que las categorías que está utilizando ya no funcionan. En una de esas paradojas maravillosas que recorren la crítica de arte, el fracaso de su argumento visibiliza exitosamente el fenómeno que quiere estudiar. Retoma el relato maestro de muchos historiadores y teóricos al blandir la categoría de “posfordismo” para explicar la subsunción del arte en la cultura de la celebridad y el rol cada vez más prominente del mercado como árbitro del arte, es decir, como adjudicador de valor en todos los sentidos de la palabra. Lo que registra es ante todo una pérdida de autonomía de lo que llama “mercado del conocimiento” frente a la hegemonía creciente del mercado propiamente dicho: el hecho de que una obra tenga éxito mercantil bastaría para asegurarle su valor en el mundo del arte. Sin duda esto es un elemento central en la mala repetición de la que veníamos hablando: aquellos trabajos que son consagrados por el mercado, en Basel y en otras ferias, adquieren visibilidad y pasan a formar parte del mapa del arte contemporáneo tal como se lo cartografía en una Bienal.
Pero hay otros elementos que habría que tener en cuenta a la hora de pensar esta repetición, y acaso de ampliar el retrato del colapso de las fronteras entre los dos mercados del arte.
Más allá de que algunos artistas hayan alcanzado el estatuto de estrellas (puede pensarse en Jeff Koons, Cindy Sherman, Georg Condo, Tracey Emin, entre otros), sucede que los eventos asociados con el circuito internacional del arte han pasado a formar parte del mundo del espectáculo. Las bienales y las ferias globales se ven obligadas a pensarse como hitos de un calendario internacional que incluye el Festival de Cannes, las distintas semanas de la moda, las fiestas electrónicas globalizadas, pero también los mundiales de fútbol y los Juegos Olímpicos. Esos acontecimientos de un mundo supuestamente autónomo (el del arte) han pasado a formar parte de una geografía dinámica del espectáculo global, asimilando algunas de las características centrales del espectáculo de masas tal como lo definiera hace tiempo Walter Benjamin, y perdiendo en el camino muchos de sus rasgos distintivos. Por eso la experiencia de recorrer una Bienal se parece más a la de visitar un mall o recorrer un parque de diversiones que a la de recorrer una pequeña muestra en un museo o visitar el taller de un artista.
La clave está dada por el carácter masivo de todos estos eventos, como si el del espectáculo fuera el único lenguaje que la modernidad y sus múltiples avatares post han encontrado para lidiar con las aglomeraciones de masas.
Se recordará que Walter Benjamin veía una cierta potencialidad política en estos desarrollos. La recepción dispersa o distraída que había permitido desde siempre la arquitectura se convertía en la época de la reproductibilidad técnica en el modelo de un arte emancipado del aura, y pasible de refuncionalizaciones políticas. La consigna final de ese ensayo célebre era politizar el arte como antídoto contra la creciente estetización de la política que promovía el fascismo.
Digamos simplemente que la historia del siglo XX documenta la convivencia de ambas opciones, que una no basta para contrarrestar la extensión de la otra. También que esta extensión, cada vez más penetrante, revela que el creciente compromiso de lo político y lo social con la lógica del espectáculo no es patrimonio exclusivo del fascismo sino efecto corriente, gracias a la industrialización de la cultura, de lo que Adorno y Horkheimer denominarían más tarde como “capitalismo monopólico”. Tanto las viñetas que puntúan el ensayo de Adorno y Horkheimer como los aforismos que componen el posterior Minima moralia de Adorno pueden funcionar como punto de partida para una interpretación del espectáculo que ofrecen Basel y Venecia, un espectáculo que, sin duda, baja al arte de su pedestal en la alta cultura, pero sin darnos nada a cambio. La propuesta de Benjamin de politizar el arte se encuentra prácticamente cancelada por el formato que regula ambos espacios. Pero es sólo allí donde se vislumbran una lógica y un ritmo otros, donde enfrentarse al arte puede ser algo distinto a un recorrido predeterminado en sus pausas, en su velocidad y en sus momentos de asombro, donde puede recortarse un espacio de reflexión y de cuestionamiento. Es esto lo que nos regalan las obras que he destacado.
Y hay que decir que no están solas. Estas obras se suman a otros esfuerzos que atraviesan en silencio las salas del Palacio y las páginas de la Enciclopedia pero que el paso del entretenimiento alienta a pasar por alto, en parte porque es difícil retratarlos como hitos, mucho más comercializarlos. Son precisamente los trabajos que no son repetibles en el sentido chato en el que pueden repetirse Georg Condo, Ai Wei Wei o Paul McCarthy. Digo trabajos y digo bien, porque algunos ni siquiera alcanzan el estatuto de obras. Ya se ha hablado de la opción por el arte outsider que hizo el joven curador Massimo Gioni. Se ha comentado que junto a las obras de los consagrados y los emergentes aparecen dibujos de amas de casa, muñecas devotamente confeccionadas por amateurs, banderas del culto vudú, exvotos de un templo, etc. Más allá de estos ejemplos de un pulso extra-artístico (de por sí un modo de impugnar la deriva comercial: ¿cómo podría venderse una colección de banderas vudú?), aparecen los trabajos de artistas e intelectuales dedicados a la exploración de un mentado mundo interior.
Poco importa que este mundo interior sea una ficción; ficciones menos poderosas, menos interesantes, han alentado exploraciones significativas. Es lo que produce en la Bienal este horizonte, que por lo demás es definido de maneras bien diversas (más que de un mundo interior habría que hablar de galaxias interiores). Pienso en las cartas de tarot de Aleister Crowley, las esculturas propias de templo de James Lee Byars, el Libro Rojo de Jung, la colección esotérica de piedras de Roger Caillois, o las abstracciones místicas de Hilma af Klint. Hay algo en el tono que le imponen al ambiente en el que se manifiestan, en el ritmo que le dictan al espectador, que las resguarda del Palacio del Entretenimiento. Son objetos mágicos que nos ponen en un estado, nos colocan, nos obligan a mirar.
Esto es lo que se juega en la repetición bien entendida, tal como Gilles Deleuze la define en Diferencia y repetición: “Se trata de producir en la obra un movimiento capaz de conmover al espíritu fuera de toda representación; se trata de hacer del movimiento mismo una obra, sin interposición; de sustituir representaciones mediatas por signos directos; de inventar vibraciones, rotaciones, giros, gravitaciones, danzas o saltos que lleguen directo al espíritu”.
De haber sido fiel al pulso de estos objetos y trabajos, el curador de la Bienal habría hecho una muestra más silenciosa, menos espectacular, probablemente más hermética, pero por eso mismo más honesta y disruptiva. Las concesiones al deseo de dejar sin habla y al arte consagrado por la repetición del mercado hacen de la experiencia de estar cara a cara con las obras una experiencia sin eco, similar a la de un recorrido panorámico por las góndolas abarrotadas de productos industriales. Una visita a un hipermercado puede ser instructiva y constituir una experiencia estética por derecho propio, pero una bienal debería alentar la puesta en uso de otras destrezas, erigir una pista de baile para el libre desplazamiento de nuestras facultades.
En el mundo del arte duerme esta potencia, en su posibilidad de ofrecer una repetición honda, auténtica, sublime. Pero ella permanece inactiva, o apenas despierta, cuando los espacios que podrían negociar una cierta autonomía se pliegan a los regímenes de la industria del entretenimiento. Las obras que he destacado, y todos los esfuerzos que suspenden el dominio del palacio del espectáculo, nos alientan a construir y a preservar espacios en los que el arte pueda presentarse como la manifestación de lo irrepetible; aquello que por su carácter único quisiéramos ver repetido por toda la eternidad.
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Imágenes: Mariano López Seoane (de las obras mencionadas)
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