LOS GRANDES ÁRBOLES. Un relato sobre Juno.
Paul Scheerbart
traducción de Mariana Dimópulos
Los grandes árboles iban sacudiendo cada vez más fuerte en el aire sus largas ramas, sin poder calmarse de ningún modo; querían saber a cualquier precio lo que habían sido en otros tiempos, cuando aún no tenían esos brazos de ramas.
El asteroide Juno era un disco grueso y redondo –tenía el aspecto de una gran torta terrestre; el diámetro de esta torta no llegaba siquiera a los doscientos kilómetros, el grueso era a lo sumo de cinco– pero así de grueso era sólo en el centro, hacia los bordes se iba haciendo cada vez más delgado.
Juno estaba habitado únicamente por seres arbóreos enormes, cuyas raíces se entrelazaban en el medio de la estrella. Y estos árboles se alzaban muy alto hacia el éter –en el centro casi cien kilómetros hacia arriba– tanto de un lado de la torta como del otro. Pero hacia el borde se iban haciendo cada vez más pequeños, de modo que la estrella entera, vista de lejos, daba la impresión de un cuerpo esférico.
Las ramas de estos seres arbóreos no eran tan duras como las de los árboles terrestres; los seres de Juno podían mover sus miembros tan ágilmente en todas las direcciones como si fueran serpientes de cascabel. Muchas de estas ramas serpentinas, móviles y más pequeñas, asomaban de los troncos principales. Y las puntas de las ramas tenían, en lugar de hojas y flores, unos órganos táctiles muy complicados con los que los junianos percibían innombrable cantidad de cosas en el aire y en el éter, también algunas muy lejanas, de modo que en Juno nadie echaba de menos los ojos o los oídos terrestres.
Cuando los junianos hablaban entre ellos no se oían, por supuesto, sonidos claros; si hubiera habido allí algún oído, habría notado un suave crujido bajo las cortezas de los árboles. Sin embargo, en Juno se entendían muy rápidamente y sin esfuerzo alguno.
En las copas más altas de los gigantes arbóreos, si el juniano así lo quería, solían formarse amplios globos; parecían flores, y eran capaces de alzar en un par de segundos –a menudo varios kilómetros– la rama correspondiente hacia arriba.
Estos globos relucían como si tuvieran dentro una luz eléctrica; pero los junanios no veían estas luces, puesto que no tenían ojos.
Los órganos mentales estaban alojados en las raíces de estos árboles gigantes.
Y con esos órganos mentales, que procesaban impresiones táctiles de gran complejidad, los junianos meditaban sin cesar sobre su pasado; estaban firmemente convencidos de que en otros tiempos habían tenido una vida enteramente distinta.
Pero no podían recordarla; no importaba cuánto fueran sacudiendo en su busca los brazos de astas.
*
Además de los órganos táctiles, los junianos incluían en sus cortezas muchísimos poros, que también tenían carácter de órgano y una gran similitud con las narices de los animales de la Tierra.
La mayoría de los junianos no prestaba demasiada atención a estos poros olfativos.
Solo los junianos mayores, que en el medio de la estrella podían alzar sus miembros hasta casi cien kilómetros, habían desarrollado sus narices de poros.
Y un día el gran juniano del medio habló así al otro que se estiraba debajo, también cien kilómetros, desde el otro lado de la estrella:
–¡Querido antípoda! Creo que mi capacidad de recuerdo se transforma cuando pienso únicamente en mis narices de poros y olvido por un momento los órganos táctiles en las puntas de los dedos de mis ramas.
Y entonces el antípoda dijo que a él le pasaba exactamente lo mismo.
Y algo crujió bajo sus cortezas.
Y los otros junianos se admiraron por aquella animada conversación en el centro de la estrella.
Entonces los dos antípodas sintieron de pronto, en medio de Juno, un intenso olor que les hizo recordar algo antiguo, muy antiguo –no supieron de inmediato qué era– pero siguieron hablando cada vez más ardientemente, hasta que por fin uno de los antípodas anunció en su lengua de crujidos –había tantos en las cortezas de esas raíces– y fue sentido en todo Juno por cada juniano:
–Antípoda, percibo olor a asado en mis poros olfativos.
–¡Yo también! ¡Yo también! –exclamó el antípoda.
Y todos los junianos acercaron las ramas serpenteantes de sus miembros al centro de la estrella, de modo tal que, de pronto, Juno adquirió la forma de dos arreglos florales, una regla hacia arriba y otra hacia abajo; el borde de Juno quedó tan vacío como un aro.
–¡Huele a asado!
La frase recorrió todas las cortezas. Y en todas partes los crujidos eran fuertes.
–¿Qué querrá decir eso? –se preguntaban los junianos más pequeños, que no vivían lejos del borde y estaban habituados a pasar sus miembros más allá, al otro lado de la estrella.
–¡Olor a asado! –dijeron otra vez los dos antípodas del centro con toda claridad. Y todos los otros junianos abrieron sus poros olfativos y también dijeron, después de un rato:
–¡Olor a asado!
Entonces empezó una conversación tan animada que durante horas apenas si pudieron entender las propias palabras; por supuesto: palabras en el sentido terrestre no se “pronunciaba” ninguna.
De pronto los recuerdos de los junianos habían cambiado de orientación. Y la estrella entera se fue haciendo cada vez más animada, todos los globos brillaban como flores de colores, de modo que ahora realmente las dos partes de la estrella lucían como dos grandes arreglos florales.
Y finalmente uno de los antípodas del centro dijo para resumir:
–En efecto, queridos amigos, al fin lo hemos descubierto; en otros tiempos fuimos seres que tenían algo llamado boca. Y con estas bocas ingeríamos cosas que llamábamos asado. Sabemos también qué eran estos asados: ¡eran otros seres tostados al fuego! Digámoslo pronto: ¡antes nos comíamos los unos a los otros!
Este discurso fue seguido de unos “oh” y unos “ah” en forma de crujidos, y los junianos se doblaron todos hacia el borde, de modo que la estrella ya no daba la impresión de ser dos arreglos florales.
*
Los antípodas del centro se estiraron alto en el aire, solos por completo; los otros habitantes de Juno se habían alejado.
Entonces todos oyeron la voz del segundo antípoda, quien dijo alto y claro:
–Queridos amigos, la historia no fue así de fácil. Cada uno de los gigantes arbóreos representaba un pueblo completo. Estábamos compuestos de muchísimos seres pequeños, minúsculos, que por momentos se enfrentaban llenos de odio y cólera. Y así fue que, cada tanto, se producía ese olor a asado. Pero sabemos ahora que estos pequeños pueblos viven todos reunidos en nosotros, y que ya no debemos dar ninguna importancia a que nuestros pequeños seres alguna vez se hayan combatido y cada tanto también se hayan comido mutuamente. Ahora todos esos seres pequeños están unificados pacíficamente en nosotros y tenemos pleno derecho a considerar nuestra vida pasada como una broma, así de pequeña también.
Después se oyó en Juno un crujido totalmente nuevo, que sonaba como una risa terrestre.
Y los junianos del borde dijeron:
–Nuestra vida pasada fue una bromita. Es lamentable que no hayamos convertido nuestra vida actual en una broma enorme.
–Ah –sonó desde el centro–, pero todavía podemos corregirlo.
Y así fue como lo corrigieron: empezaron a recordar cada vez más claramente su vida pasada, cuando representaban grandes grupos de pueblos. Entonces, para todos, esa vida pasada con sus odios –el salvajismo y las oposiciones– fue resultando cada vez más graciosa. Y no había forma de traer calma a Juno ante esa idea de que, antes, una vida con toda la discordia, la urgencia y el olor a asado hubiera sido tomada tan en serio.
–Y nosotros, ¿no nos tomamos nuestra vida actual de árboles gigantes, con nuestras raíces tan armónicas y entrelazadas, también demasiado en serio?
Esto se preguntaban muchos junianos.
Y hablaban de una vida posterior advirtiendo a todos: que se grabaran muy bien en la memoria lo que vivían ahora, para que más tarde no existieran esas largas épocas de búsqueda. Pues más adelante podrían surgir de vuelta tiempos de desavenencias; entonces sería muy importante que los tiempos del acuerdo también hubieran quedado fijos en el recuerdo. A fin de cuentas, lo principal era no olvidarse de lo cómico en todas las cosas.
–De verdad que es muy gracioso –opinaron de nuevo los junianos del borde– que haya habido tantas oposiciones entre nosotros. Ahora que hemos unido todas estas oposiciones en amistad, ya no entendemos que en aquel entonces tuvieran algo hostil entre ellas. Es posible vivir tan completamente en el otro que el otro ya no es un otro para nosotros. Creemos que pronto nos convertiremos, todos juntos, en un único gran ser unificado.
–¡No va tan rápido! –opinaron después los antípodas del centro.
–Y sería una pena –señalaron además otros junianos– si no pudiéramos disfrutar lo suficiente de nuestra situación armónica de hoy.
Y todos los junianos siguieron viviendo tranquilamente, gigantes arbóreos llenos de recuerdos, y los crujidos bajo sus cortezas a menudo sonaban muy alegres y muy claros.
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