El único final feliz para una historia de amor es un accidente (fragmento)
J.P. Cuenca
Intro y traducción por Martín Caamaño
“A través de los idiomas vamos aprendiendo algo de nosotros mismos, de nuestra ansiedad gratuita, melancólica y vana”, escribió el cronista brasileño Rubem Braga. Aprendí portugués de oídas. En la casa de mi padre, que se fue a vivir a Río de Janeiro en el 87. Ahí me embebí del idioma de los locales –su mujer, sus amigos, la empleada doméstica- pero sobre todo de su portugués parco. Un portugués exento de esa musicalidad tan característica; sin teatralidad, sin dulzura. Un portugués sin sotaque. Es sabido que cuando habitamos de verdad una lengua no necesitamos andar traduciéndola mentalmente sino más bien todo lo contrario: la asimilamos con naturalidad e inconsciencia, sin estar obligados a contrastarla todo el tiempo con la lengua natal. Al leer El único final feliz para una historia de amor es un accidente me pasó lo opuesto. A medida que leía no podía dejar de traducir en mi cabeza -sin sospechar que iba a ser el traductor del libro- tal vez debido al tono neutro con que la novela estaba escrita; similar a cuando alguien envía por equivocación un sms a un teléfono de línea y una voz maquinal lo reproduce. Así suena la prosa de Cuenca: maquínica y sin sotaque. La evidente ausencia de “lo brasilero” en este relato de tema estrictamente japonés también afecta al lenguaje. Es una lengua desnuda, que huye de sí misma y se enrarece hasta volverse plana y ajena. Justo eso fue lo que me propuse conservar al traducirla, sintiendo más de una vez –como escribe Braga- “que es el idioma el que está equivocado y nosotros los que tenemos razón”.
1
Antes de que el señor Atsuo Okuda abriera la caja, todo estaba oscuro.
Más que eso: no había nada que iluminar antes de que el señor Okuda abriera la caja. Si el señor Okuda nunca hubiese abierto la caja, nada existiría. El mundo solo comenzó a partir del momento en que el señor Okuda abrió la caja y dijo la palabra.
Dijo: Yoshiko.
Y Yoshiko acabó siendo mi nombre.
Después que el señor Okuda dijera Yoshiko, yo obtuve, además de un nombre, muchos comienzos y un fin. Yo comienzo en la punta de mis dedos, en los mechones de mi pelo, en las plantas de mis pies, en los pezones de mis pechos, en la piel que cubre el vacío que hay en mi interior y en toda la superficie que me hace ser quien soy. No podría ser otra, porque tengo este cuerpo, y solo yo tengo este cuerpo y soy este cuerpo.
Y este cuerpo tiene solo un fin: servir al señor Okuda.
El señor Okuda es mi amo, pero no es mi creador. Mi creador es Luvdoll Inc., ubicada en 4-5-28 Nishi-Kawaguchi, en la ciudad de Kawaguchi, provincia de Saitama. Mi creador siguió las instrucciones del señor Okuda, detalladas en la orden de pedido número 2358B.
La orden de pedido número 2358B, reproducida en cinco vías que circularon durante sesenta y cinco días por los diferentes departamentos de Luvdoll Inc., decía que yo debería tener ojos castaño oscuro (Pantone 4975C), piel nacarada #5, senos modelo senoide 220 g con 92,5 cm de diámetro, ombligo con 0,8 cm de profundidad y vagina extrapequeña #2, con vello púbico de corte vertical, profundidad de 8 cm y 4 cm de circunferencia.
Otros detalles fueron añadidos en conversaciones entre el señor Okuda y Luvdoll Inc., pues el señor Okuda fue extremadamente detallista en sus pedidos, y eso hizo que Luvdoll Inc. determinara nuevas variaciones en su línea de producción. Entre otras minucias inéditas para Luvdoll Inc., el señor Okuda diseñó al detalle la curvatura de mis pies, la espesura de los huesos de mis clavículas y de mis caderas.
El señor Okuda quería que mis huesos fueran salientes, y así son.
El señor Okuda en ningún momento se identificó en Luvdoll Inc. Y por el proyecto personalizado pagó la suma de cincuenta millones de yenes, lo que me convierte en la muñeca más cara jamás producida en Japón.
El señor Okuda es un poeta conocido y anunció que dejaba de escribir hace muchos años. Eso es mentira, porque el señor Okuda me recita poemas, diciendo que podría haber pagado por mí mucho más que la suma de cincuenta millones de yenes, porque yo soy perfecta y, porque yo soy perfecta, también soy la única persona con quien el señor Okuda comparte su poesía. Eso también me lo contó el señor Okuda en un poema que escribió entre las líneas de otro poema.
El señor Okuda sólo se dirige a mí en verso.
El señor Okuda no necesita recitar los versos para que yo los entienda. Yo sé lo que él quiere decir cuando me mira. Recibo órdenes a través de su silencio porque yo soy este cuerpo y este cuerpo tiene un único fin, que es servir al señor Okuda, aunque sea escuchando sus poemas sobre mi perfección, sobre los cipreses en una carretera de Shikoku, sobre el canto de los pájaros o, incluso, sobre la poesía en sí, tema muy caro al señor Okuda, que también lo infiltra entre los versos de otros poemas, y entre esas líneas incluso traza otros poemas sobre muchos otros temas, algunos que a mí me cuesta comprender, y así los poemas y las líneas de los poemas se multiplican y se intercalan hasta el infinito, y a través de ellas el señor Okuda me hace ver no solo los bellos sentimientos que tiene por mí, sino también el mundo exterior y lo que está arriba y abajo, porque yo nunca salí ni saldré de la casa, esta que es mi casa y también la casa del señor Okuda.
Y, pensándolo mejor, mi verdadera casa, mi única casa, es el señor Okuda. Eso, él mismo.
2
Bajo el reflejo de las luces rojizas en el asfalto húmedo, el submarino nocturno navega por los cimientos de los edificios, entre cables de electricidad, cloacas y túneles de metro. Las piezas de ese navío sumergido son teléfonos pinchados, cámaras y micrófonos escondidos en cuartos y espejos de fondo falso en baños de toda la ciudad. Nuestros hombres rana, funcionarios que registran el movimiento de quien merece ser observado, tienen la habilidad de forzar buzones o perseguir a quien sea por el tiempo que el señor Okuda juzgue necesario.
Este equipamiento alimenta los monitores y los altavoces de una pequeña habitación en el sótano de la casa de mi padre, que él llama Sala del Periscopio. Es la pieza principal de su puesto de observación anónimo. Visto desde la puerta, el conjunto de televisores apilados parece el ojo de una mosca gigante.
Eso es lo que aprendí durante toda la vida con mi padre, el señor Atsuo Okuda: a mirar. Mirar y ser invisible.
Como los días son cada vez más largos para el señor Okuda, y el viejo sueña abrazado a la muñeca Yoshiko casi todo el tiempo, la tarea de manejar el Periscopio va quedando bajo mi responsabilidad. «Es mi herencia», diría él. «Es lo que va a quedar de mí, más que mis libros», diría él.
El Periscopio del señor Langosta Okuda, mi herencia, no funcionaría sin la ayuda del señor Suguro Shibata, profesor de la Asociación del Fugu Armonioso de Tsukiji. El señor Suguro le debe favores a mi padre, pero además, recibe una paga generosa por proporcionar fugus salvajes y hacer el sucio trabajo de espionaje. Palabra, por cierto, que mi padre detesta —él prefiere llamar a esa actividad «observación»—.
Vi a Suguro Shibata una sola vez, cuando era niño, hace casi treinta años. De él solo recuerdo el olor. El señor Shibata huele a alga podrida.
Que haya visto solo una vez al señor Shibata, no significa que él no me haya observado en incontables ocasiones durante las últimas décadas. Apiladas en los armarios de la Sala del Periscopio, están las miles de cintas de Betamax, VHS y plateados DVDs con imágenes de mi vida, desde la adolescencia hasta el instante en que terminará este relato. Me acostumbré a esa vigilancia desde mi niñez —aprendí a vigilar siendo vigilado por mi padre—.
Descubrí la Sala del Periscopio en el sótano algunos años después de que mis sentidos comenzaran a perseguir mujeres. En ella, organizadas por fecha y hora, hay grabaciones clandestinas de mis primeros encuentros sexuales en hoteles de Shibuya, y también de conversaciones, discusiones y reconciliaciones en cenas, paseos y tardes de mi adolescencia.
Con el tiempo, me embarqué en el submarino con mi padre y juntos empezamos a navegar tras nuestro objeto de estudio por la ciudad de las personas invisibles, por la ciudad adonde toda la gente de nuestra gran nación japonesa viene para ser olvidada. Por la ciudad asimétrica que carga en sí misma todas las otras ciudades y ninguna de ellas. En esos momentos, el señor Langosta Okuda dice en sus sueños palabras que entran en los míos:
—Un día entenderás que el único final feliz posible para una historia de amor es un accidente sin sobrevivientes. Sí, Shunsuke, mi pequeño estorbo, mi pequeño fugu idiota: un accidente sin sobrevivientes.
* *
Leer esto en portugués
* *
Gracias Lengua de Trapo!
[ + bar ]
Daniela Lima
traducción de Lucas Mertehikian
Diario de Viena
Un muchacho carga un balde con agua. El peso parece reducido por la creencia de que el árbol seco reviviría si fuese... Leer más »
Kondenswasser
Anja Kampmann
Versuch über das Meer
Es soll um den Horizont gehen den
Farbauftrag der Ferne das helle Knistern
der Flächen von Licht und die Verbreitung
des Lichts wie es sich aufbäumt... Leer más »
Mario Bellatin
1- BLACK BALL RELOADED Primera mirada de autor al bande desinée Bola Negra*
Ayer me escribieron para informarme cosas acerca del escritor checo Bohumil... Leer más »
Yolanda Castaño
“Aquí o que nos falla é que non nos sabemos vender”, queixábase seguido o teu patio de veciños; pero cando chegou para o quinto dereita aquel tipo que si o sabía... Leer más »