El deudo invisible
Ken Harvey
traducción de Mariano García
El resfrío de Gordon se había vuelto más fuerte, su respiración áspera y pesada. Acababa de pedir una cita para ver a su médico más tarde ese día cuando Ellen Joyce, que trabajaba para la rectoría en la iglesia de St. Luke, lo telefoneó. Le dijo que esa mañana, durante el desayuno tardío de la Cofradía, el padre Jim se había puesto de pie para agradecer a las mujeres por su servicio cuando cayó fulminado por un infarto masivo. Murió antes de que llegara la ambulancia.
—Es difícil saber qué decir –dijo Gordon, asombrado de que pudiera reunir esas pocas palabras. Su cuerpo se fue calentando como si el resfrío hubiese producido una fiebre súbita. Se quitó las gafas de montura de alambre y presionó las yemas de los dedos contra sus párpados. Al oír que Ellen sollozaba, intentó pensar en una palabra de consuelo pero todo lo que se le ocurrió fue preguntar “¿a quién más has llamado?”.
Ella mencionó a cinco personas, todos directivos de la iglesia, antes de agregar “y tú”, lo que alivió a Gordon pues estaba claro que ella no lo consideraba el tácito familiar más cercano de Jim.
—No tenía parientes, sabes –dijo Ellen—. Solo un primo en Arkansas con quien no hablaba desde hacía mucho tiempo.
—¿De verdad? –dijo Gordon, aunque sabía del primo.
—Estaba en mejor forma que mucha gente con la mitad de sus años –dijo Ellen.
—Lo estaba.
—El padre Buchanan pidió que te encuentres con él en media hora para rezar.
—De acuerdo –dijo Gordon. Dios, cuánto ansiaba estar solo. No quería rezar con el padre Buchanan, no ahora.
—Supongo que debería irme caminando hasta DeLucio’s y encargar unas flores –dijo Ellen—. Pensé en girasoles, porque el padre Jim siempre estaba radiante, pero después pensé que los girasoles en realidad eran un poco demasiado grandes para él y la ocasión.
Gordon se sintió agradecido de que Ellen hubiera sacado el tema de las flores. Como director de funerales, sabía que la elección de las flores podía decir mucho acerca de la relación de uno con el difunto: lirios para la amistad, hortensias para la emoción sincera, rosas para el amor, crisantemos para la fidelidad. Desde luego que mucha gente ya no conocía el simbolismo. Generalmente compraban las flores por su mera belleza. Gordon se preguntó qué clase de ramo debía enviar, o si debía enviar uno. Le propuso a Ellen enviar algo de parte de ambos.
—Creo que eso le gustaría al padre Jim –dijo.
—Oh –dijo Ellen—. Tienes razón. Creo que le gustaría.
Gordon comprendía la vacilación de Ellen respecto de los girasoles. Jim era en general un hombre feliz, pero nadie en la parroquia lo consideraba eufórico. Sus sermones eran más bien relajantes que estimulantes.
—Quizás unas rosas y margaritas amarillas, algo por el estilo.
—Eso tiene sentido –dijo Ellen.
Gordon se despidió. Al levantarse del escritorio se sintió mareado. El ambiente parecía más grande; no podía recordar que ocupara un lugar tan ínfimo en su propia oficina. Se inclinó contra la pared, cerca de la ventana. Se resistía al ansia de aferrarse a la cortina y tirar para abajo. En cambio tomó la cortina en su mano y estudió las delicadas ramas de árbol del estampado, el pico rojo de los pájaros de cola amarilla, los diversos verdes de las hojas. Había elegido la tela con Jim.
Vio por última vez a Jim el domingo por la noche cuando cenaron en casa de Gordon y miraron Lo que queda del día, una de las películas favoritas de Jim. Gordon intentó recordar algún indicio de que Jim pudiera sentirse mal, pero había comido bien, y parecía interesado en la película. Se habían besado un rato en el sofá. Ahora Gordon lamentaba no haber sido más apasionado, no haber recorrido con el dedo el contorno de la oreja de Jim, la señal de ellos.
Pero por ahora Gordon debía dejar de pensar en el domingo y de alguna forma mantener una calma profesional. Un director de funerales estaba acostumbrado a la muerte. Era un negocio. Tenía que tratar la muerte de Jim como un negocio.
El sobre. Eso es lo que un director de funerales haría. Se ocuparía de los deseos de los fallecidos.
Abrió el cajón superior del archivador de madera de cerezo y sacó la carpeta manila que decía “Personal”. Dentro había un sobre con las palabras ABRIR INMEDIATAMENTE DESPUÉS DE MI MUERTE.
Gordon volvió a su escritorio y rompió el sello. Jim le había dado el sobre un par de años atrás, junto con un abridor de cartas bañado en oro con las iniciales de Gordon grabadas en la empuñadura. Se quitó las gafas y desplegó la carta.
Querido Gordon,
Confío en que estos pedidos no te impongan una carga excesiva en el momento de mi muerte, pero apreciaría mucho si te ocuparas de algunos asuntos.
Mi testamento se encontrará en la caja fuerte sobre el estante más alto de mi armario. La llave se halla en un pequeño sobre de papel madera bajo la caja.
Mi ropa (no demasiada, me temo), incluyendo mis zapatos y mi sobretodo, puede ser donada a la tienda de segunda mano de la calle Monroe. Ellen, si aun está viva, presta ayuda como voluntaria allí y podrá ayudarte facilitándote el envío.
Por último, por favor retira algunos papeles personales del último cajón de mi escritorio.
Aprecio tu asistencia en estos y otros asuntos relativos a mi deceso.
Sinceramente tuyo,
Rev. James C. Connelly
La falta de afecto en las palabras de Jim resultaba punzante. La última vez que Gordon se sintió tan solo fue cuando olvidó su parte en la obra teatral de la escuela secundaria y nadie le dio pie. ¿Van a dejarme aquí sin más?, quiso gritar entonces igual que ahora. Su respiración se volvió irregular; se envolvió en sus brazos y sintió temblar su cuerpo. Pero de a poco se fue calmando cuando comprendió que Jim intentaba ser servicial en su formalidad, que eso permitiría a Gordon mostrar la carta al padre Buchanan: un pasaporte, en caso de ser necesario, para entrar a la habitación de Jim.
Puso el sobre en el bolsillo interior de su impermeable gris, tocándolo ocasionalmente mientras caminaba hacia la iglesia.
*
—Creo que tú deberías enterrarlo –le susurró a Gordon el padre Buchanan. Estaban arrodillados frente a las velas votivas en el santuario. Unas monjas de la parroquia se habían arrodillado en un reclinatorio al otro lado del altar, manipulando cada cuenta negra de sus rosarios como si tejieran un suéter para los difuntos.
—A él le hubiera gustado que tú te ocuparas. No me siento cómodo derivándolo a cualquier otro.
Gordon miró al pastor, cuyo erizado pelo blanco estaba siempre rapado a la misma altura. Tenía dedos finos, delicados, y brazos escuálidos; su cara, larga y estrecha, estaba sonrojada; si era por la luz que parpadeaba por encima de las palmatorias de vidrio rojo o por la emoción, Gordon no lo podía determinar.
—Creo que hay otros directores de funerales en la ciudad que lo considerarían un honor –dijo Gordon. Observó las sombras de las llamas aletear sobre la estatua de la Virgen. Estudió su vestido azul descolorido, la ocasional melladura en el yeso. Recordó que cuando era chico en St. Luke, unos cuarenta años atrás, el vestido era de un azul regular y brillante.
—No debe ser la primera vez que entierras a alguien que has conocido –dijo Buchanan. A veces Gordon lo veía fumando un cigarrillo detrás de la rectoría, chupando enérgicamente, con una expresión de desencanto. Superaba los setenta y se suponía que moriría antes de jubilarse. Nadie esperaba que el padre Jim fuera a abandonar St. Luke antes que él.
—¿Puedo tomar la ausencia de objeción como consentimiento? –preguntó Buchanan.
Gordon conocía a Buchanan de toda la vida. El padre Buchanan había bautizado a Gordon. Le dio la Primera Comunión. Estuvo presente cuando sus padres murieron. Buchanan no dijo nada específicamente reconfortante en ese momento, tan solo las acostumbradas menciones a que el Señor trabaja de manera misteriosa y lo benditos que son aquellos que sufren. Gordon imaginaba que el tono de Buchanan no variaría un ápice al recitar esas frases a los afligidos, y sintió algo de consuelo al saber que él era uno de cientos de feligreses que se habían sentado en la misma silla escuchando las mismas palabras recitadas de la misma manera.
Gordon decidió que llevaría a cabo el entierro. Por Buchanan, de acuerdo, pero también por Jim, de quien Gordon comenzó a pensar que lo hubiera querido de esa manera.
—Mandaré a mi asistente a recoger el cuerpo –dijo.
Se persignó y salió de la iglesia.
*
Ellen ordenaba el correo cuando Gordon llegó a la rectoría. Gobernanta, cocinera, recepcionista; ella lo hacía todo en St. Luke. Uno siempre se dirigía primero a Ellen Joyce. Al igual que Gordon, a menudo estaba en la mira de la muerte y el dolor.
—Me voy a la florería –dijo ella.
—Dejame darte algo de dinero –dijo Gordon. Le dio treinta dólares. Ella alisó los billetes antes de meterlos dentro de su bolsillo. No dijo nada del estilo me lo pagas más tarde o lo pago con tarjeta y luego te paso el monto. De su cartera sacó un paraguas compacto.
—¿Vas a ocuparte tú de los arreglos? –preguntó.
Gordon le dijo que sí; ella dijo que haría mandar las flores a su lugar.
—Tengo que buscar un par de cosas de su habitación –dijo Gordon. Del bolsillo de su chaqueta deportiva sacó el sobre. –Dejó esta carta para mí.
—La puerta está sin llave –dijo Ellen rechazando la carta con un gesto de la mano. –Siempre está sin llave.
Una vez que Ellen se fue, Gordon subió las escaleras y empujó suavemente la puerta de la habitación de Jim. La cama estaba tendida a la perfección, sin una arruga. Una biblia y una vieja edición en tapa dura de Persuasión estaban sobre su mesa de luz. Fotografías de Jim rodeado de feligreses se alineaban encima de la cómoda frente a un espejo de cuerpo entero. En el rincón se encontraba el par de Converse amarillas de Jim. Gordon decidió enterrar a Jim con ellas. El féretro cubriría sus pies.
Gordon pasó al baño y recorrió el tubo de dentífrico con los dedos, enrollado desde el extremo. Echó un chorrito de jabón líquido en sus manos, luego abrió la canilla del lavabo, se mojó la cara y se enjabonó las mejillas. Mientras se secaba intentó reunir la fuerza que iba a necesitar en los próximos minutos, pero pronto se vio superado por un ataque de tos que parecía emanar no de sus pulmones sino de algún lugar más profundo.
Gordon comenzó a recoger la ropa de Jim para el velorio. Tomó uno de los cinco pares de pantalones negros cuidadosamente planchados y doblados sobre perchas de madera en el armario. Encontró una camisa negra y un alzacuello blanco. Por primera vez sintió que sería lo bastante fuerte como para llevar adelante el velorio y el funeral. Pero luego abrió el cajón superior de la cómoda y vio seis pares de medias negras, pulcramente doblados uno sobre otro, ceñidos como huevos en su envase de cartón. Tuvo que sentarse en la cama por unos momentos.
Por fin Gordon se arrodilló para abrir el último cajón. Los “papeles personales” de Jim eran una pila de revistas ordenadas por fecha de publicación. Siempre le gustó que los gustos de Jim en pornografía fueran por hombres peludos bastante parecidos al propio Gordon. Colocó las revistas en la bolsa de papel junto con las zapatillas amarillas. Acomodó la ropa por encima de su hombro y abandonó la rectoría.
Antes de abrir la puerta del auto, Gordon hundió la cabeza en la cuna que formaba con su brazo y olió la camisa de Jim. Old Spice, lo que solía usar el padre de Gordon. Una vez había bromeado con Jim sobre el tema, después de conocerse el tiempo suficiente como para poder jugar con eso.
*
Se habían conocido quince años atrás en el salón de actos del sótano de la rectoría, cuando el consejo de la iglesia ofreció una recepción en honor de la llegada del padre Jim a St. Luke. Gordon había estado merodeando para cumplir con sus obligaciones del comité de limpieza, y buscaba gente que llevara a su casa la comida sobrante: tortas para acompañar el té, espárragos envueltos en tocino, pepinos con crema agria, petits fours, triangulitos de miga con jamón y huevo.
Él mismo se había presentado con Jim, ofreciéndose a prepararle un plato de comida para llevar a la rectoría. Jim era un hombre compacto con un cuerpo fuerte, y ya se había ofrecido para entrenar al equipo de basketball de los muchachos. Su pelo castaño le barría la frente.
—Estamos verdaderamente contentos de tenerlo aquí, padre –dijo Gordon.
—Yo también. Nunca terminé de encajar en mi última parroquia allá en San Diego. No era para mí. Me crié en Waltham.
—Yo me crié aquí mismo en Lynn –dijo Gordon, pensando que la gente de Waltham no era tan distinta de la gente de Lynn. Lynn era más grande, y tenía la planta de Ingeniería Genética, pero había ido un par de veces a Waltham y le recordaba a Lynn, con sus fábricas vacías, su glorieta en el medio de la plaza central, sus viejas casas, seguramente magníficas en su día, ahora cubiertas con revestimientos pastel.
—Eres un chico de pueblo–dijo Jim.
—Viví en Nueva York por muy poco tiempo –dijo Gordon—. Allí me sentía fuera de lugar.
Gordon habló de la vida en Lynn durante los sesenta; Jim habló de Waltham una década antes. A Gordon le gustó, se sentía cómodo con él, algo que nunca había experimentado con ningún otro de los curas párrocos anteriores, y por cierto no con Buchanan.
—Me encantó conocerte. –Jim le tocó el codo mientras hablaba.
—Debería ayudar con la limpieza –dijo Gordon, su mano sobre el hombro de Jim apenas por un instante.
Jim sugirió que volvieran a hablar en algún otro momento. No quería ser atrevido, explicó, pero le interesaba saber más acerca de la familia de Gordon y de la parroquia.
Algún otro momento fue después de la misa dominical el siguiente fin de semana. Gordon se colocó al final de la hilera formada fuera de la iglesia para saludar a Jim en las escaleras. Se dieron un rápido apretón de manos.
—Ven a caminar conmigo –dijo Jim—. Por esta mañana he terminado. Es un día maravilloso. Espérame aquí mientras me quito la sotana.
Gordon observó la fila de autos abandonando el estacionamiento. Cruzó los dedos de ambas manos y levantó los brazos por encima de su cabeza. Miró para asegurarse de que su camisa estuviera abotonada. Respiró entre sus manos ahuecadas para controlar su aliento.
—Listo. –Una voz llegó detrás de él. –Vamos caminando hasta la playa.
Gordon había esperado un paseo por los terrenos de la iglesia. La playa estaba a una buena milla de distancia. ¿De qué podrían hablar?
—Cuéntame por qué te dedicaste a los funerales –dijo Jim.
La franqueza de Jim sorprendió a Gordon; tenía algo de pregunta de interrogatorio. Gordon le habló de su padre, que había sido director de funeraria en Lynn por treinta años, y luego de la muerte de sus padres. Un incendio en casa de su tía en New Hampshire mientras él aun vivía en la ciudad de Nueva York.
—Estaban allí sólo por el fin de semana –dijo Gordon.
—Lo siento mucho –dijo Jim.
—Volví aquí para hacerme cargo del negocio. No fue difícil irme. En realidad nunca estuve hecho para Nueva York. –Gordon no le contó que había llegado a la ciudad con la idea de pasar los fines de semana en Fire Island y las noches de semana circulando por bares gays, y que pronto aprendió que el ambiente gay tenía poco para ofrecer a un tipo sin el cuerpo de un nadador y cuya piel conservaba las débiles cicatrices del acné juvenil.
—Sabía que no tenía el don de mi padre para decir lo indicado en el momento indicado –dijo Gordon—. Sólo dejé que los clientes sobrellevaran su dolor mientras estaban sentados en mi oficina. Nunca supe qué responder pero funcionaba bien porque la gente sentía que yo los escuchaba.
Gordon se sintió aliviado de que estuviera listo. Miró hacia abajo y vio que Jim llevaba zapatillas altas. Zapatillas altas amarillas. Reprimió una sonrisa.
Caminaron bajo un puente de ferrocarril, asustando un montón de palomas que se pusieron a aletear ruidosamente. El sonido le recordó a Gordon cómo acostumbraba ayudar a su madre a sacudir sábanas en el patio de atrás. Volvió su atención a Jim.
—Tu turno.
—Fui hijo único de padres católicos practicantes.
Dijo que la iglesia había ayudado a su familia cuando su padre perdió su trabajo en la maderera. Las mujeres dejaban provisiones en la galería trasera sin tocar el timbre. La parroquia pagó incluso el alquiler de medio año. Jim sintió la obligación de devolverlo, de manera que entró en el seminario. Por otra parte, nunca había podido verse casado; ¿qué otra cosa le quedaba por hacer?
Gordon y Jim volvieron a hablar una vez más. Y otra. Café en Mrs. Foster’s Donuts. Un paseo en auto por los bosques de Lynn. Llamadas telefónicas.
Entonces un día Gordon dijo:
—Conozco un lindo restaurante en Rockport, más o menos a una hora de aquí.
El sábado siguiente, Gordon fue a misa tarde. Esperó a Jim en la playa de estacionamiento. El follaje apenas pasaba de su plenitud, con unas pocas hojas aquí y allá aún vibrantes de color pero rodeadas por tenues dorados y óxidos. El aire olía ahumado. Le recordó a Gordon los primeros días de escuela. Tendía a ver el otoño, y no la primavera, como lleno de posibilidades.
No podía pensar en nada para decir en su Ford Escort blanco que había lavado esa mañana. Puso la estación de música clásica, pero cuando comenzó a perder la señal a medida que se alejaban de Boston apagó la radio. Apretó el pie contra el embrague mientras Jim ponía en hora su reloj pulsera. Gordon se desvió hacia la banquina y frenó. Se cubrió la cara con las manos.
—Necesito saber qué está pasando –dijo.
—No lo sé –dijo Jim—. Todo esto es nuevo para mí.
Gordon se inclinó y lo besó.
*
Gordon concluyó una reunión en la funeraria con una viuda y fue al médico por su resfrío. Para el momento en que llegó al consultorio en el segundo piso le faltaba el aire. Había comenzado a ver al doctor Bloom apenas terminado el secundario y el hermano de Bloom, que también trabajaba fuera de la consulta, había sido el pediatra de Gordon.
Se quedó en el umbral, buscando dónde sentarse. Media docena de niños jugaba en el piso, hojeando ejemplares de la revista Highlights y derrumbando bloques de colores tan pronto como los acomodaban unos encima de otros. Una chica con un yeso verde flúo en el brazo escuchaba música de un ipod.
Gordon se anunció con Shirley, la recepcionista sesentona que llevaba un suéter color crema con una calabaza de Halloween bordada y un broche de hojas multicolor en cerámica. Gordon odiaba la ropa de estación. Le recordaba que a duras penas estaba a la altura de las expectativas festivas.
—¿Cómo estás? –preguntó ella. Le acercó un cuenco lleno de lágrimas de chocolate y caramelos de menta. Él tomó uno de cada uno.
—Sólo tengo un resfrío –dijo Gordon. ¿Qué se suponía que debía decirle? ¿Estoy a punto de embalsamar a mi amante de hace quince años? Encontró una butaca orejera en el rincón de la sala de espera. Metió un dedo bajo el pequeño desgarrón en el tapizado y sintió el relleno, suave y cálido. Se había sentado en ese sillón muchas veces; reconocía las mariposas rojas en el estampado.
Gordon era el único que esperaba solo, lo que no hacía que extrañara a Jim más de lo que ya lo extrañaba puesto que Jim nunca iba con él a sus citas médicas o reuniones de clase o siquiera a hacer la compra del supermercado. Eran pocos los lugares donde había estado con Jim –dónde no habían estado era una lista demasiado larga para considerar— y Gordon encontró esto momentáneamente reconfortante.
La enfermera del doctor Bloom condujo a Gordon al consultorio. Era tal como lo recordaba. Los Bloom habían renovado esta casa décadas atrás y las habitaciones aun exhibían las ventanas de marco de madera de sus previas encarnaciones como dormitorios y cocina.
Bloom entró con su acostumbrada sonrisa y su saludo de escuela de enfermería. Apenas había cambiado con los años: la misma barba, las mismas gafas negras. En lugar de guardapolvo blanco seguía llevando una camisa oxford celeste con cuello abotonado.
—Hace siglos que no te veía, Gordon.
Gordon describió la tos, los mareos, el pecho cerrado. El médico le pidió que se desabotonara la camisa para deslizar el estetoscopio por su espalda.
—Respira hondo.
Cuando Gordon aspiró, tosió y luego se disculpó.
—No, no –dijo el médico. Su voz era suave, amable. –De hecho puedo obtener algo de información cuando tú toses. No intentes portarte bien.
Gordon volvió a toser. Bloom se ubicó frente a él, colocando el estetoscopio sobre su corazón. El médico levantó lentamente su mano abierta para evitar que Gordon hablara mientras él escuchaba.
—Quiero que respires en este tubo –dijo Bloom.
De su cajón sacó un cilindro de plástico claro que pidió a Gordon que se metiera en su boca. Luego añadió en el extremo otro cilindro, vertical y con líneas azules y números.
—Aclara tus pulmones –dijo Bloom—. Dame una linda y rápida exhalación en el tubo.
Gordon hizo lo mejor que pudo, y una bolita roja alcanzó el número 450.
—Dejo que la gente lo intente tres veces –dijo Bloom—. El primer intento es solo para entrar en calor. Ahora sopla realmente fuerte.
450 de nuevo.
Y una vez más.
—Bien –dijo Bloom—. En verdad deberías estar en 650 para tu edad. Solo estás en dos tercios de tu capacidad.
El médico le recetó unas pastillas de esteroides. El régimen para las próximas dos semanas sonaba confuso –seis pastillas un día, cuatro al siguiente— pero Bloom le aseguró a Gordon que todo estaría claramente explicado en las indicaciones.
—Quiero que comiences de inmediato –dijo el médico—, de modo que te daré un par de pastillas ahora. –Pidió a su enfermera que trajera una pequeña ampolla, acompañada de páginas de advertencias e instrucciones. Gordon tragó las pastillas.
—Métete algo en el estómago para evitar sentir náuseas –dijo Bloom—.Compra el resto en la farmacia y tómate dos más después de cenar. –Dio una palmadita a Gordon en la rodilla antes de salir del cuarto.
Gordon se sentó en la cama, las piernas colgando. Observó las jarras de vidrio en la mesa contra la pared. Vendas. Hisopos de algodón. Depresores de lengua. Rollos de gasa. Se imaginó con livianas tiras de esta última enrolladas alrededor de él, atando sus emociones antes de que crecieran demasiado.
No tenía idea de que habían pasado diez minutos; quería quedarse en el cuarto para siempre.
Bloom asomó la cabeza por la puerta.
—Sigues aquí, Gordon –dijo—. Tengo otro paciente.
Gordon, avergonzado, comenzó a abotonar su camisa.
—No te preocupes –dijo Bloom—. Toma estas pastillas y volverás a sentirte como siempre en unos días. Confía en mí.
*
Gordon bajó las escaleras hasta la sala preparatoria donde Darrell, su asistente, había dispuesto el cuerpo de Jim. Las bolsas de plástico blanco que contenían los cadáveres de la morgue del hospital siempre le habían parecido a Gordon como grandes bolsas de residuos para árboles de Navidad. Pensó en esto de nuevo cuando miró la bolsa que contenía a Jim. La retiró del cuerpo.
Gordon miró la cara de Jim, luego desvió la mirada, luego volvió a mirar la cara. Una incipiente barba blanca crecía alrededor de la manzana de Adán de Jim y bordeando de su mentón. Esto era raro en él, y Gordon se preguntó si habría comenzado a sentirse mal apenas levantado. Gordon lo enjabonó con crema de afeitar tal como hiciera con cientos de hombres muertos anteriormente, luego advirtió que nunca había visto a Jim afeitarse. Gordon pasó suavemente la cuchilla a lo largo de su piel. Un copo de espuma aterrizó sobre el lóbulo de Jim. Lo limpió con su pañuelo.
Gordon comenzó a masajear el cuerpo para asegurarse de que los fluidos estuvieran parejamente distribuidos. Solía encarar el masaje de la manera impersonal en que alisaría una colcha, pero cuando comenzó a frotar las extremidades de Jim, luego a trabajar sus dedos, Gordon se descubrió pensando que nunca había tenido un momento tan íntimo con él.
Era verdad lo que en el negocio de las funerarias se decía acerca de los cadáveres, que estos contaban la historia del fallecido. Estudiar el cuerpo de Jim era como leer su autobiografía. Se había roto la clavícula en un accidente de auto en una carretera helada un par de años después de que él y Gordon se conocieran. El cinturón de seguridad había quebrado el hueso dejándole un bultito que Gordon ahora tocaba. Los brazos de Jim eran blancos, pero sus antebrazos y manos eran de un bronceado oscuro debido a su práctica semanal de golf. Su pecho –alguna vez firme— había comenzado a hundirse. Justo debajo de una tetilla –tan larga, tan redonda— se encontraba un lunar que Gordon había controlado en busca de cambios cada vez que hacían el amor. Por encima del pene flácido de Jim brotaba un follaje de vellos púbicos, algunos blancos. En su talón izquierdo había una cicatriz de adolescencia de un anzuelo que se le clavó cuando intentaba arrojar un sedal. Gordon pensó en las zapatillas amarillas.
Quería abrazar a Jim, besarlo, acostarse con él. Pero sabía que sólo estaría abrazando la cáscara de Jim, así que en cambio Gordon se dejó caer al piso, los brazos alrededor de las rodillas, y se acunó hasta que el ansia hubo pasado. Se incorporó, luego buscó bajo su guardapolvo en el bolsillo del pantalón, donde sintió una cajita. La colocó al lado de la cabeza de Jim y la abrió. En la caja estaban las alianzas de casamiento de sus padres. Las puso sobre la palma de su mano, ubicándolas justo debajo de la luz, con la esperanza de que centellearan, pero la luz era demasiado fuerte y cubría los anillos. No podía ver ningún resplandor. Gordon puso la mano de Jim en la suya. Lentamente deslizó el anillo de su madre en el dedo de Jim. En todo caso, la madre de Gordon era la más creyente; ella encajaba mejor con Jim. El anillo se deslizó fácilmente. Gordon, heredero del negocio familiar, tomó el anillo de su padre. Cuando quiso ponérselo, tuvo que hacerlo girar hasta conseguir llevarlo bajo su nudillo.
*
Gordon pasó la mañana siguiente preparándose para el velatorio de la tarde. Ubicó el ramo que él y Ellen habían encargado en el piso y en el extremo derecho del féretro de caoba, donde su presencia no sería conspicua. La mayoría de los arreglos florales habían sido enviados por grupos: la cofradía, la Juventud Católica, el consejo parroquial, el coro. Había pocos ramos, principalmente de viejos feligreses que esperaban que el padre Jim fuera a enterrarlos a ellos y no a la inversa.
Hacia las dos de la tarde comenzó a llegar la gente. Gordon los saludó antes de que firmaran el libro de visitas y colgaran sus abrigos. Algunos fueron directamente hacia el cajón mientras que otros charlaban en una pequeña habitación en una zona usualmente reservada a las familias. Ellen le dijo a Gordon que había hecho un trabajo muy lindo con Jim, y su hermana Ruthie estuvo de acuerdo. Ruthie tomó a Gordon de ambas manos. Su hijo había muerto el año pasado, y Gordon había preparado el cuerpo.
Gradualmente la tarde cobró el aspecto de un amortiguado evento social, con la gente arracimándose en pequeños grupos para hablar brevemente de las conmociones y tragedias que hubiese a mano antes de pasar a chismear sobre el divorcio de Marilynn Hatfield y si la novia de Danny Paulson estaba embarazada o no. Gordon recordó lo que le dijo un colega más viejo en un congreso de directores de funerarias: “Un velorio en realidad es un cóctel con un cuerpo en un rincón de la sala”.
Las monjas de la parroquia se sentaron juntas, rosarios en mano, susurrando sus plegarias. El padre Buchanan estaba de pie junto al ataúd, un guardia de museo protegiendo una obra de arte. Un hombre de mediana edad ayudó a quitar el abrigo a su esposa antes de conducirla al ataúd donde rezaron uniendo sus manos. Sólo Gordon pareció notarlos. Después de que la pareja se levantó, Gordon se arrodilló sobre el pequeño banco acolchado a la cabecera del ataúd. Se las arregló para rezar apenas una oración. No podía evitarlo. Necesitaba tocar a Jim en ese momento, sencillamente dejar su propia mano encima de la suya y sentirlo por última vez; buscó en su bolsillo y discretamente se enjugó los ojos con su pañuelo, notando en la punta la crema de afeitar seca que había quitado de la oreja de Jim.
Notó que el padre Buchanan lo estaba observando. Gordon bajó la cabeza, tocando su anillo. Su dedo estaba hinchado por la presión de la alianza.
Buchanan se adelantó y arrodilló junto a él.
—Siento mucho tu pérdida –dijo.
Gordon reprodujo las palabras de Buchanan en su mente, intentando captar en ellas comprensión, ironía, sarcasmo, amor. No pudo sacar nada en claro, de modo que se concentró en las cuatro palabras en sí mismas, palabras que ninguna otra persona le había dicho con respecto a Jim.
—Sí –dijo Gordon.
Se levantó del reclinatorio y pasó a la sala. Apretó el pañuelo hasta dejarlo hecho un bollo, contó hasta cinco, y lo devolvió a su bolsillo. La gente seguía llegando. En el espejo de pared se acomodó el cuello de la camisa y estiró su corbata. Abandonó la sala y caminó hasta el pasillo que daba a la entrada principal, el mismo lugar donde siempre se paraba para recibir a los deudos.
* *
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