Entre difuntos
El futuro es siempre falso. Influimos demasiado en él.
— Elías Canetti
I.
Todo debe haber empezado en septiembre de 1991, cuando I. llegó a mi casa con la noticia de que unos días después podríamos salir juntos del país. Recuerdo con vaguedad que celebramos (en contra de la superstición que aconseja no hacerlo por adelantado) y luego nos fuimos a dar un paseo por la ciudad con deliberada nostalgia. Sin embargo, ahora me doy cuenta, no soy capaz de precisar aquel último vagabundeo, dónde estuvimos exactamente, como si tanta premeditación hubiera provocado el efecto contrario: una pantalla demasiado iluminada en la que apenas alcanzamos a distinguir figuras y lugares borrosos.
En cualquier otro país esa partida no habría tenido nada de especial. En Cuba nos daba derecho a fabular sobre nuestras buenas relaciones con el Destino. Yo tenía 22 años y había viajado dos veces; a un congreso infantil en Bulgaria, y a la Unión Soviética, para estudiar matemáticas. El primer viaje resultó un regreso: la adolescente griega que iba a mi lado en el autobús hacia Stara Zagora me parecía una antigua conocida, y el espectáculo de unos gitanos que saltaban descalzos sobre piedras ardientes tenía el aire solemne de una fiesta familiar. Aún hoy, cuando entro a ciertos lugares, siento el “olor búlgaro” –mezcla de lácteos, rosas, frutos secos y aire acondicionado–, y algunos parques me recuerdan los jardines de Boyana, la residencia del presidente Zhikov, cuya hija Liudmila, Lady Di socialista, se entretenía en coleccionar niños que hablaban de la paz mundial, convivían bajo la severa mirada de unos tutores omnipresentes y se acostaban temprano dentro de una reserva alambrada. Salvo esas noches vigiladas, lo demás parecía perfecto: dulces, banderas, palacetes, las mejillas recién afeitadas de los periodistas…
Cinco años después llegué a la Unión Soviética, donde mi disposición para las matemáticas de pronto se redujo al mínimo: prefería hacer largos viajes en tren arrastrando un baúl lleno de libros, que mi madre había conseguido en la destartalada residencia de un familiar venido a menos. Cuando al fin regresé, la maleta se quedó en casa de un amigo al que nunca me he atrevido a preguntarle por ella. Estaba forrada en auténtica piel de cocodrilo, y unos marineros de Odessa quisieron comprarla por un precio que a mí, en ese entonces, me pareció una fortuna. Ahí estaba, inconfundible en mitad del muelle, con tres o cuatro forzudos a su alrededor. Sorprendidos por aquel objeto anacrónico, palpaban la piel reticulada y las conteras, dudando que la antigualla perteneciera a aquel extranjerillo imberbe, demasiado joven para tanto equipaje, demasiado delgado para aquella especie de ataúd trashumante. No lo vendí, e hice bien: con aquel armatoste pude sobrevivir a la espera de unos trenes que tardaban días, hasta que me interné en la estepa rusa como el protagonista de una comedia de equivocaciones.
Tal vez hubiera sido mejor, pensaba entonces, haber dejado atrás aquellos libros, dedicarme por completo a un futuro “despojado de todo lo superfluo” –como me sugería alguien en una carta. Pero con aquella maleta siempre me sentía a punto de empezar, como alguien que de pronto advierte que un gesto habitual, entrevisto en el espejo vivo de parientes lejanos, es más hijo de la sangre que de la costumbre.
Después de unos meses, el nuevo paisaje quedó acolchado por la misma sensación de mi viaje anterior: la cubierta del barco, las villas soleadas en la ribera del Bósforo, los reflejos dorados de un piso de madera, el suave crujido de unas botas en la nieve recién descubierta… todo aquello parecía parte de algo inevitable: la “verdadera vida”, el mundo. Había sólo un problema: en esos escenarios yo estaba de paso. Por una especie de descolocación temporal entre esa realidad y otras obligaciones, mi permanencia en aquellos parajes siempre era demasiado breve; algo separaba el tiempo de esas cosas del tiempo al que obedecían mis planes, cuyo trazado cuidadoso se difuminaba ante la irrupción de tanto paisaje ajeno.
Al regresar de Rusia, los tres o cuatro amigos con los que me reunía empezaron a considerarme parte de un grupo, parte de aquel grupo de libros que nos pasábamos. Recuerdo haber sentido esa aureola reconfortante de la amistad un día que viajaba con P. en el tren de Casablanca, un poblado que mira a la bahía, donde hay una estación y un Cristo solitario en la cima de un monte. Fue uno de mis pocos viajes por el país, circunstancia que desde entonces he lamentado a menudo.
La casona donde vivía el padre de mi amigo tenía las paredes manchadas de humedad, como un enorme test de Rorscharch sobre los muros amarillos. Era todavía una casona del XIX, con su patio interior, largos corredores en penumbras y unos muebles lustrosos de caoba con rejilla. Habíamos ido a buscar unos libros; condenado a ver su biblioteca dispersa entre los tres o cuatro lugares de los que se había mudado, mi amigo trataba de juntar los más queridos en un viejo estante, un regalo de anticuario. (Palabra extraña: “mudada”, sinónimo entre nosotros de muda o mudanza; abandonar una casa es como cambiar de piel, al salir de ella comienza otra estación.) P. me hablaba del desencuentro permanente entre él y los libros como parte de una maldición más antigua: pocos cubanos habían podido levantar una gran biblioteca, Lezama y Carpentier eran casos raros. “Ahí tienes la pobre biblioteca de los Milanés, rica en Lope –me decía–; a Varela, a Saco, a Casal con su Cristo de Kempis, las maletas parisinas del conde Kostia, las novelas copiadas por Zacarías González del Valle, la errabunda colección de Martí, Heredia saliendo de Cuba sin sus libros, ¿saldría Del Monte con la biblioteca suya reunida en casa de los Aldama?, los libros que leía y regalaba Virgilio Piñera”. Hasta ahora los historiadores cubanos habían llorado los bosques quemados (curiosamente, creo que es con relación a esa quema que la palabra Cuba aparece en la obra de Marx); ¿cuándo lloraríamos las bibliotecas quemadas? Todos esos incendios desmentían la posibilidad de un verdadero destino literario. Parecíamos condenados a cargar maletas, a hablar de un grupo de libros reunidos en algún mueble antiguo, leídos con el fervor de quien prefiere los pecios a los bienes.
Tiempo después junté un grupo de personas en mi casa para unos improvisados cursos de filosofía. La única condición era que cada uno aportara sus mejores libros para formar una biblioteca común. Fue en esa época que empezó a molestarme aquella doble “necesidad”: tener que dejar lugares, tener que hacer cosas. Gracias a aquellos libros, el futuro se me había convertido en un tiempo debido. Pero también andaba con una grabadora a todos lados y creía que esas cintas donde se mezclaban intimidades, declaraciones digresivas y reflexiones pedantes me servirían algún día para algo. No para recordarlas; en aquel entonces nadie se tomaba en serio la memoria. El pasado no existía: había sólo planes, proyectos, las torres del futuro en lontananza. Ahora, mientras oigo esas cintas tengo la impresión de espiar un pasado ajeno. Al final, ese gesto voluntarioso de juntar unos libros y hablar de ellos terminó, de nuevo, en una biblioteca vacía. Sus lectores hoy están dispersos por Londres, Nueva York, Barcelona, La Habana… De vez en cuando nos hablamos por teléfono sin decirnos nada importante. Hay como una ley secreta que impide recordar aquellas cosas.
“El curso”, como lo llamábamos, no fue más que un pretexto para la amistad, ese comercio de identidades que suele quedar reducido a un puñado de prejuicios. Es incómodo vivir acechado por testigos demasiado cercanos, en medio de un terreno donde los gestos prudentes se convierten en costumbres que disfrazan la indiferencia. La filosofía debía mitigarnos esas decepciones, ordenarlas. Pero debajo de ella latía la curiosidad por vidas y paisajes ajenos, un impulso que buscaba romper la membrana de una realidad asfixiante y hurgar en el sótano prohibido. Ese impulso no era, como pensamos al comienzo, un asunto de fuerza; en ese descuartizamiento de lo privado había que moverse como el cuchillo de Chuang Tzu: recorrer con sabiduría el cuerpo de la víctima para propiciar los desenlaces de los órganos sin violencia ostensible.
De poco sirvieron proyectos y lecturas cuando aparecieron algunas invitaciones para salir del país, y las complicadísimas gestiones burocráticas se solucionaron como por ensalmo. Tras recorrer los terrenos movedizos de la política y la religión, el “curso” quedó varado en su primera etapa: rito de iniciación burlado por ese aprendizaje privado donde el emigrado adolescente se recluye después de su fase gregaria.
II.
Hace poco encontré en la novela de un amigo la descripción de un sentimiento singular: J., el protagonista, viaja constantemente, ocupado en turbias prácticas comerciales, hasta que un día descubre que ha dejado atrás su alma. Su doble más íntimo se ha extraviado en ciudades hostiles, así que J. decide quedarse en un pueblo a esperarlo, como espera también las cartas que le darán la clave de la desaparición de V., la joven rusa que ha raptado de un serrallo en Estambul. En la novela se habla de la “bilocación jámblica”, un fenómeno comentado por Jámblico y los neoplatónicos, aunque una versión simplificada de esa teoría pudiera ser el cuento del hombre que no tomaba jamás el elevador porque pensaba que su alma viajaba más despacio que su cuerpo y prefería que fueran juntos por las escaleras.
Lo que admiro en Livadia, novela de José Manuel Prieto, no es tanto esa trama metafísica, sino la disposición para revelarla con un rostro picado por la viruela de la experiencia. Para J. el futuro es, a la manera proustiana, la espera del pasado en claro, la posibilidad de un tiempo recobrado en y por la escritura. El pasado, a su vez, adquiere consistencia porque transcurre acompañado de la memoria escrita, metamorfosis posible de lo real en irreal y viceversa: del dolor en el recuerdo del dolor, de lo sublime en el esbozo ridículo de lo sublime, de lo necesario en la fútil visión de una vida a la que no agregamos casi ninguna circunstancia nueva, dejando que sea el tiempo lo (único) que pase.
Prieto es atento lector de un escritor que debería convertirse en bitácora de cualquier emigrado: Vladimir Nabokov. Hay mucho de nabokoviano en ese personaje que ordena sus recuerdos mientras se dispone a emprender una nueva vida, una existencia regida por la imagen de la idílica V. Aquí el dilema del exilio no es tanto la lucha contra una realidad nueva, sino el ajuste de cuentas con el pasado, convertido en inagotable surtidor de detalles. De ahí su obsesión con los sentidos, con algunas percepciones irrepetibles. Igual sucede en Nabokov. La escena más emblemática de Máshenka, por ejemplo, es cuando el protagonista intenta recordar el perfume barato de su amada para terminar constatando que “la memoria puede resucitarlo todo salvo los perfumes, pese a que nada hay que resucite con tanta fuerza el pasado como el olor asociado a él”.
Esta curiosa irreversibilidad del recuerdo olfativo es también una buena metáfora de las limitaciones de la memoria: la vida adulta del emigrado va acompañada de cierta resignación, de un encogimiento de hombros ante la manera arbitraria en que nos llegan los recuerdos. Con el tiempo tendemos a olvidar lo inmediato y, en cambio, unas imágenes que creímos borradas reaparecen como radiantes insinuaciones durante el viaje a ritroso. Por eso lo que hace interesante unas memorias no es lo que haya vivido su protagonista, ni siquiera la época que atraviesan: son los detalles, (“¡los divinos detalles!”, Nabokov dixit), esos recuerdos de un paisaje a punto de desaparecer, una filigrana entrevista a trasluz o un juguete olvidado, que resuenan en la vida del narrador para convertirse en posibles agentes de una reconstrucción del alma.
La suma de imaginación y memoria es la manera de volver a conectarnos con ese mundo perdido que, sin embargo, sólo puede entregarnos una sucesión de fantasmas, de arquetipos frágiles que se desvanecen en cuanto intentamos la prueba de la posesión. Intentar reconstruir el pasado es un esfuerzo condenado a lo grotesco, y así lo describió Nabokov en varias ocasiones: Glory, Look at the Harlequins!… En un relato suyo, “El regreso de Chorb”, ese intento por hacer retroceder “la cinta de máquina de escribir del tiempo” revelas sus tintes más sombríos y sarcásticos. El cuento trata sobre un joven escritor emigrado que se casa con una muchacha alemana, y juntos deciden viajar por Alemania, Suiza y la Riviera. Pero ella muere en plena luna de miel al tocar un cable eléctrico en una carretera cerca de Grasse. Deseoso de estar a solas con su dolor, Chorb no avisa de la muerte a sus parientes políticos. En vez de ello, recorre en sentido inverso cada una de las etapas de su frustrado viaje de novios tratando de concentrarse en los detalles, fijando y archivando las nimiedades que había observado junto con su amada. Cuando al fin llega a la ciudad natal de la difunta, se detiene en su última capilla de peregrinación, el hotel barato donde, entre risas, se habían refugiado en su noche de bodas para librarse de las atenciones de los suegros. Incapaz de afrontar la soledad de la habitación, Chorb contrata una prostituta, no en busca de sus favores sexuales sino para que simplemente llene el lugar vacío que hay junto a él esa noche. Mientras tanto, los padres de la esposa, que llevan un mes sin recibir noticias de su hija, descubren que Chorb se ha vuelto a hospedar en aquel mismo hotel. Irrumpen en la habitación y… aquí termina el relato.
También en la novela de José Manuel Prieto el protagonista parece condenado a un final ridículo, obligado a aceptar que la vida se enturbia con el ansia de un futuro prefijado, y sólo descorre su velo después del bastonazo de esos maestros inefables que son el espacio y el tiempo. Al prescindir de su futuro “inevitable”, de su horizonte previsible, el exiliado se vuelve un emigrado.
Eso que los ingleses llaman displaced persons y los franceses émigrés o depaysés, son personas que han perdido su objetivo, gente que ya no va a ninguna parte, que ha llegado, de cierta manera, al final del camino. En alemán son Ausgewanderten, término que me conduce a un hermoso libro en el que W. G. Sebald, también un escritor emigrado, reconstruye las biografías de cuatro personajes que en un momento u otro de su existencia tuvieron que abandonar su país de origen, abandonándose, además, a sí mismos. Son historias modestas que distan mucho de los “grandes destinos”. Sin embargo, el recuento de esas vidas revela un mundo apasionante y sorprendente, anclado en los detalles, en la memoria y su misterioso poder para conmovernos.
Por cierto, en el libro de Sebald hay un homenaje más o menos disimulado a Nabokov, quien aparece en cada una de las historias como personaje accidental: the butterfly man, el cazador de mariposas. Esos guiños apócrifos alternan con extrañas imágenes y fragmentos de conversaciones, entrevistas y diarios ajenos. Para Sebald, como para Nabokov, la ambigüedad emocional es la principal característica del desarraigo: los sentimientos del emigrado tienden a ser contradictorios puesto que están relacionados casi siempre con la memoria, esa dama voluble. En Sebald ese malestar llega a convertirse en música de fondo: las frases se alargan se retuercen, adoptan una cadencia litúrgica. Pero sólo para revelarnos algo más importante: al emprender esa recherche en las esperanzas perdidas de sus antepasados, el narrador está sirviéndonos de guía en el purgatorio de la memoria. Por eso sus recuerdos de ese mundo brumoso carecen de jerarquía, no hay criterio que los organice, ningún imperativo gravita sobre la narración, nada turba el paso afelpado de un visitante sin identidad real, que gusta de pasearse entre fantasmas.
III.
Durante los últimos doce años he vivido algún tiempo en cuatro países. En todos me he sentido extraño, aunque esa extrañeza se manifestara con diferente intensidad, limitada por los mismos hábitos o dotada de un aura nostálgica. Mudándome de un lado a otro he olvidado muchas cosas. Me consuela pensar que esos olvidos son más “personales” que los recuerdos a que nos aferramos con cierta desesperación. Lo singular de cada uno, lo más inquietante, queda siempre un poco rezagado: es esa parte de ficción en nuestra vida que tal vez algún día reaparezca en un libro, propio o ajeno.
En mi caso este hallazgo tuvo que ver con una novela de Nabokov en la que el protagonista entra a un cine para ver, sin saberlo, una película en la que él mismo ha trabajado de extra algunos meses antes. Su propia imagen macilenta en la pantalla lo avergüenza y le revela la evanescencia y el azar de la vida. Sale un poco asqueado de la sala, convencido de haber vendido su sombra en aquel recinto de feria donde los chorros de luz apuntan como cañones a la muchedumbre desconocida. Mientras camina, piensa que su sombra deambula de una ciudad a otra, de una pantalla a otra, y que él jamás podrá saber qué clase de gente la verá o cuánto tiempo vagará por el mundo.
Mi lectura de ese libro fue una experiencia terapéutica. No sólo porque al cambiar tanto de país me sintiera un poco como aquel personaje que había vendido su sombra (tema que recuerda un cuento de Andersen y un relato del conde von Arnim), sino porque al fin había encontrado una explicación de algo derivado de ese hecho: “un sentimiento que bien podría llamarse nostalgia invertida, es decir, ardiente deseo de encontrarme en otro lugar desconocido”. Aquella sensación tenía un nombre, se podía escribir sobre ella. Describirla era hacer coincidir el personaje y su sombra, la mancha informe comenzaba a imitar los movimientos de su poseedor hasta conseguir una ondulante y sutil sincronía.
Desde entonces no he dejado de pensar en el exilio como una paradójica revelación de “lo esencial”, como si sólo lejos del mundo previsible, conocido y habitual pudiéramos tener una vista panorámica de la “verdadera vida”. Por una extraña inercia, los pasajes más significativos de mi pasado tienen que ver con viajes y libros; mi vida está como reflejada en un cristal ajeno. Pero esa inercia me regala a cambio un lugar imaginario donde lo “importante” cede paso sin culpa a lo “superfluo”, gobernado por el flujo de detalles con los que una sensibilidad forma su embrión inicial. Gracias al tiempo que he vivido fuera de mi país, mi futuro comienza a ser algo ajeno a la irrupción histórica, algo que, a diferencia de otras “teorías” o de las manoseadas “ideas generales” reviste una consistencia casi táctil con que la percepción asegura su continuidad mínima.
Cuando empezamos a sospechar que una vida puede tener un curso decidido de antemano hilamos cada uno de sus detalles y nos sentimos obligados a mirar lo circundante con nuevos ojos, pues cada sensación está obligada –o al menos, eso creemos– a poseer un íntimo porqué. Y aún si luego el “destino” resulta el pálido reflejo de una presunción, ya hemos sentido el pálpito del mundo, algo parecido a la mañana posterior a una noche de alcohol: cualquier resplandor se vuelve insoportable, y sin embargo, en ese aparente embotamiento descubrimos una agilidad inesperada, una imagen.
Al optar por la reconstrucción de un pasado disponemos de una ventaja inicial: cualquier recuerdo sirve para empezar. La memoria no requiere de ninguna genealogía ilustre si uno conserva el gusto por las palabras. Ambiguo reducto de placer, el pasado nos advierte que al seguir la flecha del tiempo traicionamos “algo”, casi siempre contrario de lo que “debe hacerse”. No hablo de recuerdos personales, esas manoseadas postales de lo memorioso, sino de la memoria como actividad que nos separa del curso utilitario de las cosas, o mejor dicho, que existe gracias a que puede prescindir de ese curso. Acostumbramos a pensar en la vida que “debemos vivir” y en lo que “debemos hacer” como el lado “objetivo” de las cosas, el reverso de ensoñaciones más o menos elaboradas. Pero quien aguce sus sentidos terminará descubriendo en su ensoñación la secreta lógica de todo lo existente. Mientras que al escarbar en las aspiraciones más “reales”, las sorprenderemos muchas veces atadas a teorías y conceptos demasiado vagos (éxito, poder, felicidad, ¿qué significan exactamente?), si no esclavizadas al mundo fantasmagórico de los clichés.
Por eso evito pensar en el futuro, que nos devuelve al mundo como abstracción e impide reparar en el polvillo iridiscente de la vida. Esa sería la única “madurez” provista de sentido: el momento en el que la torsión súbita de la memoria nos ayuda a distinguir la verdadera altura del presente bajo su calado engañoso.
IV.
En una de las historias de Los emigrados, en la que Sebald refiere la biografía de un tal Ambros Adelwarth, hay una curiosa alusión a cierto “síndrome de Korsakoff”, enfermedad mental que lleva el nombre del psiquiatra ruso que la descubrió, Serguéi Serguéievich Korsakov (1854-1900), y que consiste en compensar la pérdida de la memoria con fantásticas invenciones. Las personas que sufren ese síndrome son incapaces de recordar sucesos de su pasado reciente, incluso inmediato; sólo retienen esa información unos instantes antes de sumergirse en la fabulación, en recuerdos detallados y convincentes de sucesos que no han ocurrido jamás. Estos pacientes tampoco experimentan continuidad entre una experiencia y la siguiente; su olvido puede oscilar entre apenas unas semanas y hasta 15 o 20 años antes de comenzar a padecer el trastorno. Esta amnesia nunca es total ni uniforme, puesto que las “islas” de lo recordado pueden ser descubiertas mediante un persistente interrogatorio. No se trata de una metamorfosis radical sino de una “tierra de nadie” donde conviven la imaginación y el desvarío.
¿Acaso todo emigrado no necesita también reconstruir su mundo, reinventar la narración que conforma su identidad? ¿Acaso para ser “él mismo” no está obligado a recolectar despojos de su yo, a rearmar las piezas de su drama interior, aun a costa de una ambigua veracidad? ¿No representa la literatura un esfuerzo equiparable por conferir realidad y continuidad a un espacio en blanco, a un mundo que se esfuma y sobre el cuál sólo podemos tender puentes en una especie de frenesí mitomaniaco? ¿Cuánto hay de peligroso en ese recurso que nos liberaría, en la medida de lo posible, del vasallaje de la realidad inmediata, por el expedito recurso de confundirla con la reinvención creadora de la memoria?
Todo emigrado es, pese a las apariencias, un futurópata. No teme un futuro en particular, mejor o peor por una u otra razón, sino que evita cualquier perspectiva, cualquier plano que organice sus sentidos, como esos trucos de piso ajedrezado que vemos en los manuales de dibujo. A cada rato practica, casi por costumbre, la aburrida gimnasia de la profecía. Pero en el fondo recela de un tiempo domesticado, ineludible. Comprende que ha perdido su tiempo “natural”, y empieza a revalorar un tipo de imaginación en donde el estilo, “esa señal de transformación que el pensamiento del escritor hace sufrir a la realidad” (Proust) adopta la forma de una inversión temporal: un cambio del futuro por el pasado, de lo previsible por lo provisorio. Esa metamorfosis temporal en nombre de un estilo implica también un cambio en la relación con el prójimo. Si en un mundo regido por el futuro todos somos grises ciudadanos de “lo que vendrá”, atletas de alguna vana carrera circular, en un mundo de pura memoria todos somos fantasmas, muertos vivos, personajes de nosotros mismos.
Una leyenda recogida por Leo Frobenius en Atlantis cuenta la singular historia de un pueblo fantasma: “Cuando uno se aleja mucho en sus correrías se encuentra en el mercado –ya sea en Ife o en Dahomey, o en el país de los Ewe– con gente que ha muerto en su país y se ha retirado allí para no ser reconocida. Cuando ven a algún compatriota conocido se escabullen a toda prisa y cuidan de no ser vistos nuevamente”. Yo mismo y casi todos aquellos que conozco estamos en la piel de esos zombies. Vivimos en retiro, de una u otra forma; vagamos por un mundo perdido. Por lo general evitamos encontrarnos pues nos recordaríamos ese estado de incomodidad. (Otras veces, en un acto que es reflejo especular del anterior, procuramos a nuestros semejantes para que nos recuerden esa misma extrañeza).
Sin duda, los sentimientos de solidaridad se malquistan cuando uno carga con algo perdido. Es fácil malinterpretar este hecho, juzgándolo reflejo, una especie de mimetismo con respecto al uso predominante en lugares donde la intimidad aún conserva cierto valor reglamentario. Atrás ha quedado la colectivización inducida de los hábitos más nimios. Somos “libres”, estamos a solas con nosotros mismos. Pero, ¿cuánto hay de miedo tras esta esquiva del semejante, ese ser que nos obligaría a viajar al pasado? Estos últimos años he llegado a creer que ese miedo es el componente esencial de nuestra civilidad de emigrados, y que por eso hemos convertido nuestros recuerdos en los túmulos funerarios de nosotros mismos, de lo que fuimos y de lo que no pudimos ser, de aquello que nunca tuvimos y de lo que poseímos con la alegría del conocimiento iniciático, de lo que no somos y de lo que ya no podremos ser. Me temo que la empresa de revisar el futuro entre quienes estamos “fuera” puede convertirse en un tétrico paseo por esos túmulos; un viaje en el que, a fin de cuentas, sólo podremos desenterrar algunos huesos confusos para armar con ellos el esqueleto de una figura ritual.
* *
Imagen: “Keeping All My Ships in the Harbor” de Nadja Bournonville, seleccionada por Marisa Espínola de Espacio en Blanco. (Más)
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