Bola negra
Mario Bellatin
1- BLACK BALL RELOADED
Primera mirada de autor al bande desinée Bola Negra*
Ayer me escribieron para informarme cosas acerca del escritor checo Bohumil Hrabal. Contesté que al final de sus días no pareció soportar la soledad demasiado ruidosa en la que vivía. Trepó por eso al alféizar de una las ventanas superiores del asilo donde se encontraba internado y saltó al vacío. Me respondieron a su vez diciéndome que durante sus últimos años estuvo obsesionado con el trajinar de las palomas que veía a través de los vidrios del pabellón donde se ubicaba su cama. Quizá deseó convertirse en un ave más, me aseguraron en el mensaje. Quizá por ello eso se aventuró a tratar de volar como una de ellas. Quien me enviaba aquellas notas era mi psicoanalista. Una terapeuta con la que compartí una infinidad de sesiones hace algunos años. Recuerdo que las terapias no las pagaba con dinero sino con textos. Precisamente el síntoma evidente que me llevaba allí era la falta de dinero. Estar incapacitado para pagar por algún bien o servicio. Tal vez por la naturaleza de la persona de la que provenía la información me puse a pensar durante esos días en las palomas. ¿Más bien, no habrían hartado de tal modo a Hrabal hasta llevarlo al suicidio? ¿El arrullo constante que suelen producir no lo habría hecho concebir el término de la soledad demasiado ruidosa que repitió en muchos de sus escritos? Hoy mis perros mataron una paloma. A dos cuadras de mi casa se había formado en un parque un gran charco ocasionado por las lluvias de la noche anterior. Algunas personas se encontraban al lado del agua. Estaban frente a una señora que ofrece desayunos ambulantes durante ciertas horas. Algunas palomas comían los restos que les arrojaban los desayunadores. Yo había salido de mi casa con los perros momentos antes. Al llegar a esa zona Isaías y Manga tomaron a una de las aves y la dejaron malherida en medio del charco. Los desayunadores protestaron. Yo huí. Al ver lo que estaba ocurriendo, pocos metros más adelante di la media vuelta. Los perros me siguieron. Mientras caminábamos giraban la cabeza una y otra vez hacia la presa vencida. Seguramente deseaban seguir mordiéndola. O tal vez traerla para ofrendármela como trofeo. Escuché a alguien que gritaba a mis espaldas ordenándome que levantara el cuerpo muerto y lo colocara sobre la rama de un árbol. Me pareció un pedido curioso. Tal vez esa persona pensaba que para una paloma era más digno morir en una rama que en un charco oscuro. Pensé en la cada vez más complicada relación entre los hombres y los animales. En las premisas actuales. En los deberes que tenemos que cumplir en estos tiempos. En preceptos que algunos años atrás nos hubieran parecido inimaginables. Por ejemplo, el hecho de no comprar animales sino adoptarlos. El de tenerlos operados tanto a hembras como a machos. Olvidar por completo mutilarlos inútilmente o hacerles cortes de pelo en virtud de obsoletos estándares de belleza animal. Pensé también en los insectos que nos rodean. En lo nocivos que suelen ser, salvo que se trate de aquellos con los que solemos alimentarnos. Justamente acabo de realizar un trueque de hormigas gigantes por los libros que estoy realizando actualmente. Pensé también en las ratas que siento de vez en cuando debajo del piso de mi estudio. Recibí hoy también otra llamada. En ella me informaron que el perro que hacía más de ocho años le entregué a mi editora acababa de morir envenenado por morder a un sapo. Mi editora está desolada. Había llevado al perro a su casa de campo y allí ocurrió el accidente. Se trata de un veneno para el cual no existe ninguna clase de antídoto. En el momento de la llamada mi editora se encontraba en la sala de espera de un horno crematorio para animales domésticos. Cuando escuché la noticia yo no había salido aún a pasear a los perros. Después del incidente en el parque regreso a mi casa. Los perros están excitados. Ignoro si es por el asunto de la paloma o porque no han realizado completo el paseo matutino. Tanto Perezvón como Manga como Isaías como Abelardo dan incontables vueltas a mi alrededor. Sin hacerles caso y pensando que los sacaré nuevamente a media mañana me acomodo en mi estudio y abro el libro Bola Negra que está estructurando el artista Liniers. Admiro su portada verde. La bola efectivamente negra al centro. El verde que cubre casi todo el espacio me da la impresión de provenir de algo sintético. No pienso en ningún símbolo de la naturaleza al mirarlo. De alguna manera siento que se trata del verde adecuado para acompañar el trance que significa discurrir a través de un libro como Bola Negra. Un verde ideal para, entre otras cosas, describir lo falso como se nos presenta la cacería semisalvaje de una paloma en un charco creado por la lluvia nocturna. De ese color deben de ser las hojas del árbol donde los desayunadores me pidieron que colocara el cuerpo maltrecho del ave. Sin duda es el tono que luce el sapo venenoso. Según la noticia, el perro de la editora lo llevaba muerto entre las fauces. La bola negra me hace recordar a una bola de bowling. También a la pesada bola atada a la pierna de algún condenado a muerte norteamericano. Esa bola puede representar también el interior del universo. Yo soy de los pocos que saben que se trata de una suerte de bolo alimenticio. De la mola en que se convirtieron tanto el insecto hallado en las selvas del África que aparece en el texto como el entomólogo que lo encontró. Pero trato en ese momento de fingir que desconozco su origen. Cuando paso la página comprendo que se trata en realidad de la bola de donde surgen mis pesadillas más terribles. Me veo entonces de pie frente al atril de un escenario. Aparezco sin brazo. Se supone que hay alguna cantidad de público presente en la suerte de auditorio donde estoy presente. Vuelvo a advertir que me falta un brazo. Me sorprendo. En la primera escena del libro Bola Negra ideado por Liniers, el escritor Mario Bellatin aparece sin el brazo derecho. Lleva rígida y vacía la nada que muestra. Es muy extraño verlo así. Sin el brazo derecho. ¿Lo habrá dejado entre bambalinas? ¿Se tratará de una broma que le tiene preparada a su público? Su cabeza luce calva como siempre y se representa a la perfección el corte de la camisa de sacerdote que suele utilizar cuando no lleva puesta una túnica negra. Estoy nervioso. Se trata de la vivificación de la peor de las posibilidades que se le pueden presentar en la vida a un escritor de esa naturaleza. No creo que sea capaz de soportar encontrarse sin brazo en medio de un auditorio. Pero ya está plasmada en la obra Bola Negra esta escena inaguantable. Mario Bellatin recuerda que en el libro Flores hay también un personaje similar. Aunque a diferencia del que aparece en Bola Negra el de Flores se presenta desnudo y sin pierna en el escenario de un teatro repleto de público. Me parece que en aquel libro, Flores, es un escritor el que está experimentando una pesadilla semejante. Un mal sueño que ha comenzado cuando sintió que vivía dentro de una violeta que cultivaba su madre en una maceta. Cuando el sueño avanza debe bailar desnudo y sin pierna. Se trata del número preliminar para presentar a las estrellas de la noche. A los Mellizos Kuhn. A ese par de hermanos encontrados en un desfiladero dentro de una canasta. Los mismos que fueron remitidos de inmediato al orfanato de la ciudad. En aquella institución existía la modalidad de ser madre adoptiva por turnos. Una serie de mujeres deseosas de ejercer el rol de madres se inscribía y escogía tanto el tipo de niño con el que deseaban experimentar su papel como el horario que mejor podía acomodarles. Apenas llegaron esos niños las mujeres pelearon por obtener la custodia temporal que les ofrecían. A uno de ellos le faltaban los brazos. Al otro, las piernas. Muchos años después lograron montar una coreografía que atraía y al mismo tiempo espantaba a cualquiera que la apreciara. La fama de los mellizos se extendió rápidamente. Fue tal su éxito que llegó a convertirse en el capítulo de Flores que Mario Bellatin rememoraba en ese momento. Miro con más detenimiento el libro Bola Negra y veo entonces mis dientes. Aparecen de manera nítida cuando en la ficción he llegado ya frente al micrófono para comenzar a relatar en voz alta el texto Bola Negra. El entomólogo Endo Hiroshi decidió cierta mañana dejar de comer todo aquello que pudiera parecerle saludable al resto de las personas…
2- Esos dientes hoy no están colocados de esa manera. Aquí se ven separados, prominentes, diabólicos. Ahora se encuentran peor. Han sido rebajados hace dos días hasta volverlos puntiagudos y amarillentos. Han sido convertidos en los dientes propios de alguien con ciento cincuenta años de edad. El dentista me convenció el lunes de que podía arreglar los que vengo trayendo desde la niñez. Utilizó una serie de recursos para lograr mi aceptación. El más contundente fue el que se refirió a la vergüenza que debía causarme salir en las fotos de prensa con una dentadura cuadrada y con las piezas separadas, como la que aparece en la versión de Liniers del libro Bola Negra. Ignoro la manera en que el dentista conoce ese libro. Desconozco también su familiaridad con las imágenes que aparecen en la obra. Tengo estas dudas principalmente porque el libro no ha sido todavía publicado. Me asusta pensar en la existencia de dentistas que llegan a conocer de esa manera los dientes de sus pacientes. Incluso los que son imaginados a cientos de kilómetros de distancia. No me queda más remedio que aceptar. El dentista comienza con su trabajo. Lima las puntas. Va afilando las piezas hasta que siento que se convierten en unas pequeñas tripas. Se transforman en una serie de estalactitas entre las cuales advierto la entrada del aire del exterior. Una hora después el dentista me pasa un pequeño espejo para que los vea. Me horrorizo. Me invade una sensación parecida a la que sentí esta mañana al ver a mis perros matando una paloma o cuando me enteré de la noticia de que el perro de mi editora acababa de morir por efecto de un sapo venenoso. Quizá se trate de la misma impresión que experimenta el público que acostumbra acudir a los espectáculos de los Mellizos Kuhn. Aparte de haberse convertido en una suerte de tiras aisladas entre sí, los dientes han perdido además todo resto de color. Me encuentro ante piezas que carecen totalmente de vida. Tienen un tono que no llega al negro profundo, pero es oscuro —oscuro como tal vez debió haber sido en algún momento la bola negra que aparece en la portada del libro—. Si los desayunadores de aquella mañana hubiesen estado presentes en el consultorio me habrían instado de seguro a colgar los restos que quedaban en mi boca en la rama de algún árbol. Me los imagino colocados allí. Para apreciarlos de esa manera primero habrían tenido que extraerlos y haber multiplicado miles de veces su proporción. Habrían tenido que crecer mucho aquellas estalactitas que llevaba por dientes. Volverse flexibles además. En cada rama de aquel árbol estaría cada uno de los gigantes y afilados dientes de Bellatin adoptando la forma de la superficie que los acoge. Como aquellos relojes cansados que todo el mundo ha visto por allí. Mientras sostiene el pequeño espejo el dentista parece satisfecho con su trabajo. Me pregunta a cada momento si me duele. Es cierto. Hay dolor. Advierto entonces que el horror que experimento no sólo proviene de lo que estoy viendo reflejado en la luna sino del dolor que me causa mi dentadura. El profesional me dice que ya está pasando el efecto de la anestesia. Reparo recién en ese momento que aquellos pinchazos que sentía se trataba de las inyecciones que me fue administrando durante el proceso. Añade que no me preocupe. Afirma que de esa manera no saldré a la calle. Puntualiza que lo tiene todo preparado. Me pondrá unas carillas que harán de dientes falsos provisionales y me recetará algunos analgésicos. Finalmente hace lo que dice. Me deja solo unos momentos interminables. Trabaja luego en mi boca. Va y vuelve. Hace que abra y cierre las mandíbulas. Toma moldes. Cuando termina el trabajo me miro nuevamente al espejo y veo otros dientes. No como los separados tétricamente que aparecen en la bola negra de Liniers. Que se ven precisamente en el momento en que empiezo a mencionar la existencia del entomólogo Endo Hiroshi. Aunque tampoco se aprecian como los afilados y negruzcos que aprecié minutos antes. Son unos dientes extraños los que luce Bellatin en ese momento. No se trata de los que traía consigo esa mañana. El dentista añade que tampoco son con los que se quedará. En la boca de Bellatin están los dientes que serán suyos sólo durante tres días. El viernes de esa misma semana deberán ser cambiados por los definitivos. Me alarma lo que suceda después de ese viernes con la imagen inicial de la boca del autor que aparece en el libro Bola Negra de Liniers. ¿Cómo hacer para demostrar que los dientes de Bellatin ya no son los dientes de Bellatin? Ni siquiera se trata de una dentadura postiza. En este caso son los mismos dientes. A Bellatin incluso se le niega de esa manera la opción no sólo de sacarse el brazo y dejarlo detrás de bambalinas, sino también la de sacarse los dientes y hacerlos dormir en un vaso de agua que seguramente beberá en medio de la noche algún huésped distraído. Antes de partir Bellatin advierte que ha pasado ocho horas sentado en el sillón dental colocado en medio del consultorio. Le parece un exceso haber hecho semejante esfuerzo y haberse dejado manipular de esa manera sólo porque el dentista ha visto sus dientes en el libro Bola Negra de Liniers. Para Bellatin el día ya está muerto. No tiene ya ganas de hacer nada durante la jornada. Sale a la calle y el frío del viento le causa un agudo dolor. Siente además que las piezas provisionales que lleva puestas han sido mal pegadas. Debe realizar determinado gesto con la boca para evitar que se caigan. En ese momento hubiera deseado pertenecer a la Caravana de los Seres Desdentados que aparece en el libro Bola Negra. Ser parte de aquellos infelices que cuando sienten caer la última pieza dental saben que deben partir hacia la muerte. Bellatin escuchó de niño esa historia una y otra vez. Se la narró su abuela. Aquella narración le fue contada a la abuela a su vez por la madre de una familia japonesa que se mudó al lado de la casa familiar huyendo de una de las tantas oleadas de hambruna de Oriente. La abuela le dijo a Bellatin que para la vecina la historia de su vida no pareció terminar de esa manera. A la abuela no le constaba que la vecina se hubiera visto obligada a tomar alguna decisión después de verse despojada de su última pieza dental. Para la abuela el relato de la Caravana de los Seres Desdentados tuvo su final la noche en que las fuerzas del gobierno hicieron una razzia de inmigrantes japoneses para ser embarcados hacia campos de concentración en los Estados Unidos. La vecina y su marido se suicidaron esa misma noche. La abuela me contó que horas antes le encargaron a sus dos pequeños hijos. Uno era muy gordo y la otra flaquísima. Me dijo también que una hora después escucharon un disparo seguido de otro. El marido primero mató a su mujer y después se suicidó. La vecina le había pedido que escondiera bien a sus hijos. Al gordo y a la flaca. Que los tratara como si fueran propios. Pero mi abuelo entregó a los niños a la policía poco después de escuchar los disparos. Creo que a manera de disculpa, mi abuela me dijo en ciertas ocasiones que en aquella época se vivían tiempos difíciles. Que no debía reclamar por la conducta del abuelo ni de la del resto de la familia. Creo que por acciones de esta naturaleza entiendo más que nunca a Bohumil Hrabal trepando por el alféizar con el supuesto fin de espantar a las palomas. Cuentan que su caída fue estrepitosa. Que no mostró ni por asomo la elegancia con la que un ave realiza su vuelo final. En realidad las aves mueren acurrucadas en sí mismas en algún rincón de la naturaleza. Recuerdo haber visto a varias moribundas en las playas del sur. Pensaba, cuando era niño, que las gaviotas imposibilitadas de volar se quedaban quietas porque habían decidido hacerse amigas de las personas. Apenas aparecían a mi vista las perseguía. Intentaba darles algo de comer. No advertía que muchas de ellas cojeaban. Otras se quedaban quietas dejando que mi mano las acaricie. Horas después las encontraba muertas. Se quedaban quietas mirando hacia la nada. Se negaban a comer ni una migaja de pan. Parecían rechazar de una manera atávica todo lo que pudiera parecerle saludable al resto de las personas. De la misma manera que Endo Hiroshi, el mismo que afirmó cierta mañana dejar de comer todo aquello que pudiera parecerle saludable al resto de las personas. Enseguida Mario Bellatin colocó la mano sobre la hoja de papel colocada sobre el atril donde se encontraba leyendo el texto Bola Negra. Una mosca gigante apareció frente al micrófono. Una mosca semejante a las que suelen volar alrededor de los cadáveres cuando comienzan a descomponerse. Semejante a las que seguramente revolotearon alrededor del cuerpo de la paloma colocado en la rama de un árbol por los desayunadores que miraron aterrados cómo mi perro Isaías le destrozaba el cuello en un instante. O dando vueltas sobre las violetas que cultivaba dentro de una maceta la madre del escritor sin piernas. Era una mosca que me aterró aún más que haberme presentado sin brazo delante del público a leer el texto de Bola Negra. Un texto donde un entomólogo decide de pronto dejar de comer todo aquello que pueda resultarle saludable al resto de las personas.
3- El entomólogo Endo Hiroshi decidió cierta mañana dejar de comer todo aquello que pudiera parecerle saludable al resto de las personas. Tomó la decisión luego de la noche de insomnio —provocado quizá por el recuerdo de la vieja cocinera de la casa partiendo hacia la Caravana de los Seres Desdentados—1 que siguió al banquete de bodas de sus padres. Durante aquella noche había sentido, entre dormido y despierto, la desaparición de sus brazos y piernas provocada por la voracidad descontrolada de su propio estómago. Fue tal la agresividad que mostró aquel órgano que Endo Hiroshi, con las primeras luces del alba, ya se sentía miembro del bando de aquellos que comen sólo para estropearlo. De los que pretenden transformarlos en apéndices casi inservibles. Endo Hiroshi conocía de cerca historias de jóvenes, que morían mostrando una delgadez extrema por negarse de pronto a comer ni un grano de arroz. Algunos decían que muchas de aquellas inapetencias eran causadas por alguna desilusión amorosa, y otros que se producía por seguir de una manera estricta la imposición de las modas que provenían de Occidente. Por el contrario, sabía también de hombres y mujeres que comían hasta hartarse mostrando en sus corpulentos cuerpos la imposibilidad de abstraerse al desenfrenado deseo de representar dentro de sí mismos el universo entero.2 En su familia, en más de una ocasión se habían dado las dos situaciones opuestas. Se presentó incluso el caso de unos primos, mellizos, en el que la hermana se consumió producto de la anorexia y el hermano se convirtió en un destacado luchador de sumo.3 Endo Hiroshi recordaba también algunas historias de los años de guerra, que oyó de niño, en las que solía hacerse referencia a una escasez tal que obligó a muchos a matar por una ración de arroz o un trozo de pescado.4 Asimismo había escuchado relatos de la existencia de carne de roedor envuelta en delicados sushis, y de jóvenes que se dedicaban a atrapar moscas para después consumirlas a manera de mijo.5 Parece que el impacto de esos cuentos motivó que el entomólogo Endo Hiroshi adquiriera, desde pequeño, un espíritu que de cierta manera mezclaba una suerte de aversión y reverencia hacia la comida. Por ese motivo nunca dio la impresión de estar de acuerdo con aquella expresión extranjera, que afirmaba que la cocina de su nación parecía estar hecha más para la apreciación visual que para ser consumida.6 En casa de sus abuelos, donde pasó parte de su infancia porque a sus padres les estaba prohibido vivir juntos mientras no muriera la cocinera, no se acostumbraba desperdiciar nada comestible. Muchas veces —basados principalmente en el libro de enseñanzas del Profeta Magetsu, del cual toda la familia era devota— se había ejercido una peculiar manera de preparar los alimentos, que consistía en enterrar los ingredientes varias horas seguidas en medio de piedras encendidas con leña o carbón. El Profeta Magetsu, monje del que se dice que no había tenido una sino muchas muertes, concebía la creación del universo como un obsequio de la madre tierra a los elementos constitutivos del cosmos, entre los que estaba incluido, por supuesto, el ser humano. Durante un viaje que hizo al África, invitado por la sociedad de entomólogos de la que formaba parte, Endo Hiroshi debió consumir todo el tiempo alimentos empaquetados, que compró en un negocio cercano a su casa que le recomendaron los miembros de la asociación a la que pertenecía. Realizó por eso aquel viaje llevando en sus maletas botes, platos y vasos de plástico que contenían distintas fórmulas de alimento deshidratado. Endo Hiroshi sólo debía agregar agua hirviendo a los recipientes para conseguir una cierta variedad de comidas que, de algún modo, guardaban un lejano parentesco con las que originalmente se consumían en el país. Esta excursión fue bautizada, por el mismo entomólogo Endo Hiroshi, como “El largo viaje del agua hirviendo”, pues fue fundamental en la trayectoria la presencia de teteras y de estufas portátiles que le permitieron no sólo alimentarse de forma adecuada, sino además tomar el té a la manera tradicional. Endo Hiroshi habría podido prescindir por varios días de la comida, pero mientras estuviera despierto le era prácticamente imposible dejar de tomar té por más de cuatro horas seguidas. Algunos entomólogos le aconsejaron que aprovechara el viaje y probara uno de los tantos insectos comestibles que se consumían en las regiones que iban visitando. Desde las hormigas comunes, que eran servidas bañadas con miel dentro de cucuruchos de papel, hasta la pulpa de ciertas tarántulas de patas azules que vivían únicamente en la copa de ciertos árboles.7 Mientras iban alimentándose con estos especímenes, era común que los miembros de la expedición hablaran de las propiedades nutritivas de los insectos. Algunos años atrás ciertos expertos, principalmente el científico Olaf Zumfelde de la universidad de Heidelberg, habían construido una tabla donde se detallaba la cantidad de proteínas de los invertebrados que era asimilada de manera inmediata por el cuerpo humano.8 Sin embargo, Endo Hiroshi no probó nada distinto a los alimentos envasados que había comprado en su país. Continuó con la travesía llevando siempre consigo sus comidas empaquetadas, el té, su tetera, y la pequeña hornilla que funcionaba con pilas. Faltando unos días para el final del viaje, en el que trabajó con su diligencia habitual, halló un extraño espécimen que se creía extinguido. Encontró un ejemplar desconocido. El único del que se tenía memoria, el Newton Camelus Eleoptirus, era de otro color. Logró guardarlo en la mejor de las condiciones posibles, y sin decirle nada al resto de la expedición lo llevó consigo en el viaje de regreso. Una vez desembarcado, se dirigió directamente al laboratorio que tenía montado en la parte trasera de la que después sería casa de sus padres.9 En ese entonces, sus padres aún estaban solteros y vivían separados. Pese a esta situación, los miembros de la familia se encontraban todas las noches en esa casa, que habitaba Hiroshi desde la infancia, para rezar las oraciones del monje Magetsu. Endo Hiroshi sabía que el hallazgo del insecto era fundamental para su carrera de entomólogo. Su nombre, Hiroshi, iba a ser utilizado a partir de entonces para nombrar siempre a la especie cazada. Según sus conocimientos, y el de otros muchos investigadores, el insecto que se conocía era azul y no rojo como el que Hiroshi había encontrado. Hiroshi Camelus Eleoptirus sería el nombre que llevaría esta nueva variedad. Pero cuál no sería su sorpresa, cuando al abrir la caja de plástico encontró sólo una pequeñísima bola negra en lugar de su insecto. La bola era tan minúscula que incluso fue curioso que se diera cuenta de su presencia. La caja había sido diseñada especialmente para transportar ejemplares de esa naturaleza. Es decir, insectos de pequeñas y medianas proporciones. Las fabricaban exclusivamente para los miembros de la sociedad de entomólogos a la que pertenecía. Estaban hechas de tal modo que los insectos atrapados podían vivir mucho tiempo en su interior. Era impensable que se hubiese escapado el eleoptero encontrado la semana anterior. Endo Hiroshi lo había visto en el aeropuerto de Nairobi antes de abordar el avión de regreso. Dentro de la nave le había echado otra ojeada y el día anterior, inmediatamente después de instalarse nuevamente en su casa, lo había estado contemplando largo rato bajo unas lentes de entomólogo.10 En esa última ocasión estuvo comparándolo no sólo con el Newton Camelus Eleoptirus que aparecía en una ilustración del libro de insectos que siempre llevaba consigo, sino con una serie de tratados especializados que llenaban la biblioteca de su estudio. Fue tal la impresión ante la ausencia que no reparó en la llegada de sus padres a la casa, quienes a partir del regreso sano y salvo del hijo se preparaban a reanudar las oraciones en la sala principal de la casa. Durante las semanas que había durado el viaje al África no habían tenido otra alternativa sino la de rezar en el propio templo del Profeta, que se levantaba en las faldas del monte principal. Para lograrlo habían tenido que realizar fatigosos ascensos. Las cosas no podían hacerse de otro modo. Era tal la prohibición antes de la muerte de la cocinera que los padres no solamente estaban impedidos de vivir juntos antes de que se casaran, sino que ni siquiera podían permanecer un minuto en el casa principal sin la presencia fìsica del hijo. Hiroshi escuchó que lo llamaban, querían seguramente saludarlo pero quizá lo más importante era que los ritos religiosos no podían comenzar en su ausencia. Shikibu, la vieja sirvienta, terminaba en esos momentos de preparar la gran olla de arroz blanco que se ofrecería luego de la ceremonia. Desde que había cumplido los quince años de edad, el cuenco de arroz que se servía después de las oraciones era el único alimento que Endo Hiroshi consumía durante la jornada. Arroz y, como se señaló, varios litros de té. Cualquiera hubiera dicho que esa dieta lo pondría delgado y débil. Sin embargo, su lozanía demostraba lo contrario. Como los viejos monjes, incluso como el mismo Profeta Magetsu, un cuenco de arroz diario era comida suficiente para atravesar la vida entera. Respecto a esta idea se dice que una de las muertes del Profeta Magetsu, al parecer la definitiva, ocurrió cuando el Profeta decidió permitir que su cuerpo fuera el alimento de su propio cuerpo.11 Para dejar evidencia del proceso, en el que su carne desapareció gradualmente para curiosamente convertirse en una huella de su propia carne, contó con la presencia de su discípulo, Oshiro, quien escribió en un gran pergamino de papel de arroz, disponible actualmente para quien quiera consultarlo, las palabras que su maestro le fue dictando durante el proceso. El maestro se limitó a pronunciar cada día una palabra. Curiosamente, la última puede ser traducida como paz. Resulta extraño que un ser de la altura espiritual del Profeta Magetsu, al final de un proceso de muerte tan complejo como el que llevó a cabo, hubiese pronunciado una palabra cuyo sentido para muchos puede resultar más que obvio. Antes de comenzar el ritual de adoración al Profeta, tanto los padres como Endo Hiroshi debían proceder a revisar los dientes de la anciana cocinera. Los padres fueron siempre los más interesados en aquella inspección, pues sólo podrían casarse y gozar a plenitud su condición de señores de la casa cuando aquella mujer perdiera la dentadura completa. El día en que no pudiera volver a comer la cocinera moriría por inanición durante el viaje solitario —un camino sin fin que debía iniciar en uno de los tantos caminos que rodean al monte principal—, que tendría que emprender la misma noche de la celebración de las bodas de sus señores. Bastaba que en la inspección de la dentadura se detectase la ausencia de todas las piezas para que, de inmediato, se iniciaran los preparativos de la celebración. Por lo general, dos días después estaba todo consumado. Los señores ya eran marido y mujer. Durante esas jornadas la anciana no podría probar ni una migaja del banquete nupcial, estado que sería fundamental para que en su camino a la muerte las acciones se precipitasen lo más rápido posible. Unos minutos después, luego de los saludos de rigor y de presentar sus respetos a la imagen del Profeta Magetsu, se procedió a la inspección de la boca de la cocinera. Todavía no era el momento de comenzar las oraciones en regla, pues era importante, para encontrar el tono adecuado de practicarlas, saber si se oraba conociendo que la cocinera contaba con piezas molares o no. En esa ocasión, pese a cumplirlos a cabalidad, Endo Hiroshi no le dio ninguna importancia a los ritos que dirigía. Estaba consternado con la desaparición del insecto. Pero, como fiel devoto, disimulaba lo más que podía. Se había colocado su tradicional túnica y, después de saludar a sus padres como lo debe hacer cualquier hijo que regresa de una larga expedición les comenzó a arrojar, a sus cuerpos tendidos, el agua correspondiente —que iba sacando de un pequeño cuenco de madera—. Luego de los saludos, los padres se habían acostado en el suelo boca abajo y cuán largos eran. Cuando se terminó aquella parte del ritual, notaron la ausencia de la cocinera. Los padres intuyeron, al instante, la verdad. Se dirigieron rápidamente a la cocina donde encontraron a la anciana, escondida detrás de las leñas del fogón. Como lo presumieron, al abrirle la boca, descubrieron que la última muela, que los había tenido en vilo durante los últimos años, había desaparecido. Mientras la vieja sirvienta suplicaba y se negaba a separar nuevamente las mandíbulas, Endo Hiroshi, quien había seguido a sus padres hasta la cocina, pareció comprender entonces lo sucedido con su insecto. Entendió que la minúscula bola, que había hallado en lugar del exótico ejemplar, se trataba de una especie de estómago del insecto. Aunque en realidad parecía ser nada más que el bicho deglutido por sí mismo. No podía serle extraña una teoría semejante. No en vano había pasado casi toda su vida, exactamente todos los momentos que le dejaba libre su profesión de entomólogo, dirigiendo los ritos del monje Magetsu. Parecía haberse repetido, en su caja de entomólogo, el proceso por el que había transitado el monje antes de morir de manera definitiva. Aquella bola tenía que ser una masa informe, conformada por los elementos que habían constituido al pequeño bicho. Los gritos de la anciana fueron desgarradores.12 Los padres se mostraron inflexibles. Finalmente la anciana calló —mostró de pronto un repentino silencio que pareció ser una rotunda aceptación de su destino—. Los padres pudieron entonces, tranquilamente, discutir los preparativos de la boda. Principalmente hablaron del banquete. Servirían comidas tradicionales. No habría toques modernos, salvo los besugos ofrecidos a los recién casados antes de que comenzase la ceremonia. Había que pensar en el cocinero que tuviera la maestría suficiente para preparar el Besugo fantasma.13 La receta consistía en destazar el pez hasta dejarlo descarnado pero vivo, para luego introducirlo en una pecera que sería puesta en el centro de la mesa de los novios. La pareja de recién casados comería la carne mientras el animal seguía nadando, moribundo, mostrando sus órganos internos a todo el que quisiera verlos. Como señal de buen augurio para el matrimonio, la comida debía durar el tiempo exacto que tardaba el pez en morir. El entomólogo Endo Hiroshi corroboró aquella noche sus sospechas. Luego de que condenaran a Shikibu y que realizaran, de una manera más intensa que la habitual los ritos para el Profeta, ya en su habitación y con la ayuda de un microscopio vio que, efectivamente, el insecto parecía haberse consumido a sí mismo. Sin razón aparente, experimentó un acceso de náuseas. Vomitó. Mientras tanto, en la planta baja, sus padres continuaban con los planes. A partir de entonces la madre podría, además de arreglar la casa a su gusto, pintar sus dientes de negro. El padre, aparte de comenzar a dar las órdenes para el funcionamiento del hogar estaba en el derecho de ir al dentista para hacerse extraer de una vez por todas la parte frontal de la dentadura. Esas características, de los dientes negros y la ausencia de dientes en la parte anterior, eran los símbolos de encontrarse en posesión de una vida plena. Reflexionando sobre la transformación que había sufrido un insecto que podría haberse llamado Hiroshi Camelus Eleoptirus, nombre que de inmediato lo habría llevado a la fama internacional, decidió que después de las bodas de sus padres el fin de su vida iba a consistir en atenuar, hasta el mínimo punto posible, el normal funcionamiento de su estómago. Buscaría neutralizarlo de una manera similar a la atrofia hepática que llegan a sufrir ciertos gansos, cebados con obsesión por sus dueños, o los gatos que en ciertos países suelen ser criados en jaulas minúsculas y alimentados con maíz aromatizado con sustancias químicas. Cuando al día siguiente el sol entró por la ventana, iluminando la caja de plástico que contenía aún el supuesto estómago del insecto, Endo Hiroshi decidió no sólo comerse aquella bola negra sino también una serie de gorgojos y otros bichos que recolectaría durante la mañana. En el ropero de su cuarto guardaba, casi intacto, el traje para la cacería de orugas que se celebraba los años bisiestos. La última vez que participó en una de esas jornadas lo hizo acompañado de su prima, la muchacha sumamente delgada que murió como consecuencia de esa delgadez, y de su primo, el obeso luchador de sumo.
*
* Este texto ha aparecido con anterioridad, pero se desconoce dónde.
*
Notas de pie de página
1 Costumbre arcaica a la que deben someterse los ciudadanos que han perdido completamente la dentadura.
2 Creencia popular, entre los caldeos asirios principalmente, de que en el cuerpo humano estaba contenida la totalidad de las esferas celestes. Se cree, gracias a recientes estudios de corte psicológico profundo, que en el hombre existen remanentes de esta convicción como símbolo de superioridad social.
3 Tipo de lucha deportiva que tiene como fin celebrar los tiempos de cosecha o de abundancia. Se practica sobre todo en regiones que se rigen por el calendario solar.
4 El pez por el cual la gente cometió un mayor número de asesinatos fue el lenguado.
5 Hasta el día de hoy aparecen de cuando en cuando, en los diarios, casos de comerciantes que venden moscas tostadas en lugar de semillas comestibles.
6 Ver revista Newsweek # 234, pag.56.
7 Se trataba de las tarántulas Larpicus fosforescentes, que únicamente existen en el este de Namibia.
8 Consultar Tabla Zumfelde. Disponible en la Sociedad de Nutriólogos de Berlín.
9 Según la tradición del profeta Magetsu, bastante incomprensible en el mundo occidental, los señores de una casa no podían sostener una vida marital hasta que la más anciana de las mujeres del servicio no perdiera el último de sus dientes. Este hecho no les negaba el derecho a tener hijos.
10 Se usaron unas lentes Stewarson, importadas por la Casa Tenkei-Marú.
11 Ver el libro Catecismo Sagrado de la secta Hiro-Sensei.
12 Se dice que aquella noche algunos vecinos no pudieron conciliar el sueño.
13 Los maestros en esta técnica suelen encontrarse en la costa sur del país.
* *
Imágenes: Ben Rodkin con Mario Bellatin y David Shook, para Barú
Este texto apareció anteriormente en BAR en noviembre de 2013.
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Luna Miguel
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Puedo abrazar al viejo frigorífico antes de que se lo lleven. Puedo escribir que tenías purpurina en los dedos y que la purpurina que arde huele... Leer más »