Islas
Gabriela Poma
traducción de María Agustina Pardini
Finalmente las pastillas para dormir dejaron de hacer efecto.
Abrió apenas el ojo izquierdo, y se acordó de respirar.
Yo no entiendo nada de esto.
Desde su perspectiva, el mundo parecía estar dado vuelta. Todo era nuevo a su alrededor y de hecho nada le pertenecía, aun así tendría que familiarizarse.
Observó la habitación: un sillón reclinable junto a la ventana, el televisor aún encendido, un armario, dos lámparas, la ropa de cama, la espantosa alfombra verde, el empapelado jaspeado en plateado con siluetas de elegantes cañas de bambú.
Había hecho un inventario de todas las cosas que había en la habitación, repitiendo el orden una y otra vez. Luego notó que sus anillos estaban desparramados como dados en una de las mesas de noche. Todo estaba de la manera que lo había dejado la noche anterior.
Por último, sus ojos se posaron en las partículas de polvo que lentamente caían de la cortina y se iluminaban con la luz del sol.
¿Cómo enfrentar el día, el primer día de una nueva vida?
Había puesto el bolso de fin de semana junto a la cama, tal como lo hacía en su casa. Adentro tenía un cambio de ropa, un chal, una botella de Fidji, algunos artículos de higiene personal, lo esencial. El bolso le recordaba al lugar que acababa de dejar, donde había estado a la espera de noticias sobre la libertad de su esposo, con el bolso, lista para partir en un cualquier instante, para llevarlo a un lugar seguro, para cuidarlo hasta que se recuperara, así la vida podría continuar de la manera en que estaba prevista.
Sin embargo, este era el primer día de una vida diferente y estaba sola en un lugar extraño, Florida, con dos niños pequeños.
Recordó la última carta que su suegro había recibido de él, y que ella había memorizado. Era del 25 de enero.
Querido papá,
La letra me sale bastante mal porque tengo la mano dormida. Como deseo
que esta nota te llegue hoy la haré breve. He recibido muy buen trato aunque ya
deseo estar en casa. Espero que todas las negociaciones vayan viento en popa.
Abrazos cariñosos para todos y para Lucía y mis hijos mil besos.
Roberto
Se acordó de volver a respirar y se deshizo de las sabanas limpias y ajenas que la retenían. Decidió comenzar.
Seguían diciendo que había dejado una esposa y dos hijos: una niña y un niño, y… ¡ah! ¡Qué lástima! Tan joven y con un futuro tan prometedor. ¿Qué iba a ser de ellos ahora?
Pasarían sus vidas buscando a un referente.
La prensa había sacado aquella fotografía de la joven esposa con los niños que bajaba los escalones de la casa y se dirigía hacia un automóvil en marcha. Llevaba el pelo recogido con una colita y tenía puesto una camisa color azul marino con el cuello en punta, una falda de jean larga, tacones altos, los dedos de sus pies pintados, sin dormir, sin maquillaje, tan joven, aún bella, con la mirada hacia abajo.
Los niños también miraban hacia abajo, sus cabezas pesadas, el cabello castaño claro, pajoso, en estado de estupor, igual que su madre, con los ojos rasgados por el sol.
Todo en aquella fotografía apunta hacia abajo: los ojos, el cabello, las bocas, sus hombros, su silencio, sus corazones cerrándose de a poco, hasta quedar recluidos. Firmemente cerrados y como si se hubieran reducido, sellados.
Déjenlos en paz.
Déjenlos en paz para siempre, pareciera decir la imagen.
La madre fumaba cigarrillos largos.
Se quedaba mirando a través de la pared de la cocina al estudio, al comedor, a su habitación, a las estanterías del pasillo, al baño que estaba cerca de la habitación de los niños; a través de la ventana miraba el jardín, a través de los arbustos de claveles veía la cerca, la piscina del vecino, la chimenea en el tejado y el vasto cielo abierto.
Se quedaba absorta en sus pensamientos, con sus grandes ojos tristes, en silencio, una pierna cruzaba la otra y daba patadas, movía el aire viciado de la cocina de su nuevo hogar, lejos del primer departamento donde habían aterrizado, la constante señal de impaciencia y miedo, su pie marcando el tiempo.
Aún así seguía esperando que algo cambiara, una llamada, el fin de todo esto, un poco de descanso, el permiso para volver a casa, para volver a la situación anterior, para que se realizara una reserva, un número ganador, la varita mágica.
¡Para que alguien se ocupara de esto!
¿Y quién soy ahora?
¿Era una viuda, una esposa? En su mente todavía estaba casada.
Los tres se sentaron alrededor de la mesa de madera del comedor, comían lentamente, de a bocados, decían fragmentos de oraciones, la niña solía permanecer callada, el niño engendraba una incipiente violencia.
El vapor emanaba de la pava, tal como lo hacía la niebla en Panchimalco, donde los niños habían jugado y se habían buscado como parte de un juego, fingiendo que estaban perdidos.
Para distraerse mientras esperaban noticias de su padre, habían dejado San Salvador e ido a La Libertad.
Durante la noche, el jardín junto al mar se llenaba de luciérnagas.
Los niños las perseguían, las agarraban con cuidado y las ponían en viejos frascos de vidrio con agujeros en las tapas de lata. Intentaban leer con la luz de las lámparas improvisadas y luego se contaban historias mientras la luz de los insectos moribundos comenzaba a disminuir.
El aire del océano era espeso con sal y hacía que les ardieran los ojos, la sal se les pegaba en las mejillas y los brazos. Los niños se dirigían a la piscina, pelaban la corteza de los árboles de jiote, similar al papel, y evitaban pisar cualquier hormiguero que pudiera estar inactivo.
Allí permanecían, juntos, después de haber llegado al lugar mejor iluminado del terreno, y se permitían brillar bajo la luna y las estrellas.
De pronto los sapos croaron y, como es debido, los niños temieron que el animal segregara su veneno lechoso.
El océano era extraño, lo que provocaba.
Estaban confundidos por tanto misterio, deseaban que llegara la mañana, cuando pensaban que lo habían vuelto a ver, cuando aparecía en los sectores de césped espinoso y en medio de una plaga de mariposas, o ¡allí! zambulléndose en la quietud de la piscina, o recostado en una hamaca mientras leía gruesos volúmenes.
La madre y los niños siempre se iban y lo esperaban en algún otro lugar.
O al menos eso parecía.
A visitar a sus familiares en Managua. A una granja por un par de días. A la casa de un amigo en Panchimalco durante el fin de semana, donde los niños jugaban en la espesa niebla que bajaba a los costados del volcán en
lentas
y profundas
respiraciones.
Y luego un día se fueron definitivamente.
La madre buscó ayuda para empacar todo lo que había en la casa que habían alquilado mientras su padre aún estaba vivo.
Regalaron al perro y enviaron al cuyuso al zoológico regional. Cerraron las puertas, vaciaron la piscina, corrieron las cortinas, se oyó el sonido del llavero, atornillaron los cerrojos, sacaron los libros de los estantes y los pusieron en cajas con etiquetas y distribuyeron la ropa de su padre entre varias organizaciones benéficas.
Se quedaron con algunas cosas y las guardaron en una habitación: las camisetas deportivas y los tacos de polo, las cartas de amor a su madre separadas con cuidado, atadas con moño y puestas de manera prolija en bolsas de plástico, fotografías, trofeos, cuadernos escolares con su primera caligrafía, sus zapatos, los restos arquitectónicos de la casa que habían planeado construir: una casa estilo rancho californiano con habitaciones para más niños y un gran claro.
La casa habría estado junto a la de su hermano, en una colina tranquila y poco iluminada desde donde durante la noche, se podrían observar las luces brillantes de la extensa ciudad.
Cuando no permanecía tranquila, la niña escribía poesía. Inocentes haikus acerca de pájaros volando y globos aerostáticos sobre lejanas praderas.
Siempre acerca de despedidas.
Escribió un cuento sobre viajar en el tiempo que ganó el primer premio en la feria local.
¿Alguien se percató de esto?
¿Cómo podía ser que esta niña se sintiese tan joven y adulta a la vez?
¿Y cómo era que, cuando estaba tranquila, sentía que la totalidad de su corta vida la envolvía? El peso de su vida desgastaba sus pequeños huesos, la nostalgia que sentía era dolorosa, incluso su caja torácica sentía la insuficiencia respiratoria, como si estuviera separada del resto del cuerpo, como si tuviera vida propia.
Mientras su padre todavía estaba vivo, todos los fines de semana se escapaban de la ciudad y conducían hacia el oeste por una angosta carretera que disminuía su tráfico a medida que se abría y acercaba a la costa.
El camino era llano, luego de repente ascendía, y se veía envuelto en colinas de color anaranjado que habían sido forjadas para crear estas carreteras: delgados y peligrosos corredores que atravesaban una combinación de árboles sin hojas y arbustos sin vida.
Finalmente, el altar del Cristo Negro hacia que el automóvil acelerara, pilas de rocas yacían al costado del camino que se acumulaban debido a los continuos derrumbes durante las épocas de lluvia, los niños se relajaban en sus asientos como si hubiesen terminado una vuelta en la montaña rusa.
Su padre silbaba cuando la estación de radio se desintonizaba y conducía con las rodillas, sin manos, mientras introducía un pedazo de goma de mascar en su boca, o se tocaba el pelo con la punta de los dedos, o le acariciaba la rodilla a ella. Conducía a través de la ciudad portuaria de La Libertad y se detenía en una cooperativa donde ella compraba ostras frescas, una bolsa de mango verde pelado con jugo de lima y sal, billetes de lotería, flotadores, caramelos de miel y barriletes artesanales.
Atravesaban puentes de cemento, debajo de ellos fluía el rio donde varias mujeres lavaban la ropa. Cuando giraban la cabeza contra el reflejo del agua, sus cabellos largos, negros y brillantes parecían espejos dentro de espejos. Sus brazos se movían con rápidos movimientos sobre la irregular superficie de las rocas, el aroma a musgo, almizcle y tierra que se concentraba debajo del pavimento, revelaba un atractivo mundo que había sido develado para que los niños lo pudieran ver, siempre el mismo, confiable, debajo de los puentes.
Primero vivieron en un edificio en el centro de Miami. Eran cuatro edificios, este era el B. Los otros eran A, C y D, cada letra correspondía al nombre de una isla. El edificio B, Barbados, se convirtió en su hogar provisional. Un pequeño descanso los calmaría y aliviaría el dolor mientras esperaban alguna señal para volver a casa.
Entretanto, los niños organizaban fiestas en una habitación en el vestíbulo del edificio, fiestas para adultos con bolsas de hielo y vasos de papel extra grandes, luces estroboscópicas y bailes lentos en la oscuridad. Se robaban dulces o pasta de guayaba del almacén de abajo y participaban en carreras en bicicleta por un sendero polvoriento cerca de la iglesia Luterana. Escribían malas palabras en las ventanas sucias de los automóviles estacionados con la suave punta de sus dedos y apretaban el botón de emergencia del ascensor para evitar que se escaparan. Hacían bromas telefónicas y pensaban en todas las formas posibles de escapar del edificio en caso de inundación o huracán.
Se hacían amigos.
A veces iban a la peluquería con su madre para cuidarla: un fortín, prohibido el paso, un círculo de fuego alrededor de ella y una legión de ángeles. El peluquero usaba patines y tenía un perro de pelo largo. Su madre se reía a carcajadas de los chistes que susurraba, las piernas cruzadas, marcaba el tiempo con anticipación, luego se desarmaba mientras su boca se abría ampliamente y su cabeza se inclinaba hacia atrás. A continuación, sus piernas se entrelazaban con un suspiro, terminaba de reírse mucho tiempo después de que el chiste se hubiese dicho. La madre sorprendía a los niños con sus gestos y su risa, tan abrupta e inusual. Sus ojos saltones miraban para aquí y para allá, con rápidos movimientos, agitados, se humedecían cuando fijaban la vista y se vaciaban cuando los cerraba. El agua fluía y drenaba. Los ventiladores prendidos y apagados les recordaban a las parpadeantes luces de navidad o a ¡Pare! Y ¡Arranque!, ¡Sí! y ¡No! El drone de la aspiradora resonaba a través del olor a cenizas de cigarrillo, cremas para café, revistas viejas, cabello cortado y teñido. A los niños les gustaba toda la actividad, el murmullo alrededor de ellos: rápido, bullicioso, abrumador.
Las mujeres se maravillaban ante el color del cabello de los niños: esos rizos dorados de la infancia. Pedían tintura de ese color, envidiaban el brillo, la engañosa juventud alrededor de sus caras que, dependiendo del ángulo, comenzaba a mostrar envejecimiento y señales que delataban tiempo pasado.
Los niños salían de la peluquería y se limpiaban la parte delantera de sus jardineros, satisfechos de haber cumplido con la obligación de cuidar a su madre, intentaban eliminar cualquier rastro de los extraños deseos que el lugar les había provocado y que habían dejado su huella sobre su ropa infantil.
Durante la noche, en el departamento los niños rezaban juntos, mientras miraban a través de la puerta de vidrio corrediza, a la estrella más brillante, hacían de cuenta que era su padre. No era sólo la más brillante sino también la más cercana.
Compartían una habitación y la puerta corrediza daba a un balcón con vista a la Bahía Biscayne, donde miraban los aviones que despegaban o aterrizaban. A la noche, los aviones parecían estrellas fugaces que rastreaban una línea invisible en el cielo. De día, los aviones parecían pulverizarse, disolverse en el algodón blanco de su despertar, contrario a la cartulina azul de la media mañana o al apagado gris de algunas tardes.
Había una determinada hora del día en la que a los niños no les importaba nada, porque les recordaba al momento en que habían subido al avión, tan apurados.
Por lo general, los niños estaban en la escuela cuando llegaba esa hora y si no estaban intentaban dormirse, incapaces de resistir la oscilación interna que los hacía estremecerse. Los dedos de la niña se entrelazaban mientras rotaba las manos, juntas, como si las estuviera lavando.
Llegaba la última hora de la tarde, luego el atardecer, luego la noche. Y los niños se alegraban.
Rezaban juntos antes de irse a dormir. Se preparaban, buscaban consuelo el uno en el otro, en los versos que intercambiaban, en el ¡Amén! colectivo, luego la señal de reverencia. Desataban las sabanas enganchadas debajo del colchón, revisaban el armario que compartían, miraban debajo de la cama. Antes de apagar la luz, se aseguraban de que todas las puertas estuvieran cerradas, la que daba a la habitación y la que daba al balcón, y así enmarcaban un gran cielo lleno de estrellas y aviones.
El niño solía despertarse en medio de la noche, sin poder volver a dormirse a menos que la niña lo sostuviera y acunara; incluso si ella no dormía lo suficiente o si a la mañana siguiente le costara despertarse.
La madre se estaba preparando para una reunión con amigos en el departamento.
Se paró frente al tocador con superficie de mármol del baño principal y puso el estuche de los maquillajes enfrente de ella, el de plástico con ramitos de flores moradas y fondo blanco. El tocador tenía un espejo que cubría toda la pared y el espejo tenía una línea recta de grandes y redondas bombitas de luz opaca en el borde superior, como el camarín de una bailarina. Debajo de las luces y del espejo había dos lavabos, uno de ellos no se usaba nunca y a veces juntaba una delgada capa de polvo traslucido.
La madre sacó los pinceles y se pintó los ojos. Tenía puesto pantalones de jean hechos a medida, una camisa estilo safari con cuello rígido y zapatos de tacón con hebilla de carey en las puntas. Lentamente giró el gancho del collar hasta que estuviera bien sujeto, humedeció el cuello y los brazos con Fidji, se peinó su ondulada y dorada cabellera con un pequeño cepillo, pasó el dedo índice a lo largo de una de sus gruesas cejas, luego la otra, se alejó dos pasos del espejo para verse por última vez, frunció los labios para realzar las mejillas y caminó hacia la sala: los listones de madera laqueados, la escultura del caballo de su padre junto a un frondoso helecho y un bowl de plata lleno de nueces. En la otra esquina de la habitación, un estante exponía la figura de una gallina de oro y una caja de cigarros; desde la percepción óptica creaba un balance.
Ponía botellas y vasos de manera metódica sobre un carro bar, junto con servilletas de lino azul bordadas con elefantes; ceniceros en miniatura, cubetas de hielo, rodajas de lima. Luego sus dedos rastrearon los discos que guardaba en una funda de acrílico; agarraba uno, lo ponía se movía al compás de la música, una muñeca contra la otra, lista para aplaudir, los ojos cerrados, los labios diciendo: “I love the night life, I’ve got to boogie…”
* *
Imagen: Gabriela Poma
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