Kanada (fragmento)
Juan Gómez Bárcena
Te asomas a la ventana para ver salir al Vecino. Lo acompañan dos hombres. Llevan la gorra calada y una especie de pañuelo o bufanda que sólo les deja al descubierto los ojos. Pero tú eres capaz de reconocerlos: los has visto tantas veces debajo de esta misma ventana, llevando sus carteras y sus maletines de cuero. Parecen tener mucha prisa y el Vecino casi tiene que arrastrar la pierna. Los ves enfilar la calle en dirección al río.
Desaparecen.
Al otro lado de la pared, de nuevo la voz de la Niña. Pasa de las capitales a las tablas de multiplicar, donde se muestra más segura y más mecánica, y de ahí a los afluentes a izquierda y derecha del Danubio, y por último a una retahíla que llama Grandes Momentos de la Lucha Obrera. La publicación del Manifiesto Comunista, recita. Los mártires de Chicago. La sublevación de Odessa. El Palacio de Invierno. Una pausa, y en esa pausa el ruido de la puerta. Guadalajara. Stalingrado. Berlín. La guerra de Corea. De nuevo un ruido, esta vez en el pasillo. Es la Esposa del Vecino. Reconocerías el taconeo de sus zapatos en cualquier parte. Se detiene al otro lado de tu puerta, como si estuviera a punto de entrar. Pero para qué habría de hacerlo, si todavía tienes agua, y comida, y cigarrillos, y el cubo casi intacto; si falta mucho para que otro de esos días tan largos termine. No: al final no entra. En su lugar desanda sus pasos y se dirige al baño. Es entonces cuando la Niña deja de recitar. O más bien eres tú quien deja de escucharla, porque el ruido del agua ha pasado a llenarlo todo. El agua, otra vez, lamiendo la superficie fría y blanca. El suspiro de la Esposa. La ropa desprendiéndose pieza a pieza, como con dudas, en pausas llenas de vapor y azulejos. Los pies desnudos, caminando de puntillas hasta el agua. Todo lo escuchas con una precisión nueva, casi terrorífica, que vuela por encima de los ruidos que vienen del otro lado de la ventana. Comprendes que la puerta del baño ha de estar abierta. Y por qué no iba a estarlo, si como siempre tú tienes la tuya cerrada. Pegas la oreja a la madera para certificar que la Esposa ya ha comenzado su baño –los talones han hecho rechinar un momento la cerámica; las manos asiendo los bordes con un chasquido como de ventosa o anfibio–. Y luego, cuando estás a punto de escuchar el resto, la humedad y el calor de su cuerpo al completo, comienzan las voces. Un cántico que se eleva. Un hervidero de proclamas que parece proceder del otro lado río, entre silbatos, palmadas y arengas. Juegas a destrenzar las voces que llegan hasta ti tramadas en un mismo rumor, olas que vienen y van. Voces que piden dimisiones, voces que piden calma, voces que piden ayuda internacional, voces que piden armas. Todos quieren lo mismo: un país sin rusos y una Rusia sin soviéticos. Eso repiten en una ovación furiosa, y son tantas bocas, y gritan tan fuerte desde todas las direcciones, que no te cabe duda de que conseguirán su objetivo. Por debajo de las palabras que se repiten escuchas otras muchas que no se repiten. Escuchas a un niño que tiene dolor de muelas. Escuchas a un taxista que toca el claxon y la multitud que no se aparta. Escuchas una docena de transmisiones de radio que informan en directo en diferentes idiomas y una emisora que se obstina en repetir la misma fanfarria militar. Escuchas el desgarrón con el que dos manos hacen añicos un carné del Partido y las tijeras que recortan la hoz y el martillo de una bandera. Escuchas a un soldado que carga su arma. Escuchas los susurros de un hombre que aprovecha las apreturas para rozar el talle de su amante. Escuchas diecisiete mecheros encendiendo diecisiete cigarros en distintos puntos de la Plaza Bem. Escuchas una voz que maldice a Dios y nueve más que le rezan. Escuchas los poemas que un estudiante lee desde lo alto de un edificio o de un estrado. Escuchas a un agente de la policía secreta que pregunta si ya es el momento de intervenir y a su sargento que no contesta nada o contesta con un gesto. Todo eres capaz de escucharlo. Todo menos el cuerpo de la Esposa. Por eso has adelantado la mano hasta tocar la manecilla de la puerta, esa manecilla que todo este tiempo parecía quemar y no quemaba.
Abres la puerta.
Y entonces ella. Primero su mano, apoyada en el filo de la bañera. Una mano que cada tanto se mueve, que parece vibrar, que quizá tiembla. Una mano estremecida por el contacto de un pensamiento o una pesadilla. La melena suelta, cayendo blandamente. El perfil inmóvil de su rostro. Los ojos cerrados. Miras esos ojos y comprendes que está llorando. Que llora sin hacer ningún ruido. Y es extraño, puede que incluso imposible, porque te parece escuchar el viento frágil de su respiración; escuchas incluso su pulso amortiguado por el agua, pero eso, su llanto, no eres capaz de distinguirlo. Tal vez no llora. ¿Cómo podrías ver desde aquí sus lágrimas? La ves llorar porque crees que debería llorar. Tal vez sólo se da un baño mientras en la calle todos gritan y piden cosas que no entiendes.
Se alza lentamente, te ofrece de pronto la visión de su cuerpo desnudo. Se entrega a ti como entresacada de la niebla de un sueño. Un calor que se propaga a través del vaho y del pasillo: la temperatura de su cuerpo. Y entonces, al verla, comprendes de pronto que la Esposa ya no es la Esposa. Que no es esa muchacha que un día te abrió la puerta. Es una mujer. Una mujer con sus primeras arrugas y puede que incluso sus primeras canas. Una mujer que tiene miedo. Una mujer que llora o que quizá no llora. Que ha necesitado todas esas bandejas, todos esos periódicos, ese ir y venir de cubos, para convertirse en lo que es ahora. Porque tú no la mirabas: no al menos hasta este momento. Aceptabas sus tazas, sus cuencos, sus jofainas llenas de agua, pero no la mirabas. Veías su sonrisa como fosilizada, una sonrisa que estaba hecha de cansancio y de tiempo. Y ahora sí, ahora la miras, ahora la ves como la mujer en la que se ha convertido, y te parece ver incluso al hombre en que te has convertido tú. Una procesión de imágenes y pensamientos que caben en el tiempo que tarda en extender la mano y tomar la toalla. El instante que va entre ese gesto y el gesto insignificante de alzar la cara para mirarte. Su mirada, de pronto.
Y acompañando esa mirada, ningún gesto. La Esposa que sostiene el peso de tus ojos sin mover ningún otro rasgo de su cara. Como si toda su concentración estuviera en el resto de movimientos: el movimiento con el que se enrolla la toalla, con el que se seca el pelo, con el que sacude un pie primero y después el otro. Te mira durante un tiempo que no parece largo ni corto sino incomprensible, casi mineral, como es el transcurso de las eras geológicas. Así es su mirada, que también parece hecha de piedra, mirarte sin ver, sin expresión, sin juicio, y aun así no se aparta todavía, sigue clavada en ti mientras se viste lentamente, mientras se ajusta el sostén sin apuro ni temblor, mientras se sube la falda y sus manos recuperan las prendas desparramadas por el suelo casi a ciegas. Te mira como si fueras tú quien estuviera hecho de piedra. Tal vez con un punto de curiosidad, como se celebra la primera palabra de un mudo por más que ésta sea una blasfemia o un insulto que no puede perdonarse y se perdona. Así te está mirando durante este instante que no dura, este durante en el que se queda encallado el tiempo y que sin embargo termina, se calza el último zapato, apaga la luz, se aleja por el pasillo sin volver la cabeza, como si no existieras o como si sólo ahora hubieras comenzado a existir.
Desaparece. Y sin embargo aún está frente a ti, todavía de pie y todavía desnuda en el baño vacío. Es joven de nuevo. Cinco, diez, puede que incluso quince años atrás. La ves tal y como era en el momento en que llegaste a la casa –aunque sientes como si no hubiera pasado el tiempo; como si ese primer día no hubiera acabado nunca–. Sigue desnuda, pero ya no está parada en la puerta del aseo. Ni siquiera está ya la puerta. Sólo persiste el vaho de la bañera o algo que parece el vaho de la bañera, penachos de bruma que ascienden de la tierra helada. Y ella está tendida sobre la nieve. Está desnuda y está también, seguramente, muerta. La imaginas así, eternizada en el gesto de abrir la boca, fosilizada por el frío. No está sola. Por todas partes hay otros cuerpos, mujeres desnudas y muertas como ella, apiladas sobre la nieve. De pronto, un ruido. Se acerca un carro, bamboleándose: dos hombres con ropa de presidiario lo empujan con esfuerzo. Se detienen, se miran un instante y caminan hasta el primero de los cuerpos, apoyándose en sus bastones. De sus bocas asciende el calor de la respiración, en vaharadas rápidas que se disipan en el aire. Luego se inclinan y comienzan a cargar los cadáveres. Sólo que no son cadáveres: eso se lo han enseñado. Hay que llamarlos mierda, muñecos, basura, espantapájaros. Cuando alguien se equivoca y pronuncia la palabra «muerto», la palabra «víctima», los soldados lo azotan con sus fustas. Así que eso hacen ahora: recogen espantapájaros. Más tarde beberán un pocillo de fango y lo llamarán agua: masticarán una torta de arcilla negra y la llamarán pan. Porque han aprendido que sobrevivir significa sobre todo conocer el nombre apropiado de las cosas. Saben, por ejemplo, que organizar una camisa quiere decir robarla; que hay que evitar a los prisioneros con un triángulo verde cosido al uniforme y en cambio es fácil aprovecharse de aquellos que llevan un triángulo rosa o una estrella amarilla; que ser elegido en las selecciones significa convertirse uno mismo en espantapájaros; que hay que dormir encima de la escudilla y la cuchara para evitar que otros las organicen durante la noche; que trabajar en el comando Kanada alarga tu vida y palear carbón te la acorta. Lo que están haciendo ahora también tiene un nombre. Se llama limpiar el campo, y hay que hacerlo rápido, antes de que el kapo se acerque. La palabra kapo también han tenido tiempo de aprenderla.
Los presos –porque llevar un uniforme a rayas quiere decir estar preso, en este y en todos los lenguajes de la tierra– comienzan a arrastrar la basura hasta el carro. Cada uno lleva su propia porción, tal y como los soldados les han enseñado: basta disponer la contera de sus bastones por debajo de la barbilla –la barbilla de un espantapájaros– y tirar, tirar muy fuerte. Los talones van abriendo surcos poco profundos en la nieve, que a veces se tiñe de rosa. Los muñecos parecen levemente azules cuando aún están acostados sobre la nieve y blancos cuando los van cargando uno a uno sobre la carreta. Lo hacen con cuidado, con algo que parece consideración o respeto, y que quizá es simplemente cansancio. Cinco, diez, doce, veinte espantapájaros dispuestos como se amontonan las traviesas: una madera en un sentido y la siguiente en el opuesto. Para aprovechar el espacio. Esos hombres saben lo que hacen y la carga parece ligerísima en sus manos, cuarenta, tal vez treinta y cinco kilos cada una. Como si verdaderamente estuvieran rellenas de paja. No es un hermoso espectáculo: las muñecas están sucias y rotas, y los hombres procuran no mirarlas. Hay una que parece una anciana –la piel rugosa, de trapo– y otra que parece una niña y una tercera preñada como una matrioshka rusa, y también una muñeca a la que parecen faltarle o sobrarle piezas: en la piel blanca le brillan grumos como de sangre solidificada. Todas son feas. Todas están veteadas por costras de barro y de hielo y tienen las cabezas peladas. Los hombres las cargan lo más aprisa que pueden y al alzarlas en el aire los brazos raquíticos les cuelgan pesadamente, con el abandono de una marioneta descoyuntada.
Sólo el cuerpo de la Esposa parece intacto. Sólo el suyo parece, de hecho, un cuerpo, y uno de los presos se detiene en el mismo momento en que llega su turno. También ella tiene la cabeza afeitada y está iluminada por el resplandor del yeso, pero no parece una muñeca. Es una mujer. Una mujer hermosa, del modo contradictorio e insoportable en que puede ser hermoso un muerto. Parece una actriz, una modelo, una bailarina, con las piernas largas y torneadas colgando en el aire: una joven novia entregada a los brazos de su esposo, y el esposo que todavía no se decide a cruzar el umbral. Su cuerpo es pulposo, acogedor, sin heridas en los pies ni salpicaduras de lodo. Sobre la carne blanca sólo resaltan los pezones, muy rojos y muy duros, como bayas brillando en la escarcha. Vista de cerca resulta que no es la Esposa. No puede serlo, claro, pero a pesar de todo es fácil confundirlas. Se diría que es la Esposa si el tiempo pudiera marchar hacia atrás. La Esposa si en lugar de darse un baño hubiera preferido morirse sobre la nieve. Tampoco ella parece haber llevado zuecos de madera, ni alzado una pala, ni soportado un solo varazo en la espalda. Simplemente está muerta, y el preso la sujeta todavía indeciso en el aire. Tal vez piensa que es demasiado bonita para ser un muñeco, un trozo de basura, un espantapájaros. Tal vez está sopesando si puede cargarla sobre las demás o si al hacerlo la montaña se vendrá abajo. Su duda es casi conmovedora. Y ella es casi una niña, con las manos sin llagas hechas para bordar tapetes o sujetar estilográficas. Fue joven y hermosa en algún lugar muy lejano, en Grecia o en Noruega, en España o en Yugoslavia, en Francia o en Rusia o en Italia, y ahora está allí, acunada en los brazos de un desconocido, como si esperara continuar su viaje. Seguramente era todavía virgen. Y es inevitable imaginar el inmenso trabajo que ha implicado cuidar y alimentar ese cuerpo durante tantos años, toda la vida cubriéndolo de vestidos y frazadas, de camisones de noche, de faldas, de medias, pañuelos, ligas, pulseras, enaguas; baños calientes en la tina de la casa y domingos de colorete y perfume. Su madre envolviendo día tras día a su hija para regalo; para que algún día encuentre un buen esposo que desabroche la lazada de su sostén, como algunos niños tiran del cordel de las piñatas. Y luego descubrir que lo único que los hombres querían era sacarla de su aldea –y tal vez ése era su primer viaje– y amontonarla en una carreta demasiado pequeña igual que se amontonan los leños. La suya es una historia que no se puede contar, que no se debería contar, porque deja de tener sentido. Cómo podrían comprenderla los chicos anónimos que se hicieron hombres soñando con desnudarla con sus manos; que una noche se escondieron al pie de su ventana para espiarla en la oscuridad y atisbar un pecho, un muslo, un tobillo, cualquier minúscula porción de su carne al descubierto. Ahora está allí, sujeta en el aire con desgano, con el secreto de su belleza por fin revelado y después de todo inútil. Esa desnudez guardada tanto tiempo para nadie, convertida ahora en basura que todos evitan mirar o tocar. Una cosa inútil hecha para dar quebraderos de cabeza al preso que no sabe si apretar la carga un poco más o hacer otro viaje. También él es muy joven. Dieciséis, como mucho diecisiete años; cuarenta y cinco, todo lo más cincuenta kilos. Quizá él también es virgen. Ésta podría ser la primera vez que toca a una mujer desnuda. A lo mejor siente asco o a lo mejor se excita: quién puede saberlo. Porque es la primera vez que toca a una mujer desnuda y quizá también la primera vez que toca un muerto. O tal vez no piense, no sienta nada. Un momento de duda y luego una decisión súbita: han de caber en la misma carreta, las veintitrés. Apretémoslas tanto como sea necesario o si no el kapo nos castigará por la demora.
Imagen: “Bricks, Budapest” de Marina Salles
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